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De leñador a político

miércoles, 5 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Los pueblos suelen olvidarse de sus hombres preclaros. Cada generación crea sus propios líderes y desplaza, sin darse cuenta cabal, los símbolos que otrora hicieron la historia, o los sustituye a propósito para erigir nuevos arquetipos. Sobre todo en este desarraigo del hombre con su época, donde la juventud quiere romper hasta con los vínculos de la sangre en pretendido afán emanci­pador, los creadores de hechos memorables terminan envuel­tos en el polvo del tiempo y solo eventualmente, cuando ocurre algún súbito suceso, como la muerte, la gente reconoce silen­ciadas virtudes y rinde fugaces homenajes.

Creo que eso ha sucedido con Ramón Londoño Peláez, distin­guido médico y político que acaba de fallecer en Manizales, y en su niñez humilde leñador que demostró de lo que es capaz el hombre tenaz. For­jador de una larga época caldense que engrandeció con el talento del político fino, con él se separa un jirón de la historia del Gran Caldas. Luchó por su causa liberal con convicción y sin sectarismo.

Tuvo la satis­facción de verse premiado por sus conciudadanos con una amistad sin límites, y les co­rrespondió con generosidad desde los altos cargos que de­sempeñó, como la Secretaría de Salud Pública, la Secretaría de Gobierno, la alcaldía de Villamaría, varias veces la de Manizales, y la Gobernación de Caldas. Como presidente del Directorio Liberal, diputado, parlamentario y ministro de Salud Pública, puso siempre, por encima de mezquinos in­tereses, una mira muy alta de servicio a la comunidad.

Los conservadores, que tu­vieron en él al aliado res­petuoso y al contendor gallar­do, supieron de sus nobles programas ideológicos. Baste decir que La Patria, con su enhiesta bandera azul, gozaba de su amistad, porque él había sido formado para el diálogo civilizado y creador. En ese am­biente afectuoso y de exquisita categoría intelectual me tocó en suerte conocerlo, en diserta velada cultural que no podía es­tar completa sin la presencia de este hombre que lo mismo sabía de campañas políticas y so­ciales que de poetas y escritores famosos.

Para todo se prodigaba con elegancia y humanitaris­mo. La medicina fue en él un sacerdocio. No sucumbió ante el oscuro apetito enriquecedor y ejerció, en cambio, in­quebrantable solidaridad con el humilde y el menesteroso.

Ahora que en el país se añora al legendario médico de familia, una institución extinguida, no es posible que desaparezca otro de los pocos exponentes que aún nos quedaban sin rendirle emocionado tributo de admi­ración. Para fortuna suya, cam­pañas nacionales como la que adelantó contra la lepra, tu­vieron resultados elocuentes.

No quedaría completa esta reseña sin mencionar el rasgo más notable en la per­sonalidad de Ramón Londoño Peláez: su humor. Dotado de gran naturalidad en el trato, parecía surgir su sim­patía de una fuente inagotable de gracia, de recursivos apun­tes, de contagioso optimismo. Nunca se le vio abatido, porque conjugaba la vida con humor.

A sus adversarios de la lucha política los desarmaba con la frase ingeniosa y luego los ven­cía con su esplendente bondad. Fue un maestro de la risa espontánea. Su alma sencilla, docta en acariciar el gracejo penetrante, le mantenía radian­te el rostro y colmado el co­razón.

Por entre los cafetales de es­te Quindío que le insuflaba aromas puros, se abría paso, airosamente, con su pierna de palo. Con frecuencia nos lle­gaba de su sede manizalita en busca de paisajes y emociones campesinos. Se reía de la vida por haberse vuelto experto ad­ministrador de un apéndice por él mismo cobrado a la montaña que un día, en sus lejanos afanes de leñador, le había cer­cenado su anatomía.

Y a buen seguro que su último lance fue abrir las puertas incógnitas con su rodilla hechiza. Hombres como este merecen ser recor­dados con el mismo cariño que dispensaron a la humanidad.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1979.
La Patria, Manizales, 15-III-1979.

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