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Por los caminos de Venezuela

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nuestro destino final, en reciente viaje de vacaciones emprendido por carretera con mi esposa y los hijos, era la Isla de Margarita, paraíso seductor al que tanta publicidad le vienen dispensando las agencias de turismo, y al que le dedicaré capítulo especial.

En esta crónica veloz que se hace sobre las carreteras venezolanas deseo captar algunas impresiones de los viajeros ansiosos que se propusieron, para conocer más y disfrutar mejor las emociones del viaje, llevar su propio vehículo, el único con placas colombianas que se vio en todo el recorrido. Fecundo recorrido de 5.000 ki­lómetros —ida y regreso— desde Bogotá, que hoy me permite trasladar a mis lectores los gratos recuerdos de esta fuga de placer, el auténtico arte del ocio de que hablaba Hermann Hesse.

Varios amigos se habían opuesto a que lleváramos vehículo colombiano. “Tendrán problemas en los retenes y los mirarán mal», nos advertían. Lo importante, decidimos nosotros, era portar los papeles en regla y saber manejar los desplantes, si en realidad ocurrían, con la necesaria habilidad para sortear dificultades.

La primera inspección se practicó a la salida de San Antonio, la despensa de  cucuteños —a donde puede llegarse sin papeles—, antes de tomar la sinuosa carretera que conduce a San Cristóbal. Revisados los pasaportes, las visas y el permiso de la aduana para introducir el carro, el agente de la alcabala —como llaman allí los retenes— nos preguntó sobre propósito del viaje y luego nos deseó, con manifiesta cordialidad y contradiciendo los temores creados por experiencias de otras épocas, agradable estadía en su país.

A partir de ese momento comenzó a aparecer el rostro amable de la hermana república, imagen que persistió a lo largo de toda la ex­cursión. En dos o tres ocasiones es­cuchamos, con emoción, vivas a Colombia, entusiasta salutación que nos hizo sentir como en la propia casa.

Pernoctamos en Acarigua, la tierra del general Páez, distante unos 600 kilómetros de Cúcuta. Habíamos disfrutado, de San Cristóbal en adelante, del confort de las carreteras que engrandecen a nuestro vecino petrolero, carreteras envidiables por su exce­lente conservación, perfecta se­ñalización y la seguridad para los automovilistas que se movi­lizan en múltiples direcciones. Un solo accidente presenciamos en toda la travesía.

Son continuos los restaurantes y las estaciones de gasolina que se hallan a la vera de las rutas. Como estamos en tierra petrolera, la ga­solina se ofrece en diferentes grados de refinamiento, al gusto del con­sumidor, y ésta vale tres veces menos de los precios colombianos. Lo mismo sucede con los lubricantes y ele­mentos afines.

El costo del turismo venezolano puede ser hasta tres veces inferior al nuestro. Un hotel de cuatro estrellas, por ejemplo —y los hay magníficos en las ciudades que visitamos—, vale alrededor de 500 bolívares —5.000 pesos colombianos— para cinco personas y con dos apartamentos independientes; el mismo servicio en Colombia es de 15.000 pesos.

Un solo peaje de cinco bolívares –50 pesos nuestros–  apareció en la travesía, en la autopista entre Valencia y Caracas, maravilloso trayecto de 160 kilómetros que se mantiene sin el menor deterioro y con las máximas condiciones de belleza y seguridad. Da gusto correr por estas vías planas y anchas, sin las trampas mortales que tantos accidentes producen en Colombia, y por entre paisajes fascinantes. En el estado de las carreteras venezolanas se aprecia el motor de la bonanza petrolera. Se notan signos de desarrollo agrícola e industrial, que convierten a Venezuela en nación previsora de su futuro, a pesar de los reveses económicos.

No se ven limosneros. No existe peligro de asaltos en las vías. Y el pito de los carros —uno de los monstruos colombianos— casi no se escucha. Son contrastes que vale la pena mencionar para buscar en nuestro país mayor grado de civili­zación.

El pulpo vial de Caracas es digno de admiración. Es un com­plejo conformado por amplias ave­nidas, airosas autopistas,  puentes aéreos que se disparan en todas las direcciones, túneles que perforan las rocas y avanzadas técnicas de ingeniería.

A menos de cuatro horas de Caracas estamos en Puerto La Cruz, emporio turístico a donde se des­plazan los venezolanos los fines de semana en apretada profusión de automóviles, en busca de mar y emociones. Allí están  ahora, en esta crónica viajera que aspira a dejar algo positivo para el turismo  desorganizado y costoso de nuestro país, estos transeúntes que así vieron al país vecino. Que fueron bien tratados y pueden certificar las bondades de la generosa hospitalidad.

En Puerto La Cruz tomamos el ferry, con el vehículo a bordo, en un barco provisto de todas las comodidades, y cuatro horas más tarde nos hallábamos en la Isla de Margarita, el horizonte soñado que ocupará la segunda parte de esta aventura caminera.

El Espectador, Bogotá, 29-I-1987.

 

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