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Dar las gracias

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Gracias, señora, por ayudar­me a levantar hijos de bien. Gracias por su maestría de cada minuto en el afán domés­tico. Gracias a usted, menudo corredor del barrio, por la botella de leche que coloca todos los días en la puerta del hogar. Gracias por el periódico que bien de mañana permite tomarle el pulso a mi patria. Gracias, señor vigilante, por sus horas de insomnio. Gracias por su amistad…

No es la jaculatoria que aparece en los periódicos comunicándose con el Espíritu Santo. Es una manera de recor­dar que la gente ya no da las gracias. Una de las palabras más sencillas y expresivas, ¡gracias!, entra en desuso. Al igual que la moral. El deterioro de las buenas maneras atenta no solo contra las tradiciones y los códigos, sino contra la de­cencia.

Esa fácil expresión está escapándose del lenguaje or­dinario. Y además del senti­miento, lo que es peor. Los ser­vicios no solo hay que pagarlos, sino además agradecerlos y estimularlos. Es elemental ac­to de justicia, que también lo es de elegancia.

Señal de buena crianza ha sido aquel «Dios se lo pague» que sale con tanta humildad y sinceridad de labios del boyacense. Una vez, en tierras nariñenses, una mujer humilde me entregó una bolsa con cuatro huevos por un minúsculo servicio que le había prestado. Alguien me explicó que se trataba de una tradición, de una fórmula simple de mostrar gratitud. La buena mujer acom­pañó su gesto con un «Dios se lo pague», y sentí que algo gran­dioso había sucedido.

Esto, en contraposición con la vida ruda e iracunda que niega las buenas expresiones. Carreño, personaje obligado de otras épocas que invadía el hogar y el aula escolar, para no abandonarnos nunca, está pros­crito. La metamorfosis de los tiempos, que ha deshumanizado al hombre y que lo vuelve tosco, soberbio, grosero e ingrato, intenta anular una de las manifestaciones más auténticas.

¡Gracias, Señor, por permitir­nos subsistir en este mundo conflictivo! El corazón parece como si se acomodara, como si cupiera en esta misteriosa com­posición de letras que vuelve dulce el tono y elocuente el men­saje, sin necesidad de discursos ni sofocos.

Dar las gracias es un acto primario. Nada nos llega por obligación. Los dones de la vida los recibimos por generosidad. A cada momento, y hasta en los hechos más triviales, la vida circula con apremios. Siempre necesitaremos la mano amiga. El lustrabotas, que humilde­mente se pone a nuestro ser­vicio de pronto para estimular la vanidad, merece un reco­nocimiento.

También el taxista y el portero. La maestra que en­dereza al muchacho inquieto se tiene ganado un mérito que no todos le reconocen. El libro que se envía al amigo o al lejano es­critor que alguien nos sugirió, y que resulto empenachado, exige, por lo menos, aviso de recibo.

El médico o el boticario o el radiólogo, por más retribuidos que estén, son merecedores de un gesto amable por el tiempo que nos dispensan. El cajero de banco espera de usted una sonrisa por haberle ayudado a cuadrar los billetes malolien­tes. La persona despedida del empleo es más digna de gratitud que de lástima.

Solo la ordinariez no es bien educada. Hay quienes ni se toman el trabajo de coger la mano que los sostiene en la caída. ¡Gracias, amigo, por su solidaridad! ¡Gracias por con­siderarme su amigo! Es un al­borozo en la confraternidad. El gesto se hace espontáneo, casi infantil, o sea, incontaminado. La rosa expresa gratitud in­clinando el tallo, y el jilguero, con un aleteo.

No dar las gracias es rasgo indecente, soberbio. Es mostrar arrogancia. Hasta el acto torpe, pero bien inten­cionado, debe agradecerse. ¿Acaso al hijo no le correspon­demos sus travesuras con creces? Ser gratos con la vida es una postura de las almas elegantes, y lo contrario, una tacañería y una quiebra del buen gusto. La gratitud es un medio de convivencia que prodiga satisfacción. La ingratitud, una vergüenza y un pecado social.

El Espectador, Bogotá, 10-VII-1978.  

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