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El ocaso de Belisario

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo bueno y lo malo del mandato de Belisario debe servir de aviso para los próximos gobiernos. Sobre todo del gobierno entrante. Cualquier Presidente deja lecciones para la posteridad. Al fin y al cabo un pre­sidente de la República encarna una época, con sus conflictos, fracasos y aciertos, y hacia ella mirará la opinión del futuro, libre de presiones y ofuscamientos.

El ciclo próximo a cerrarse ha sido de los más agitados y controvertidos de los últimos tiempos. Y de los más difíciles de interpretar. Belisario rompe en dos la historia contemporánea del país. Ya dijo López Michelsen, el de las frases incisivas, que después de este gobierno todo es diferente. No precisó si mejor o peor, sino que el molde belisarista no se repetirá. Se copiarán algunas de sus fórmulas y se condenarán algunas de sus actuaciones, como acontece siempre alrededor de los hombres importantes. Y es indudable que el ritmo paisa tiene autor exclusivo.

Belisario significó la mayor espe­ranza para el pueblo agobiado de impuestos y carestías y castigado por las maquinarias políticas y los grupos financieros. Sus tesis, que ofrecían soluciones ideales para estos males, recibieron entusiasta adhesión y así, vigorosamente, se inició el gobierno con mayor respaldo popular de los últimos años. Gobierno afortunado en sus comienzos.

Se destapa­ron las ollas podridas de la inmoralidad, fueron puestos a buen recaudo peces gordos (aunque otros huyeron y hoy gozan de cómoda impunidad en el exterior), se demostró independencia frente a presiones de los políticos y se frenaron los impuestos. Mayores realizaciones no se habían visto en muchos años y en tan corto tiempo.

Todo comenzó a desmoronarse cuando el Presidente accedió a las intrigas políticas. Ahí comenzó a deteriorarse su imagen. Ahí comenzó la pérdida de la credibilidad pública. Después los impuestos se desbor­daron, vino el desempleo y entró en bancarrota la producción nacional. Los esfuerzos presidenciales no eran suficientes para atajar la crisis económica que todos los días se agravaba.

Sus implacables batallas contra la corrupción, sin duda su mayor logro, serán aplaudidas en el decurso del tiempo. Los gobiernos sucesivos ya de hecho están beneficiados por ellas. Con esa sola bandera estuvo a punto de hacerse un gran período. Pero sobrevino el fenómeno de la narcoguerrilla. Azote siniestro que per­petró los peores atentados y deses­tabilizó el imperio de las institucio­nes.

El Presidente, gran apóstol de la paz, como es posible que no vuelva a haber otro de su mismo temple y su porfía, buscó por todos los caminos la reconciliación de los colombianos. Pero se equivocó de tácticas. La mano tendida se volvió paternalista y quedó sin aliado. Puestos en libertad los mayores ac­tores de la violencia, impusieron éstos su mandato de terror.

Un ministro cayó inmolado por defender la legalidad. Se incendió el Palacio de Justicia y sus magistrados fueron masacrados. La justicia ardió ante el mundo entero, en un país colmado de injusticias. Del programa de la paz sólo se salvaron las buenas intenciones. Pero per­manecen algunos resquicios para buscar otras luces.

La hora actual de efervescencia electoral y arrebato sectario no permite el juicio sereno sobre este Gobierno. Ahora todo anda tergi­versado en el remolino de las pa­siones. La gente se duele de las carestías, los impuestos, la inseguridad, el desempleo. Y lanza guijarros contra Belisario, a quien se tilda de tole­rante, de iluso, de disperso.

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Sin embargo, los tiempos futuros darán otro veredicto. Dirán que tu­vimos un Presidente esforzado, gran patriota, carente de vanidad y con permanente ánimo de acertar. Respetuoso de las libertades, pero no siempre receptivo a los clamores del pueblo. Desoyó las fórmulas de la paz cuando se le pedía que no soltara a los delincuentes.

Más tarde se verán las obras materiales y sobre todo las obras morales, que ahora se diluyen en la refriega partidista. La historia también reconocerá que la mala suerte —la estrella negra del Go­bierno— se encarnizó con este hombre bien intencionado que pretendió cambiarle el rumbo a Colombia. Un mártir del destino.

Su sencillez, su espíritu didáctico, su capacidad de trabajo serán segu­ramente inimitables. Nunca fue un Gobierno arrogante, pero sí tuvo ministros arrogantes. Cometió equivocaciones, pero tal vez los aciertos son superiores. Y es posible que al paso de los días se le eche de menos. El ritmo paisa es ya un reto histórico.

El Espectador, Bogotá, 5-V-1986.

 

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