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La gesta de la arriería

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Es el andar del arriero

imagen fiel de la vida,

lanzadera que se mueve

hacia abajo y hacia arriba…

(Romancero paisa)

Omar Morales Benítez, autor del libro que sirve de título a esta nota –editado por Multigráficas de Medellín y distribuido en Bogotá por la Librería Tercer Mundo—, logra el un retrato afortunado de la arriería colombiana, la que, a medida que las carreteras fueron rompiendo montañas y haciendo veloces las comunicaciones entre los pueblos, más se sepulta en el recuerdo de los tiempos idos.

Hoy la arriería, que apenas existe en zonas remotas, es un cuadro alegórico del ayer. Se ha quedado como la semblanza del país agrícola que se extinguió sin saberse a qué horas, y rescatar su memoria equivale a regresar entre brumas de nostalgias al pasado de sanas costumbres y constructivos esfuerzos.

Cuando el alma de Colombia era campesina, la vida se movía lenta y rudimentaria pero conservaba mejor el sabor de la tierra y la sinfonía del paisaje. Era el país de los duros caminos y las bravas jornadas por entre  trochas y malezas, cuando las recuas de mulas y bueyes transpor­taban las riquezas de los campos y hacían el prodigio de enlazar con sudor y porfía el mapa de la patria.

Estas caravanas pertinaces, que gastaban un mes entre Medellín y Bogotá, en buen tiempo, y el doble cuando los temporales destruían los caminos, representaban el mayor grito de la civilización. La arriería se convirtió en canal más idóneo para impulsar la economía y enmarcar la cultura, y pasó a la posteridad como ejemplo de hombres trabajadores, intrépidos y sufridos. La honradez en ellos, por otra parte, era moneda de oro.

Todas las regiones tenían sus propias empresas arrieriles, y es preciso hablar de reales industrias transportadoras, tan poderosas como las modernas de las tractomulas (nótese aquí que la palabra mula se ha injertado como símbolo de potencia), pero más compactas y organizadas. Y también más humanas. Esa convi­vencia íntima entre el animal de carga y el arriero, donde éste expresaba su rústico cariño entre gruesas interjecciones, insultos y blasfemias, y el animal toleraba y comprendía a su amo, creaba soli­daridad y obligaba a la nobleza.

El arriero, el buey y la mula, do­tada ella de fino instinto para saber desfilar por peligrosos senderos, dueño el buey de pesada corpulencia para desafiar los barrizales y transportar varias veces su peso, y el arriero, patrono insuperable de esta empresa audaz y creadora, simboli­zaron la entraña de una Colombia fuerte.

Rodrigo Arenas Betancourt, que ilustra la carátula del libro, pinta la expresión auténtica del arriero como trashumante de montañas, con sus gritos y vocablos maldicientes; le unce la cabeza a la enjalma como símbolo de la complicidad entrañable entre el hombre y el trabajo; y a la estampa le agrega unas estrellas, o sea, los luceros que guiaban a las recuas por entre abrojos y desfiladeros para conquistar la vida.

Los bueyes, modelos de paciencia y mansedumbre, se retiraban con parsimonia al concluir sus faenas, liberados de sus cargas y lamiéndose las llagas —como poéticamente se describen en el libro—, a buscar los sorbos de agua que se habían ganado, y luego se echaban a rumiar “su melancólica condición de eunu­cos».

En estos cuadros se reviven los tiempos de las fondas y las posadas y se rescata al arriero como autor de una epopeya; personaje con alma bohemia y espíritu templado, afi­cionado a las trovas, el tiple y el aguardiente, garboso y enamorado, valiente y astuto, que hizo de su honradez y puntualidad el emblema de una época, y de su aventura caminera la mayor fuerza de aquella nación laboriosa.

*

En el inventario no pueden faltar el carriel de nutria, el sombrero aguadeño, el zurriago, las alpargatas de cabuya, el poncho y el machete, como prendas externas; y guardados en los fuelles del carriel como talismanes para el buen camino, estos utensilios imprescindibles: barbera, espejo con tapa de madera,  dinero, naipe, yesquero, un par de dados, escapulario, crucifijo, agujas de arria, las contras, píldoras de vida, versos, retratos y cartas de amor…

Omar Morales Benítez tiene, en fin, sangre de arriero para volver por los suyos en esta era de tan dudosos caminos y traicioneras velocidades.

El Espectador, Bogotá, 18-X-1986.

 

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