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Las intuiciones de Osuna

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El crítico social que hay en Héc­tor Osuna no puede concebirse sino en la oposición. Ningún caricaturista de prestigio ha hecho carrera en la vida cómoda del halago. Ninguno, por otra parte, ha sobresalido con la diatriba. Osuna, permanente inconforme social —y esa es regla de oro del buen periodismo—, nunca ha empleado golpes bajos: pelea de frente, con audacia, con bizarría. Hace de sus trazos verdaderas criaturas del espíritu y les coloca talante caballeresco.

Con sus personajes simbólicos, como los caballos relinchones de Usaquén o la monja saltarina de Palacio, controla la vida de los go­bernantes. ¿Qué sería de Colombia sin estos espíritus traviesos? El país, cuando se aparta del recto camino, encuentra categórica reprobación en las líneas incisivas de este maestro convertido en catón implacable de nuestra Colombia en crisis moral. Nadie le gana como censor mordaz de las costumbres públicas, y todos le te­men.

Rendón y Chapete, en el pasado, fueron severos vigilantes de los go­biernos y las clases políticas; Osuna, en el presente, no se detiene ante los poderosos ni les perdona sus errores. Los tres han escrito páginas magis­trales en la crónica colombiana.

Osuna, discreto ciudadano que puede pasar inadvertido en cualquier salón social, es en las páginas de El Espectador el ángel furioso, un tanto celestial y un tanto demoníaco, que con espada en mano castiga los abusos del poder y destapa los caños podridos. Y es de buenos modales como los niños bien criados pero no tontos.

Se parece a los antiguos hi­dalgos que con una reverencia y de fina estocada dejaban por tierra al adversario atrevido. En Osuna de frente, el libro que recoge sus me­jores temas políticos hasta 1983, anota esta dedicatoria: «A Vicente, que dibujaba caballos, y a Tulia, que pintaba rosas, porque me enseñaron a cabalgar sin estropear las flores».

De fino instinto para localizar su campo de acción, no sólo sabe des­cifrar entre líneas el alma de las no­ticias sino que posee el olfato de los sabuesos para descubrir la presa. Su agudeza mental y su malicia sicoló­gica le permiten extraer, en el es­crutinio de los hombres y los hechos, la almendra que suele escapársele al observador ingenuo.

Se adelanta a los tiempos, porque su intuición no lo engaña. Hoy sabe, por ejemplo, que en el doctor Virgilio Barco, si llega a la Presidencia del país, hallará cuatro años de grandes caricaturas. Está jubiloso ante esta perspectiva que le permitirá extraer todo un filón artístico. Algunos de sus críticos, que le atribuyen inten­ción política, olvidan que Osuna, más allá de conservador o liberal, es ante todo censor público. Su posición es moral. Y si nos guiamos por García Márquez, «su negocio parece ser la salvación de las almas».

Las líneas iniciales sobre Barco formulan desde ahora inquietudes sobre lo que sería un Presidente sin libertad política, atado a maquinarias y cacicazgos regionales. Pregunta Osuna si las pasiones políticas es­timuladas por el triunfalismo actual garantizarán un gobierno imparcial y progresista para todos los colom­bianos. Y al poner al candidato a tartamudear y dejarlo en suspenso en las Fugas de Barco solicita defini­ciones y claridad para grandes masas todavía no convencidas política­mente.

Sor Palacio, ya próxima a aban­donar su sede tras cuatro años inestables y sufridos, buscará que su creador le conceda el justo reposo. Es posible que en la mente del cari­caturista esté tomando forma otro personaje pintoresco para entretener a la opinión pública. Todo es asunto de definiciones, o sea, de apertura de las urnas. ¿Por qué elemento se cambiarán las pepas del rosario y por qué expresión la cara mofletuda y picarona de la monja fiscalizadora?

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Osuna es canalizador de las frustraciones y las esperanzas po­pulares. Se le ve ahora algo soli­tario en las páginas de El Especta­dor (ya hasta José Salgar le pide que sea menos antibarquista), pero él sabe cuál es su destino. Su mayor habilidad es la intuición.

A los países les hacen falta estas conciencias in­dependientes. La democracia no existiría sin críticos sociales. Barco se declara, con buena dosis de filosofía elemental y aunque le duelan los dardos venenosos, osunista consumado. Buena cosa, claro está, ser receptivos a la crítica. La pelea está casada. Ahora espe­remos los rasgos y rasguños.

El Espectador, Bogotá, 28-IV-1986.

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