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Incultura y destrucción

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Conforme vienen desapareciendo la urbanidad y las buenas maneras, que fueron rasgos sobresalientes de tiempos todavía no muy lejanos, Colombia, que se distinguió por su alto grado de cultura en todos los órdenes, pierde categoría como pueblo civilizado. Es imposible destacarse en una sociedad sin buenos modales. Nunca la ordinariez ha sido factor de progreso y, por el contrario, lo es de retroceso y fracaso.

El arte de la comunicación, herramienta indispensable para el éxito social, exige no sólo que el individuo sepa hablar sino que lo haga con cortesía y amenidad, vocabulario apropiado y ademanes respetuosos. Sin estos requisitos son inconcebibles las relaciones humanas. Son ingredientes que le dan especial atractivo a la persona y le permiten superar los retos de la vida en comunidad. Lo contrario, o sea, la falta de refinamiento, se llama chabacanería.

Chabacana es la persona desaliñada que carece de gusto, se comporta con dejadez y se manifiesta con términos o gestos toscos, cuando no  groseros. Es de las almas rastreras el no saber emplear sistemas de buen trato y conformarse con la rusticidad, estado que aproxima al mundo de las fieras y degrada al hombre como ser sociable que es por naturaleza; y que deja de serlo por comportamiento.

El lenguaje soez, las actitudes grotescas, las conductas agresivas, tan comunes en esta época de inelegancia social, alienación y crisis moral, han acostumbrado al individuo a vivir en defensiva a toda hora, en un mundo que parece haber llegado al mayor nivel de hostilidad y hosquedad. Como el medio am­biente es contagiante, son pocos los que se sustraen de esta general atmósfera de los tratos duros, las pa­labras gruesas y las acciones cham­bonas.

Hoy las mayorías están matricu­ladas en la escuela de la incultura. Al niño no se le da afecto, sino que se le maltrata y deforma. No hay respeto para el anciano ni delicadeza para la dama. La caballerosidad y las finas maneras, que hacían amable y pintoresca la convivencia humana, están siendo sustituidas por la rudeza, el atropello, la vulgaridad. En los rostros hay expresiones agrias y en las almas, irritación. Alguien me dirá que exagero, que soy pedante. Mire, por favor, en derredor suyo y escarbe en su propia conciencia antes de volver a refutarme.

El hombre está entregando su ce­tro de rey de la creación. Al ritmo que llevamos, lo cambiará por el de destructor de la civilización. A la gente se le olvidó saludar, sonreír, dar las gracias. A la dama no se le cede el puesto en el bus, parece que por culpa de ella misma: sus varoniles campañas por la igualdad de los se­xos la está dejando sin asiento fe­menino; pero esto no autoriza al hombre a que sea descortés. Y menos a que, pretendiendo ser galante, in­curra en piropos escabrosos y en los peores excesos del mal gusto.

¿Ha observado usted que poca gente mira de frente, con franqueza y cordialidad? ¿O es usted acaso uno más de ese montón de seres amorfos y ariscos que estropean la hermosura de la vida? El medio ambiente se nos volvió huraño y matrero. El mundo camina de medio lado y con ira, listo para el ataque. Por eso hay tantas muertes, a mano armada, a lo largo y ancho de esta Colombia en disolu­ción.

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Dejamos perder la autenticidad, la llaneza y la gracia de vivir. Toda esta metamorfosis se debe al olvido de la urbanidad y las buenas maneras. Con ellas, el hombre conservaría instinto civilizado; y sin ellas, vamos camino de la destrucción. Es fácil odiar, y deshonrar, y asesinar, cuando se ennegrece el alma.

La pregunta es elemental: ¿Será capaz el hombre moderno de reconquistar el paraíso perdido?

El Espectador, Bogotá, 25-VI-1986.

 

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