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El Norte de Boyacá

viernes, 19 de noviembre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cincuenta años, ir de Bogotá a Soatá –capital de la provincia del Norte de Boyacá– demandaba un día entero. Hoy, ese viaje se hace en cinco horas. Es decir, aquel itinerario atroz de mitad del siglo pasado, por una carretera tortuosa, destapada y polvorienta –sujeta, por lo tanto, a grandes peligros–, se ha reducido en más de la mitad del tiempo, por una vía pavimentada y cómoda.

Si volvemos a los finales del siglo XIX, cuando en lugar de carreteras existían los caminos de herradura, ese trayecto se hacía en varios días, o “jornadas”, en medio de tremendas penalidades, como lo narra Eduardo Caballero Calderón en sus libros. En los inicios del siglo XX se produjo la apertura de la carretera entre Bogotá y Santa Rosa de Viterbo, en el gobierno del general Rafael Reyes. Y allí se quedó estancada hasta la década del treinta, cuando llegó a Soatá. Después se extendería a Tipacoque, distante 13 kilómetros de Soatá, y a Capitanejo, en el departamento de Santander. Pretender que llegue algún día a Cúcuta es casi una utopía en un país que se ha olvidado de la estructura vial, generadora de riqueza y progreso.

En el gobierno del general Rojas Pinilla se rectificó la vía entre Bogotá y Tunja. Mientras tanto, la que comunica a Tunja con Soatá seguía siendo espantosa, y solo sería pavimentada muchos años después. Esa es la carretera actual, que salvo periódicos descuidos en su mantenimiento, quizá por falta de un peaje, se conserva en buen estado general y permite un viaje confortable.

Vuelvo ahora a Soatá, mi pueblo nativo, diez años después de mi anterior visita. Mi primera sorpresa es el hallazgo de la vía pavimentada entre Soatá y Puente Pinzón (sitio histórico del pueblo), tramo antes convertido en un camino de herradura que serpenteaba entre abismos de vértigo, a pesar de tener el ostentoso título de carretera; la misma vía pavimentada ha beneficiado, en este nuevo empuje, a los municipios de Boavita y La Uvita.

El puente fue volado por la guerrilla que sembró el terror, durante varios años, en los pueblos vecinos del nevado de El Cocuy, o de Güicán (que de ambas maneras se le conoce). Y la región quedó incomunicada. A causa de esa ola de violencia, muchos habitantes de aquellos lugares, desprotegidos por la Fuerza Pública, se desplazaron a Soatá y allí se quedaron. Esa amplia zona montañosa, dominada por la guerrilla, vivió durante años una pavorosa época de pánico.

Sólo el presidente Uribe vino a recuperar la paz en la región, en los inicios de su gobierno, mediante el establecimiento de un batallón de alta montaña y el desalojo de los insurgentes. El puente fue levantado de nuevo, y hoy impera absoluta tranquilidad en la comarca.

A mediados del siglo pasado, Boavita tuvo fama nacional por ser cuna de los “chulavitas”, denominación que luego se extendería a los “pájaros”, siniestros personajes que protagonizaron en el país una tenebrosa época de violencia política (muy bien dibujada por Álvarez Gardeazábal en la novela “Cóndores no entierran todos los días”). Boavita era un baluarte del conservatismo de aquella época de nefasta recordación.

Hasta allí llego ahora, en plan de turismo y de curiosidad histórica. Por Lisandro Sandoval Acosta, un respetable patriarca del pueblo, conozco la otra cara de la moneda: los habitantes actuales viven al margen de la pasión política y nadie se preocupa por enarbolar la bandera sectaria que hizo brotar, de su vereda Chulavita, la legión de hombres duros que amaneció en Bogotá el 10 de abril de 1948, para controlar los desórdenes callejeros que por poco terminan con la ciudad en llamas.

Soatá conserva su vieja arquitectura urbanística, un poco deteriorada por el paso de los años. Han nacido barrios nuevos bajo el impulso de las corrientes de emigrantes que ocasionó la barbarie guerrillera. Esto mismo ha determinado que hoy el pueblo esté habitado en buena parte por gente nueva. Los viejos soatenses también emigraron hacia sitios diversos, sobre todo hacia la capital del país. Los soatenses raizales, por la inevitable metamorfosis de los tiempos, nos sentimos extraños en nuestra propia tierra.

Visité la casa de cultura, la cual, en virtud de un acuerdo del Concejo, fue bautizada hace pocos años con el nombre de Laura Victoria, la ilustre poetisa de la población. Tamaño desconcierto me llevé al observar que su nombre no figura en la placa de entrada al recinto cultural, y tampoco ha sido entronizada su foto en sitio alguno.

La vieja casona colonial de la familia Peñuela, en otra época centro de la vida social y política del pueblo, hoy está en ruinas. En el cementerio, donde hace varios años fui a visitar el lote donde reposa la mayoría de sus miembros, pregunté por ese sitio, y el sepulturero actual no supo darme razón de él. Me confesó, sin pena, que no había oído hablar de los Peñuela. Y yo comprobé, con tristeza, que esa es la amnesia del tiempo. Una alimaña que carcome las hojas del pasado. Es la amarga realidad de la vida y de la fama. Hasta los dátiles, las toronjas y los limones azucarados ya no son los mismos.

Todos ellos (el canónigo, el eterno ministro de Obras Públicas, el abogado, el médico de la Sorbona…) murieron longevos: el de menos edad, a los 78 años, y el más viejo, a los 90. Los superó Laura Victoria, fallecida en Méjico faltándole seis meses para cumplir el siglo. El sepulturero, un hombre de los nuevos tiempos, ignora, por supuesto, que la familia Peñuela escribió una historia notable en las hojas municipales que ya se llevó el viento. Y no tiene por qué saber que allí nació la poesía erótica en Colombia.

De todas maneras, ese es mi pueblo. Un poco desteñido por el paso inexorable de los años, y distante, muy distante, de entrañables vivencias personales, pero ligado a las fibras más íntimas del recuerdo.

Eje 21, Manizales, 24 de mayo de 2009.
El Espectador, Bogotá, 26 de mayo de 2009.

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Comentarios:

Congratulaciones por tu reencuentro con la tierra nativa. Para quienes nacimos en provincia constituyen pinceladas que nos revitalizan el alma. Vicente Pérez Silva, Bogotá.

Fui por última vez a Soatá hace 20 años. La vida me cerró esas puertas. Hoy la casa de los abuelos están abandonada y mis primos consideran que debe tumbarse porque está muy caída… En silencio se me estruja el corazón y por primera vez quisiera tener mucho dinero e ir allí a rescatarla de las ruinas y el olvido. Marta Nalus Feres, Bogotá.

Estoy de acuerdo con usted y me congratulo con lo bueno que le ha pasado no solamente a Soatá, sino a todo el recorrido turístico que representa la Sierra Nevada de Chita, Güicán y El Cocuy, cuyo centro siempre fue Soatá. Lo invito a ver el tratamiento que le doy a su terruño en la www.boyacarural.com. Miguel Edmundo Rueda Eraso –El portal turístico de Boyacá–, Villa de Leyva.

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