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El alcalde policía

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Bastante ganaría la ciudad si contara, en el doctor Bernardo Gaitán Mahecha, con el «gran policía», como él se ha proclamado al tomar las riendas del mando. En su enunciado hay todo un programa de gobierno. Los caricaturistas, que no pierden momento para captar los contornos de la noticia, han puesto en juego su imaginación para colocarle al nuevo burgomaestre los arreos necesarios que lo presenten ante la opinión como lo que él quiere ser: un guardián de la ciudad, un dique contra los abusos callejeros, o simplemente, y en lenguaje más práctico, el jefe de policía de este monstruo urbanístico que es Bogotá.

Cada alcalde manda en su año. Si doctor Prieto Ocampo, llegado de la empresa privada a manejar uno de los enredos más grandes que tiene el país, anunció de entrada que era preciso que los empleados trabajaran más, se ausentaran me­nos y produjeran más. Conocedor de lo que representa el rendimiento industrial, que riñe con la pereza y la ociosidad de los escritorios públicos, pronunció también, como lo hace aho­ra el doctor Gaitán Mahecha, una frase de combate: ¡todos a madrugar!

El primero, lógicamente, fue el señor Alcalde, no solo por estar acostumbrado a su disciplina industrial, sino por creer que su ejemplo despertaría la modorra con que los empleados públicos suelen llegar al sitio de trabajo. Tal pa­rece que el doctor Prieto Ocampo se quedó madrugando solo; aunque, por fortuna para él, no se dejó contagiar de la kilométrica parsimonia de que hacen gala los bogotanos, no solo en razón de las distancias, sino de la temperatura ambiental. Lo ideal hubiera sido que sus colaboradores se hubieran contagiado de agilidad, de bríos, de nervio para servir a la co­munidad.

El doctor Bernardo Gaitán Mahecha, que también sabe madru­gar, arremete contra otro de los pecados capitales de Bogotá: la inseguridad. Anuncia que llega armado de enorme voluntad para combatir los vicios de esta ciudad carente de defensas ciudadanas. Se propone adelantar vigorosa cruzada para poner a buen recaudo a los ladronzuelos que pululan en todas las corrientes; purificar las calles de mujerzuelas y otros olores pútridos; despejar las horas nocturnas de la acechan­za y la emboscada; permitir que el peatón no sea víctima del raponazo y el engaño; brindar, en fin, confianza en la vida, alejando la sospecha, la angustia, el terror que infunden ahora los intrincados caminos de la capital.

Transitar por Bogotá se ha convertido en acto heroico. La zozobra es el enemigo número uno no solo del caminante, sino también del oficinista que aprendió, de pronto, a madrugar, pero no a defenderse del gamín, más hábil que él; del ama de casa que no puede concentrase en la telenovela, temerosa de que al final hayan desaparecido el cofre con las alhajas y el cristal de Bohemia, y también el radio transistor y los billetes para el diario vivir, con todo y empleada; del cajero de banco que termina viendo a los clientes con cara de metralleta. Ciudad de sustos y taquicardias, lo mismo en el oleaje de las avenidas que en la quietud de los hogares.

El doctor Gaitán pone el dedo en la llaga al consi­derar la inseguridad como la mayor lacra bogotana. En Bogotá se perdió el respeto a la vida. No existe ninguna garantía ni el menor halago para deambular, como antaño, por la villa plá­cida que se robó la voracidad de esta era atropellada. Las tar­des sosegadas, entre chocolates santafereños y ademanes caballerosos, desaparecieron bajo el vértigo de la insensatez y la patanería.

Toda una época de sanas costumbres se derrumbó por obra de sucesivas mutaciones, para dar paso a este absurdo es­cenario donde imperan los más estrafalarios hábitos de la ciudad deformada, a merced del pillaje, del terror y la muerte. Cuando el ciudadano busca protección, todos los horizontes se le cierran. Sus gritos se ahogan, sus quejas no se contes­tan. La autoridad no se ve por parte alguna. El policía lle­ga tarde, o nunca llega. Es la furia de una ciudad endiablada.

El doctor Gaitán Mahecha, antes que urbanizador, y finan­cista, y político, y ceremonioso «alcalde mayor», ha preferi­do el ropaje de «gran policía». Es la manera de entender el reto que recibe y que él desea contestar con medidas, ni más ni menos, que de policía. Es buen anuncio, y ojalá la acción desbarate, o por lo menos detenga, la arremetida de bandas y delincuentes acostumbrados a burlarse lo mismo de los códigos que de los alcaldes.

El Espectador, Bogotá, 3-XII-1976.

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