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Hacienda Santa Clara

sábado, 15 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Doña Clarita de Salazar, respetable matrona que a sus ochenta años de vida disfruta de salud envidiable, rodeada del afecto de sus hijos, nietos y bisnietos, le dio el nombre a esta formidable hacienda quindiana que es admirada por propios y extraños y que se considera modelo agrícola por la exuberancia de la tierra y la generosidad de sus cosechas.

Ella y su hija Lyda iniciaron hace 35 años el esfuerzo de extraer del suelo fértil los beneficios del café y el plátano, los dos productos típicos del Quindío, sobre los que se encuentra montada la economía del país. Desde entonces laboran sin descanso en el engrandecedor compromiso de hacer rendir el capital que cumple la noble finalidad de proteger las necesidades de la familia y de la crecida nómina de trabajadores.

Guillermo, experto en agricultura y ganadería y estudioso de las técnicas modernas, es el nieto aprovechado que ha hecho del campo su razón de ser y que dirige desde joven el desarrollo de lo que es hoy la una pujante empresa. Él no se ha conformado con seguir los sistemas tradicionales, sino que ha ideado mejores técnicas y ha llamado la atención del propio Comité de Cafeteros y de peritos extranjeros que se sorprenden ante las innovaciones de la dinámica hacienda que sobresale en el Quindío como reto de la economía creadora.

Es admirable cómo el capital cumple su función social de obtener rendimientos para la defensa del hombre. En Santa Clara todo está planeado: desde los surcos hasta las habitaciones higiénicas de los trabajadores; desde los  engranajes de recolección hasta las salas de distracción y cultura del personal.

Con televisión, dormitorios confortables, salas de alfabetización, cocina moderna, sanitarios mantenidos dentro de estrictas normas de aseo, el visitante experimenta la sensación de que el hombre es el personaje más importante de la empresa.

No todos los propietarios de predios rurales se preocu­pan de la higiene y comodidad para sus trabajadores. En Santa Clara encuentra uno, aquí y allá, avisos que invitan al orden y la disciplina, recomendaciones sobre la manera de convivir en comunidad, consejos para la rutina del campo y, en una palabra, ambiente para ha­cer humana la vida del jornalero.

Me llamó la atención ver unos piza­rrones con trozos de escritura y saber que Guillermo había coordinado unos cursos de alfabetización y conse­guido un maestro oficial. Se le exigió un cupo mínimo de 40 alumnos, y respondieron a lista 65 tra­bajadores. El maestro se presentó, dictó dos o tres cla­ses y nunca más regresó.

El pueblo necesita salir de su ignorancia. Mucho se pregona el interés del Gobierno por enseñar a leer y escribir, lo que se contradice en el presente caso, cuando con gente dispuesta a hacerlo, con elementos de trabajo y todas las facilida­des brindadas por la finca, es el maestro el que elude su obligación.

Santa Clara es una demostración de lo que puede el campo en el engrandecimiento de la pa­tria. Sus tierras, óptimas para el culti­vo, nunca han sido descuidadas y cada vez son mejor mantenidas para que produzcan todos sus beneficios.

Son 115 cuadras en inmediaciones de Armenia. Allí el clima y el paisaje son fascinantes. Varias generaciones, con la ilustre matro­na a la cabeza, se citan con frecuencia en este paraíso terrenal y disfrutan de la acogida de la tierra esplén­dida. Familia extensa y hermanada que se pro­longa ahora con los últimos bisnietos de la dama que un día proyectó este patrimonio de unión y trabajo. Vendrán nuevos retoños y nuevas esperanzas.

La Patria, Manizales, 10-I-1981.

 

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