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País de doctores

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los puntos tratados en el Congreso Nacional de Ingeniería que acaba de con­cluir en Armenia fue el referen­te a la desocupación pro­fesional que registra el país. En el campo de la ingeniería existe enorme déficit de demanda frente a las posibilidades de empleo. El problema tiende a agudizarse, con características alarmantes, si se tiene en cuenta que, al ritmo que lle­vamos, los egresados de las universidades harán duplicar en cortos años el número actual de ingenieros. Fenómeno similar existe en las otras profesiones, sobre todo en las tra­dicionales: la medicina, la odontología, la abogacía. En esta última, el país está saturado.

Se presenta, entonces, una grave disyuntiva para el por­venir de la juventud estudiosa. Si de antemano se sabe que al final de la carrera universitaria no se hallarán facilidades de ocupación y tampoco resultan fáciles los caminos en los casos del pos­grado, del máster y del Ph.D., ¿qué rumbos debe marcar el país para las cosechas de doctores?

El éxodo de profesionales hacia otras naciones no es fácil frenarlo si Colombia no está en condiciones de absorber la ma­no de obra en disponibilidad. La vida, entre tanto, resulta cada vez más complicada ante el exagerado número de pro­fesionales que lanzan las universidades y que oscurecen, por lógica, el porvenir de quienes no tienen la opor­tunidad de doctorarse en nada.

Gentes sencillas que han hecho su carrera en el campo limpio de un oficio hasta llegar a coronar puestos de avanzada por su superación e idoneidad, se ven remplazadas por los títulos, aun estén vacíos, dentro de la distorsión que acusa la época contem­poránea.

Nace un interrogante serio: ¿Los nuevos doctores salen con la suficiente preparación? En este tiempo de huelgas, disipación, falta de prin­cipios, carencia de dis­ciplinas, tal parece que los cánones pedagógicos, para no hablar de los éticos, dejan mucho que desear. El país, ba­jo tales prospectos, se está llenando de cartones, pero no de calidad.

Las consecuencias termina pagándolas la em­presa, que ya no puede escoger, como antaño, personas aptas; el Gobierno, que antes tenía menos doctores, pero más rectos y sabios varones; la nación, en fin, que está rele­vando una generación eficaz, aunque sin muchos arreos, por otra preparada con las prisas de una era convulsionada y sin las convicciones que fueron premisa de mejores tiempos.

El aumento de cupos, sobre todo en las carreras más llamativas, es un error. Debe dirigirse mayor atención a las carreras intermedias, a las técnicas de nivel medio, a ciertos oficios especializados que no exigen tanta cultura académica. Las empresas necesitan gente práctica, conforme el campo reclama más agrónomos, más agri­mensores, más tractoris­tas. Hay algo mucho más importante que se está volvien­do escaso: la gente de bien. «Se busca un hombre», es el gran reto de la época. A cambio de tanto título, falta más honestidad. A cambio de tanta apariencia, se echa de menos más capacidad.

La em­presa, que no siempre distingue los verdaderos valores, está cambiando hombres por máquinas, cuando no capacida­des por pergaminos. Se deja deslumbrar a veces con los títulos de relumbrón, con el esnobismo, con las modas de la época, y se olvida de que la ex­periencia seguirá siendo la mayor fuente del conocimiento. ¿Qué le espera al país con esta muchedumbre de gradua­dos que no encuentran qué hacer y que muchas veces tampoco saben qué hacer?

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1976.

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