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Canecas y desperdicios

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Armenia, hasta no hace mucho, gozaba de merecida fama de ciudad aseada. Los visitantes se sorprendían de en­contrar un sitio ordenado, con alto sentido de higiene pública. Las calles permanecían limpias y las basuras eran desalojadas con técnica, para que ningún desperfecto afeara la cara de la joven capital que se esmeraba por ser recatada y hacendosa.

Rasgo destacado de Armenia lo constituyó el espíritu de sus gentes no solo para combatir la suciedad, sino para frenar cualquier signo de indisciplina. Uno de los hábitos que no se ha descontinuado, por fortuna, es el de cuidar los parques y avenidas. Y esto se logra gracias al tesón de entidades como la Sociedad de Mejoras Públicas que entienden que el progreso de las ciudades no es posible si se abandona su parte ornamental.

Parques mantenidos con celo, con autén­tico afán artístico, dan cuenta de esta virtud ciudadana. Bien es sabido que si el título de «ciudad de los parques» lo ostenta otra ciudad, la realidad es distinta, pues es la capital quindiana de las más avanzadas en la técnica de hacer florecer jardines y lugares públicos. Los forasteros quedan impresionados ante la lozanía de nuestros sitios de recreo y tienen que convencerse de que manos expertas y amantes de la naturaleza cultivan estas zonas con empeño y verdadera devoción.

No sucede lo mismo con el aseo. En otra época, como ya se dijo, existía mayor preocupación en este sentido. Poco a po­co fue desapareciendo dicha costumbre. Las autoridades, las primeras interesadas en que la ciudad luzca un rostro ama­ble, se han olvidado de adelantar efectivas campañas que preserven esta tradición digna de nuevos impulsos.

Por las calles céntricas se ven de continuo papeles y desperdicios que ponen un pésimo toque de abandono. Los ba­sureros colocados en los postes de la luz para lo menos que sirven es para recibir basura. Parece, al revés, que se hubieran inventado para hacer más desaseada la ciudad. Muchos ociosos se dedican a voltearlos ante los ojos de los tran­seúntes y los policías, que nada hacen por evitarlo y que casi aprueban la maniobra con su indiferencia.

Las canecas, que se dejan al borde del andén para que el vehículo recolector las recoja, son revolcadas por los gamines, ofreciendo un lamentable cuadro de suciedad.  La ciudad, con sus ba­suras a la calle, ofrece la sensación de una mancha, de una afrenta pública.

Los carros recolectores, en su mayoría destartalados y carentes de mecanismos modernos para cumplir su objetivo, aparte de dificultar el desarrollo del tránsito, por lo ge­neral en las horas más inapropiadas, resultan otro comple­mento para que la ciudad viva mugrienta. La mitad de la ba­jura se riega en el momento de la recolección y la otra mitad se acumula en el recipiente atestado, como si se trata­ra de un espectáculo digno de contemplación.

Es hora de que las Empresas Públicas, que cada vez cobran mayores tarifas pero no retribuyen lo mismo a los usuarios, adquieran modernos equipos para ponerse a la altura de esta ciudad en mar­cha.

Y es tiempo, además, de que se emprenda una decidida cam­paña para hacer de Armenia una ciudad limpia. Para in­culcar en las gentes el necesario espíritu cívico que plas­me en la ciudad, como en tiempos anteriores, su afán progresista.

Armenia debe brillar por la pulcritud. Tirar un papel a la calle no solo es signo de incultura, sino un atentado contra el decoro público. No es difícil, por cier­to, para un conglomerado como el de Armenia, sensible a los llamados cívicos, que reinicie la sana costumbre de vigilar su higiene.

Sobre todo ahora, cuando la ciudad despega hacia un acelerado crecimiento, será preciso disci­plinar su conducta. Hay normas que no se cumplen porque no se recuerdan. Hay vicios que se dejan progresar porque no se cortan a tiempo. Es oportuno pensar en la estética que no siempre patrocinan las autoridades.

Satanás, Armenia, 4-XII-1976.

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