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Afán de riquezas

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La sociedad colombiana, que todavía no ha sucumbido pero que camina hacia la disolución moral, es posible que aún se detenga al borde del precipicio para evitar la catástrofe completa. En un país donde la voracidad del hombre viene anulando todos los valores, poco es lo que nos resta para mantenernos en pie.

Las distancias económicas del hombre colombiano son cada vez más pronunciadas y dejan al descubierto, de una parte, los apetitos de una clase que se viene apoderando de todos los bienes y todos los privilegios, y de otra, la total desprotección de quienes nada tienen y se aferran con deses­pero a la última esperanza.

El afán de riquezas, a como dé lugar, crea los mayores desequilibrios sociales y vuelve antagónicos los dos extremos en que ha caído el país. Los ricos, que todos los días quieren ser más ricos, no se detienen en consideraciones hacia los in­defensos, cada vez más ex­plotados por ellos mismos, y han llegado acaso al más las­timoso borde de la insensibi­lidad humana. ¿Conoce usted a un rico generoso, que haga obras sociales? ¿Ha visto a un rico que se conduela del hambre ajena, del raquitismo econó­mico, de la vejez desampara­da?’ Si lo conoce, es usted pri­vilegiado, y más privilegiado y excepcional es él.

Los pobres, que luchan con fuerzas desproporcionadas con­tra corrientes poderosas, le han perdido el sabor a la vida y con­sideran que sus rivales, sus propios hermanos, los están destruyendo. No puede ser otro el inmenso drama donde la pobreza ha dejado de ser un es­tado razonable y digno para vol­verse oprobiosa y desesperante.

Las desproporciones econó­micas van desde la insuficien­cia para comprar un mercado nutritivo o sostener un colegio, hasta la privación de elemen­tales goces de la vida –un cine o un viaje de vacaciones–, y en el campo opuesto, desde au­tomóviles que se cambian en competencias desaforadas de marcas y lujos, hasta viajes continentales que no terminan de saciar la vanidad.

No es exagerado afirmar en los actuales momentos que el pueblo se ha llenado de odio, desconfianza y escepticismo hacia las clases dirigentes. Gráficamente expresa la sa­biduría popular que estómago vacío no cree en Dios, lo que traducido al caso colombiano da la respuesta lógica a por qué la gente no concurre a las elec­ciones y se margina de los par­tidos. La lucha no es ya por un color político, sino por la vida.

Por eso, los políticos deben pensar más en el hombre co­lombiano. La crisis económica de los pueblos será siempre con­secuencia de una gradual incompetencia para no dejar perecer los valores morales. Los estados se corrompen y aniquilan cuando permiten el desalojo de la moral y dan cabida al apetito incontrolable de la plata y sus halagos.

Todos quieren ser ricos. Se explota desde los poderosos grupos financieros que se apoderaron de la bolsa de va­lores –pero no de valores morales– y se pretende llegar a una patria igualitaria. Los ex­plotadores de la finca raíz, otros pulpos de la incontinencia, ya no se resignan con arriendos populares y menos con ventas que no tengan cifras astronó­micas, y así aspiran a tener paz en la conciencia. ¿Acaso los consultorios de los siquiatras no están poblados por quienes se sienten a todo momento per­seguidos y le temen al secues­tro?

En este país de mafias y serruchos –palabras de nues­tro ingrato folclor vernáculo– vale más una mata de ma­rihuana que la virtud del hom­bre silencioso. El contrabando de grandes especies hace acallar la conciencia y bajo su dominio se mueven los tinglados de la deshonra pú­blica. Bajo tales códigos no pueden existir sino barreras de indignidad. Una clase insa­ciable de bienes y poderíos y arrogante en medio de la im­punidad está acabando con Colombia.

El país necesita salvarse. Aún es posible que surjan volun­tades capaces de dominar tanta desviación y castigar, sobre todo, el ansia de riquezas, de mando y privilegios, si no queremos ahogarnos entre nuestras propias miserias.

El Espectador, Bogotá, 17-VII-1978.

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