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Armenia y su museo

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Armenia, ciudad turística admirada por la exuberancia de sus tierras, la hospitalidad de sus gentes y la prodigalidad de sus paisajes, es uno de los sitios que más atraen el interés del país. Su envidiable posición geográfica, unida a la comodidad con que se viaja por estos parajes de anchas vías y generosos placeres, acerca más al país hacia los predios que fueron apareciendo a golpes de hacha y que conforman hoy un paraíso.

Los colonizadores que bajaron de Antioquia descuajando montes en lucha contra la naturaleza resistente y bravía, y halagados por la sed de caucho y de oro, no sabían que, mucho más que eso, descubrirían el inmenso territorio de los quimbayas, sepultado entre murallas misteriosas. Un pueblo dormido en el reposo de los siglos estaba clavado en lo más hondo de la tierra como un desafío asombroso.

El hacha, símbolo de trabajo y prosperidad, tumbó montañas en busca de riquezas y de horizontes. Tal el Quindío prodigioso, marcado por la exuberancia. Aires frescos salieron al paso de los conquistadores y les enseñaron la majestad de tierras ubérrimas que al correr de los años iban a convertirse en emporio de riquezas.

El pueblo quimbaya, resguardado por montañas de silencio y confundido con la misma gleba, fue emergiendo de sus cavernas y mostrando las sorpresas que nadie había imaginado. Brotó, como por encanto, el impresionante espectáculo de fértiles campiñas, y de las entrañas de la tierra comenzó a notarse el vestigio de tesoros incalculables que aquellos rústicos exploradores habían destapado para la posteridad.

La cerámica quimbaya, laboriosamente trabajada por manos de artistas, es admirada como una de las expresiones aborígenes más avanzadas del mundo. El talento vertido en esas piezas resulta desconcertante para los arqueólogos y los antropólogos, que no cesan en el empeño de desentrañar los misterios del ayer legendario.

Maestros en el arte de plasmar en figuras de barro delicadas líneas y filigranas, a la par que símbolos do sus dioses, la ciencia actual se sorprende con el ingenio de estos auténticos creadores de belleza. Se dice de ellos que eran un pueblo guerrero que defendía sus dominios con arrojo e intrepidez, y hay que agregar que se trataba, igualmente, de forjadores del espíritu.

La ciudad de Armenia, surgida a golpes de hacha hasta constituir la urbe que hoy sobresale por su dinamismo y espíritu creador, ha recibido con unción ese legado de grandeza. Celosa del pasado que imprimió para siempre el carácter de este pueblo altivo y laborioso, sabe que la herencia espiritual es la fibra más sensible de su idiosincrasia.

El Banco Popular, institución preocupada por preservar la cultura del país, tuvo el acierto de formar, a escala nacional, un museo de arte precolombino que rescatara del olvido el patrimonio que permanecía disperso y que no sabía valorarse. El museo de Armenia, nacido de una ley de la República, se halla confiado a la tutela del Banco Popular, entidad que con exquisito gusto y la asesoría de expertos exhibe en su edificio una admirable colección de cerámica quimbaya. En el deseo de hacer conocer igualmente las demás culturas del país, la entidad ha enriquecido esta muestra con piezas de otras regiones.

Turistas nacionales y extranjeros se encaminan interesados en este museo que es el mayor atractivo de Armenia y que se conserva como orgullo para una ciudad que se afianza en su pasado de leyendas y misterios para fabricar un porvenir cada vez más promisorio.

El Espectador, Bogotá, 1-XI-1977.

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