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Tornasoles de la realeza

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelven las campanas de la aristocracia a sonar en el ya estrecho marco de las bodas principescas. La sangre azul, un fluido misterioso, más fantástico que explicable, parece que se vuelve acuosa y un tanto desteñida en este agitado mundo de 1978 que cuenta con otras insignias. La sangre azul, que es más del pasado que del presente, se inyectaba en las arterias de los herederos sobrenaturales creando paraísos mágicos en predios donde se suponía, y aún se supone, que hadas invisibles trocaban lo ordinario de la vida por estados fascinantes, con fondo azul, el color de la ilusión y la placidez.

Pero la sangre no podrá ser sino roja, color de la emoción, del deseo, del arrebato. Por eso, en las tarjetas postales, en las que todavía se embelesan las quinceañeras, aunque hayan dejado de ser tan quinceañeras, al corazón se le pinta entre glóbulos rojos.

Son, en fin, maneras diferentes de ver el mundo por el cristal de los colores. No importa que la sangre azul siga siendo símbolo de nobleza si de todas maneras la pasión es bermeja. Estos componentes extraños, pero jamás antagónicos, se mezclan en la boda de la princesa Carolina de Mónaco y el banquero parisiense Philippe Junot, ella como extraída de un cuento de hadas, vaporosa y romántica, y él un play-boy vigoroso y audaz, a quien todavía se le dice plebeyo en plena decadencia de la monarquía universal.

Vuelve la nobleza

Vuelve, de todas maneras, a repicar la nobleza. En el fastuoso palacio medieval de Mónaco –el pequeño principado de Europa que mantiene intacto su emblema real–, una pareja de elevadas condiciones, y dispareja para muchos, une sus destinos y demuestra que, si bien la realeza no está del todo borrada, continúa extinguiéndose.

Fue una boda sigilosa que no logró, con todo, escapar al aparato publicitario y novelero de los grandes acontecimientos. Hasta una avioneta, contra la expresa prohibición de los soberanos que deseaban mantener a raya la curiosidad, descendió a los recintos privados en intento de rastrear lo escondido a la especulación. La novedad es incentivo para que la prensa rosa, que no puede resignarse a que el mundo se prive de las historias hechizadas, dispare al corazón de las adolescentes sus crónicas sentimentales.

Se  refunden en un solo impacto la nobleza y lo mundano, la sangre azul y la sangre plebeya. En el principado de Mónaco mantienen su trono dos figuras respetables y admiradas que se mueven sin complicaciones dentro de límites aristocráticos que sus súbditos les reconocen con generosidad y sin afectación.

La dignidad de un Estado

Los soberanos de este bello territorio, el príncipe Rainiero y la princesa Grace Kelly, ella años atrás la esbelta estrella del cine amada por todos los públicos, ostentan su dignidad en un Estado pequeño en sus fronteras pero inmenso en lujos y placeres, acaso el más apetecible del orbe. Desde luego debe ser muy agradable gobernar un Estado de apenas kilómetro y medio de superficie que conserva el sello romántico de la realeza, sin las guerras y los conflictos que soportan las naciones grandes, y que está enmarcado por una costa paradisíaca.

Sin demasiadas preocupaciones por las finanzas, viven rodeados del  pueblo feliz que los ama y respeta. Diríase que alrededor del mayor centro de juego de la tierra, el célebre Casino de Montecarlo, no es posible que exista la felicidad. Lo cual es cierto en parte, pero solo para los turistas internacionales que liquidan sus fortunas y sus honras bajo el mandato implacable del croupier, pues de otro modo el pueblo que se nutre de turismo y pequeñas industrias, y que ni siquiera se impresiona por el fasto circundante, no conoce el daño del juego y sabe que de él depende su prosperidad.

El novio

Tentado, sin duda, por el brillo del casino, Philippe se acercó a la familia real, y no queda difícil calcular que este play-boy experto en los salones parisienses y hábil para las finanzas, encontrara en la hermosa princesa de 21 años un objetivo paro a sus andanzas mundanas. Frágil y adorable, como la describen los cronistas de la prensa rosa, y formada además en rigurosas disciplinas, era asediada por nobles caballeros de la aristocracia europea, a quienes rechazó para atender las pretensiones del audaz y apuesto banquero que desafió los pergaminos de la sangre azul.

Y no fue por el dinero que Philippe maneja con habilidad, sino por atractivo y no sabemos si por auténtico amor, como Carolina fue dejándose conquistar por el obstinado pretendiente. Dotada la princesa de buena fortuna y orgullosa de su rango real, hubiera podido huir del asedio para atender los galanteos del príncipe Carlos de Inglaterra, por ejemplo, a quien se señala como enamorado suyo.

Los dictados del corazón

Pero los dictados del corazón no escuchan razones diferentes a las propias de la emoción. Sus padres, que desde el principio del romance se mostraron contrariados por la presencia do un personaje a quien se atribuye un pasado oscuro, no consiguieron desviar las preferencias de la princesa y de pronto terminaron impulsando la boda. No sería motivo para la oposición la diferencia de edad, por más que él, con 38 años bien vividos, casi la dobla en edad, sino el temor ante un futuro dudoso. No concebían, a buen seguro, que la sangre azul se licuara en arrebatos plebeyos, y quizá en sus cavilaciones surgió el ejemplo de la princesa Margarita de Inglaterra y su plebeyo consorte, hoy divorciados y maltrechos entre abismos insuperables.

Sea lo que fuere, nadie pudo impedir que las campanas reales anunciaran una boda que se realizó con cierto pesimismo. Se quiso evitar el aparato circense, de gran colorido mundial, que revistió el enlace en 1956 de una de las parejas más llamativas de los últimos tiempos, la del príncipe Rainiero y la luminaria del cine Grace Kelly. No podrían compararse las dos bodas en el concepto de romper tradiciones, ya que Grace era reina en el corazón del mundo desde antes de ingresar a la nobleza de Mónaco, y en cambio Philippe Junot representa apenas un afortunado tenorio de la época.

Aquella tenue y esplendorosa diosa del cine de la que todos nos enamoramos alguna vez, por lo menos en la pantalla, ostenta hoy con dignidad y señorío una corona que tiene luz propia. Su hija Carolina, tan hermosa como ella, admirada y apetecida, sale caprichosamente, para unirse a un plebeyo, de la misma casa que un día otorgó título de nobleza a una estrella del cine, su rutilante progenitora.

¿Sí tendrá sentido la calificación de plebeyo en este mundo de iconoclastas? La monarquía huele hoy a cosa anticuada, cuando la humanidad tiene afán y estilos diferentes. Ya hasta los reyes de España, de tan legítimo ancestro, se quitan sus coronas para dar paso a la evolución social.

La gran boda

La noticia dice que Carolina estaba radiante y Junot pálido. El blanco y negro de las fotos de ultramar no permiten notar la palidez del novio, y sí la frescura de la princesa. Junot se mostraba contrariado en medio de la curiosidad que seguía sus huellas por las calles de Mónaco, y razones no le faltarían.

Quiso él una ceremonia sencilla y privada, secundado en sus propósitos por sus suegros, que no deseaban exhibir demasiado el acontecimiento, pero no fue fácil esconderse al afán publicitario y menos a los cánones de la realeza. Bien puede ser explicable su disgusto hacia los ilustres padres que se opusieron a considerarlo un yerno principesco, sin fijarse en sus prósperos negocios.

Todo estuvo representado en la gran boda. Desde lo real hasta lo plebeyo, desde lo romántico hasta lo frívolo, desde lo espectacular hasta lo circense. La comedia humana, con todos sus fulgores y oropeles, tiene sus propios escenarios en los círculos palaciegos. En el dominio del crespón y la muselina, del tafetán y la seda diáfana, con fondos dorados y perfumes etéreos, los diablejos de la veleidad se sienten a su acomodo.

Asistentes varios

No faltaron representantes de la monarquía, como el conde y la condesa de Barcelona, el duque y la duquesa de Cádiz, la Begum Aga Khan, el duque y la duquesa de Orleans y la princesa María-Gabriela de Saboya. Los viejos astros (¿o los astros viejos?) que compartieron las glorias del celuloide: Ava Gardner, Frank Sinatra y Gregory Peck, engalanaron la ceremonia. Stavros Niarchos, colega de Onassis, tuvo que detenerse por 20 minutos en la fila de invitados, mientras los guardas revisaban las tarjetas en busca de ladrones y falsificadores.

La sangre azul

No son posibles las limitaciones en estos episodios de la realeza. Por eso, Junot, que prefiere los aires de sus salas parisienses, debió mandar al diablo tanto protocolo mientras se esforzaba por parecer auténtico al lado de una de las princesas más bellas de la época. La sangre azul, que solo existe hoy en la falsificación de tiempos que renunciaron a ser solemnes para tornarse desenvueltos, no deja, con todo, de seducir la imaginación un tanto enamoradiza y un mucho romántica de quienes todavía soñamos (¿usted también?) con princesas encantadas.

Este antídoto que impone nuestro mundo frenético es un recurso contra la desazón y un pretexto para suponernos héroes de ficciones. Pero a fuer de realista tengo que protestar por estos enlaces funambulescos, cuando a la sangre, elemento teñido de glóbulos rojos para que inyecte pasión, se pretende volverla anémica.

Los envidiados novios, tan dueños de sus decisiones al seguir sus propios deseos, pulsan el mundo contemporáneo y se proponen ser felices. Aquí se acabaría el cuento, pero es mejor dejarlo en suspenso a la espera de que Carolina y Philippe nos demuestren que una receta ideal para ser felices está en saber mezclar la sangre azul, color de la ilusión, con la sangre roja, propulsora de los genes amatorios.

El Espectador, Bogotá, 12-VII-1978.

 

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