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Muere un costumbrista

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Euclides Jaramillo Arango, que en sus lejanas mocedades fue alcalde de Pereira, su ciudad natal, se radicó después en Armenia, hasta su muerte, ocurrida el pasado 9 de junio. Casi toda su obra literaria la escribió en esta última ciudad, donde además se destacó como líder cívico y catedrático universitario, actividades todas que hicieron de él un personaje entrañable del Quindío, donde entre palos de café, el cultivo de sus orquídeas y su devoción por los valores del espíritu vio correr la vida del joven departamento, incluso antes de adquirir esa categoría territorial.

Euclides, como cariñosamente se le llamaba en todos los círculos ciudadanos, sin necesidad de apellidos, fue el oráculo intelectual de este pueblo en evolución. Alrededor suyo giraba la cultura regional. Era la más alta expresión de la comarca de cuentistas y poetas, y como su nombre tenía resonancia nacional, hizo sentir al Quindío intelectual por los confines de la patria.

Escritor de vastas realizaciones, autor de 14 libros publicados y de infinidad de notas difundidas en toda clase de medios de comunicación, era de los últimos costumbristas, en todo el sentido del término, que aún le quedaban a Colombia. Con su prosa amena y su estilo ingenioso escribió páginas magistrales que rescatan el acervo de costumbres y tradiciones de que es tan rico el Antiguo Caldas. Pudiera decirse que sin la literatura de Jaramillo Arango no se entendería todo el proceso histórico de estos pueblos montañeros de tanta significación en el desarrollo del país.

Fino intérprete de personajes y hechos sociales, se convirtió en el historiador silencioso que mediante notas chispeantes y finas ironías deja retratada su época. Su prosa tenía tal fluidez, que le brotaba de corrido y no tenía inconveniente en que a su alrededor se conversara mientras él volcaba en la cuartilla el torrente de sus ideas.

Toda su obra es costumbrista, in­cluyendo sus novelas y cuentos. A muchas de sus creaciones les puso intención social y no es raro hallar, sobre todo en su novela de violencia Un campesino sin regreso y en varios de sus cuentos, agudas críticas sobre las pasiones sectarias de los colombianos. No se detuvo en el folclor regional sino que además decantó añoranzas de aquella Colombia apacible de comienzos del siglo, cuando el país avanzaba entre caminos de herradura, fondas ca­mineras y costumbres sanas. Su libro Talleres de la infancia es un clásico del folclor del juguete antiguo y la inocencia del niño.

Fue, además, maestro de juven­tudes. Tal vez su condición humana más sobresaliente fue la bondad. Su personalidad sencilla y dulce con­quistaba simpatías. Era el gran profesor de la juventud quindiana, la que acudía a él en busca de conocimientos y orientación. Adoraba a los niños lo mismo que consentía sus orquídeas campesinas. El hacedor de luceros, una de sus últimas obras, dedicada a sus nietos, es ejemplo del alma pura que se es­condía en este viejo bonachón que le huyó siempre a la ostentación y gozó con la simplicidad.

En Un extraño diccionario, libro trabajado por largos años y donde recoge el habla de los quindianos sobre todo al pie de las matas de café –obra llena de gracia, de erudición y finas anécdotas–, hace esta anota­ción para su nieta: «Cuando Ale­jandra aprenda a leer, ¿todavía aparecerán libros…? Y si aún se publican ¿para qué?”. Fina ironía para los nuevos tiempos, que el viejo Euclides, con sus 76 años a cuestas, no logró entender a pesar de la gran dosis de humor y humanismo de que fue tan fecunda su existencia.

El Espectador, Bogotá, 21-VI-1987.

 

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