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El mundo tiene hambre

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El universo avanza hacia su pavorosa destrucción. No parece que habrán de ser las ar­mas nucleares las que des­truirán el planeta, solucionando el fenómeno de la superproduc­ción. La humanidad parece con­denada a morir de hambre. ¡De física hambre! Los alimentos son cada vez más escasos en la medida en que aumentan los seres humanos.

Con esos entusiasmos descon­certantes, que en el presente caso tienen mucho de morbo­sos, un economista de las dolencias colombianas acon­sejaba que se explotaran nues­tros suelos al máximo para prepararnos a abastecer las demandas de alimentos y con­vertirnos en una potencia nutricional, al igual que países como los árabes fortalecen sus finanzas con los manantiales petrolíferos.

Hablando en rasa cátedra financiera, el consejo no es desentonado. Colombia tiene, en efecto, inmensas ri­quezas forestales para producir alimentos y venderlos a buen precio para saciar el hambre de otras latitudes. La reforma agraria no parece eficaz hasta el momento para explotar nues­tro portentoso potencial agrí­cola, y se ve, en el futuro, cuan­do la humanidad agonice por hambre, una poderosa herramienta que podemos blandir para remediar nuestras penurias.

O sea, viviremos en la opulencia si cultivamos el cam­po. Sostendremos nuestra sub­sistencia con el hambre de los demás. La fórmula no es descabellada, dentro de las reglas mercantiles del más fuerte. El comercio, que tiene algo de ciencia, consiste en saber colocar las mercan­cías. Ojalá que desde ya es­tuviéramos aprovechando toda nuestra capacidad agraria, no solo para abastecer otros mer­cados, sino para no morirnos de hambre. Resulta irónico que este país, tan pródigo en riquezas, con suelos feraces pero desaprovechados, y con eminente vocación agrícola, sufra de des­nutrición.

Al experto economista que lanza esta receta salvadora para el futuro yo le pediría que primero piense en el momento actual. Que repase la geografía del país y observe esos nudos de miseria que representan el mayor oprobio del ser humano. Que se acuerde de los niños y de los ancianos que languidecen por física inanición, sin estadísticas y sin ser siquiera notados.

La miseria camina por las calles, a la luz pública, y se refugia en las covachas porque no tiene siquiera fuerzas para exhibir­se. Los hospitales y cemen­terios son sitios voraces, pero tampoco hablan. ¡Que el país produzca alimentos, alimentos por toneladas, pero que sean an­te todo para nutrirnos nosotros! Y si hay sobras, bien vendidas sean al mejor postor.

El cable de Reuter habla del espectro del hambre que se está apoderando del mundo. El problema es complejo y casi in­descifrable. La India, con seis­cientos millones de habitantes y con un ritmo anual de trece millones más, es una jaula de degradación del hombre. Se acude a castigos tales como no otorgar préstamos, asistencia médica gratuita, vivienda ni empleo a las familias con más de cuatro miembros. Se ame­naza con la esterilización obligatoria para las parejas con tres hijos y se anuncia la cárcel para quienes no se dejen esterilizar. Y para quienes se limitan a un solo hijo habrá vivienda, préstamos, salud pública y otras prerrogativas.

Los médicos y las enfermeras que realicen en un año por lo menos 50 esterilizaciones re­cibirán incrementos salariales. ¡Pavoroso panorama! ¿No es, acaso, una mutilación de la in­dividualidad? ¿No es un tra­tamiento indigno para el ser humano? Sin duda. Pero es que la India tiene hambre. ¡El mun­do tiene hambre! ¿Soluciones? Tenemos que achicarnos ante semejante interrogante. ¿Una guerra atómica? ¿La depu­ración de la raza a lo Hitler? ¿Las invasiones interplane­tarias? Las gentes sensatas de todo el mundo piden, imploran la limitación consciente de los nacimientos.

José María Gironella, en su es­tupenda obra En Asia se muere bajo las estrellas, narra, entre muchos casos es­peluznantes, el de la invasión de cuervos que obstruyó su ca­minar por una calle de Calcuta. Eran animales poderosos, negros como el hambre y con las garras y los picos listos a clavarlos en sus víctimas.

Mejor nutridos los cuervos que las cria­turas humanas, porque eran es­tas su diario alimento. Cayeron sobre unos harapos escondidos entre la hierba y se los dispu­taron a picotazos. El guía pretendió disfrazar la tragedia diciendo que se trataba de un perro. Gironella reflexiona: «¿Desde cuándo los perros se mueren envueltos en harapos?”.

El Espectador, Bogotá, 6-IV-1976.
La Patria, Manizales, 10-IV-1976.

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