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Salambó o la guerra

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Gustavo Flaubert, novelista de imaginación portentosa, muerto hace cien años, el 8 de mayo de 1880, no escribió sólo para su tiempo, en el que sus­citó ardorosas polémicas, sino que creó una obra de proyección imperecedera. Salambó, escrita a con­tinuación de Madame Bovary, es el arquetipo de la novela histórica. En la primera describe con gran realismo la tragedia del hombre, tomando como pre­texto los arrebatos y la sensualidad de una amante impetuosa, y en la segunda, con fondo violento, pinta el drama de la guerra. Puede pensarse que Salambó, una especie de diosa humana incrustada en la historia de Cartago, es la metamorfosis de Emma Bovary, la heroína de una miserable aldea francesa.

Salambó será la mejor referencia de Cartago la guerrera, una de las capitales más famosas del mun­do antiguo, que buscó ser dueña del planeta, al igual que Roma, su enemiga indomable. Cartago, dueña del mar y cuna de fieros combatientes, para defender su territorio y atacar al enemigo adiestró temibles ejércitos y armó poderosas flotas marítimas; tenía que ser grande, aun destruida, porque nació para ser colosal.

Amílcar Barca, amo violento y forjado pa­ra la guerra, que nunca retrocedía, de no ser para volver a embestir, es la personificación del valor, de la furia humana. Muerto él, aparece su hijo Aníbal, otro bravo de la historia, con vocación de héroe, que sólo nueve años había jurado ante los altares de su patria que nunca dejaría de odiar a Roma.

Las guerras púnicas

Aníbal es el hombre prudente y valeroso, sagaz y calculador. Se trata del mayor estratega del mundo en todos los tiempos. Con sólo 25 años de edad se pone al frente de los suyos y se lanza a las gue­rras del horror y la esclavitud, las famosas guerras púnicas, de nunca acabar, como que la primera du­raría 23 años.

Es el genio militar por excelencia, a quien nadie había superado. Cartago, amurallada e inexpugnable, con 700.000 habitantes que vivían en función de guerrear, desafía el ímpetu del enemigo y se sostiene como capitana del mar, altiva y des­deñosa. Si al fin cae dominada tras largas sangrías de parte y parte, también termina con ella el imperio y nace la leyenda. Y Aníbal, que no había nacido para ser dominado, apura el veneno que portaba co­mo solución de última hora.

Sobre las ruinas de Cartago escribió Flaubert su novela monumental. Y esto no es sólo una figura. Primero se entregó a vastas y minuciosas investigaciones, se metió entre archivos confusos y contra­dictorios, y luego se fue, como investigador inconforme, a los propios escombros, todavía humeantes, a oler la historia misma. Consultó tratadistas, pulsó la historia, escudriñó el paisaje y la época, y sólo des­pués de muchos años y de profundas meditaciones puso sobre el papel la primera palabra de su obra gi­gante, cuando estaba seguro de poder ambientar aquel formidable drama humano.

¿Mujer o diosa?

Cartago se volvió una obsesión para Flaubert. Su pluma logró plasmar los hechos no tanto como el arqueólogo que destapa piedra por piedra en busca de vestigios humanos, sino como el artista consuma­do que llega más lejos al poder fabricar un ambiente. Entendidos los contornos de aquel cuadro fabuloso, el novelista se imagina la intensidad del momento histórico y crea a Salambó como la protagonista su­blime que estimula apetitos y desencadena batallas

No se sabe si es mujer o es diosa, y acaso esa misma mitología contribuye a suponer a Cartago como un eco fantástico, por más turbulencia que haya caído en sus entrañas. En célebre polémica sostenida con Sainte-Beuve, le dice Flaubert: «Creo realmente ha­ber hecho algo que se parece a lo que debió ser Cartago». Es más: no se podrá comprender hoy la his­toria de Cartago sin leer Salambó. Tampoco se entenderá la revolución rusa sin leer a sus novelistas, ni se captará la historia de Francia sin las novelas de la época.

Salambó es un cuadro histórico, más que la historia misma. Es el nombre de una ba­talla, de muchas batallas. Cuando se quiera saber quiénes eran los bárbaros, y qué significaban los ejércitos mercenarios, y por qué los pueblos anti­guos eran aguerridos, con su fondo de torturas, de niños sacrificados, de esclavos pisoteados, de muje­res ultrajadas, será preciso leer Salambó.

El autor, que al propio tiempo es paisajista y sicólogo, historiador y poeta, y esencialmente artista, recoge las costumbres, las creencias religiosas, el respeto a los dioses y la exageración de los mitos, o sea, el alma del pueblo, para novelarnos la época. Con gran precisión señala a cada cosa por su nombre, en tarea de envidiable penetración. Las armas, los arreos militares, los usos y estilos, todo tiene ma­ravillosa identidad.

Pintura de la época

Y por encima de todo está la época. Ejércitos te­mibles que vuelan por las montañas, arremeten en las encrucijadas y derrotan al enemigo; maniobras navales que hacen encrespar los mares; camellos amaestrados que rompen distancias y aplastan al ad­versario: he ahí la fiereza del hombre cuando se vuelve huracanado. Los dioses empujaban a la gue­rra y ésta se convertía en un grito de la sangre. Las ciudades se levantaban sobre hitos de grandeza. Los hombres, templados en el valor, ofrendaban a sus dioses con el sacrificio de sus arterias.

Salambó, la hija de Amílcar, surge sobre este panorama como la impoluta deidad a la que se respe­ta y se ama, se teme y se desea. Es la diosa de carnes voluptuosas, de grandes ojos tranquilos, de ape­tencias ocultas, que acaso por su misma sublime ca­tegoría vive alejada de los placeres, entre perfumes y gasas relajantes, y cuya existencia discurre en medio de abstinencias, ayunos y purificaciones, como la vir­gen asombrosa a quien el pueblo quiere incontami­nada. Pero ella siente sus soledades, sin conseguir dominar los ímpetus de la carne, cada vez más in­tranquilos. Apenas la cuidan y la miman la esclava solícita y la serpiente sensual, pitón inofensivo que le transmite voluptuosidad.

Epopeya del amor

El velo que el bárbaro Matho, su enamorado, ro­ba a la diosa Rabbet ante los ojos atónitos de Salam­bó, agitará la vida de la ciudad porque los dioses no pueden ser despojados de sus sagradas vestiduras. Ese velo, emblema de la fe del pueblo adorador de sus ídolos, será su castigo si no aparece. El propio Amílcar lanza sobre su hija una maldición, y ella, que no ignora las astucias de la mujer, termina rescatán­dolo, pero al costo de su virginidad. Entrega colérica, clamorosa como la voz misma del pueblo que no se resigna a la desprotección de los dioses.

Salambó es una batalla, y no sólo de ejércitos, sino también de la conciencia. Esta mujer fulguran­te, otra madame Bovary transplantada a escena­rio distinto, se alza sobre la historia de Cartago y de la humanidad entera como faro luminoso. Ama y odia, como las grandes heroínas. Así sufre. A su vista se despedaza el pueblo y en sus oídos retumba el clamor de la guerra. Ella lleva en su pecho otro eco, el de la venganza, que no logra consumar hasta la saciedad que la enardecía, porque el amor es más potente. El amor puede ser un solo instante, una mirada o un pensamiento, como lo consagra esta obra cumbre que termina escribiéndole a la historia, en el rescoldo de las pasiones bélicas, un intenso dra­ma del alma. Es la epopeya del amor, que se hace más grande sobre el conflicto de la guerra.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 11-V-1980.
Revista Mefisto, N° 78, Pereira, marzo/2015.

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