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Blanca Cecilia

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Gratas sorpresas se lleva el escritor cuando, como en el caso de Blanca Cecilia, lectora insospechada, descubre revelaciones que jamás había imaginado. ¿Escribir para quién?, es la pregunta intranquila que suelo formularme en mis ratos de incertidumbre, cuando pienso que al paso que lleva el mundo los lectores se agotan con la misma velocidad con que aumenta la frivolidad. Leer, leer con placer y raciocinio, no es una disposición de los tiempos modernos.

El problema del escritor no está tanto en saber para qué escribe, si ese ejercicio por sí sólo es un tónico para la inteligencia y un bálsamo para el corazón, sino en averiguar si sus palabras tienen destinatario y cumplen algún objetivo social. Se escribe para curar el hastío y ensanchar el alma. Se escribe para huir de los mediocres. Los libros y el simple garrapateo en los periódicos, siendo canales idóneos para la transmisión del pensamiento, se convierten en medios inmejorables de comunicación humana. ¿Pero el público sí recibe los mensajes, los digiere, los controvierte?

Ninguna vanidad me acompaña al narrar aquí un episodio personal que se vuelve motivador para mis colegas periodistas y escritores sobre la reali­dad de gentes escondidas que nos siguen los rastros. No hay ningún afán publicitario, sino un pretexto para estimular el penoso oficio de quienes escribimos para el grueso público.

Blanca Cecilia, lectora anónima que coincide con mis puntos de vista, quiso conocerme en persona. Había visto en el periódico la referencia sobre un libro mío que deseaba adquirir, lo que se convertía de paso en un acceso al autor. Supuso que me localizaría en El Espectador, donde me creía redactor de planta o contertulio habitual. Pero en dos llamadas sucesivas resulté allí desconocido. Con el tercer interlocutor obtuvo la certeza de que el columnista no era ningún fantasma y que además sería de fácil localización.

Mi incógnita lectora, que desde ya me producía inquietud, quedaba pendiente de mi llamada. Pero ésta sólo era posible a horas fijas, lo cual, sonando a misterioso, hacía crecer la fantasía. Dar con Blanca Cecilia fue más difícil que ella comprobar mi existencia.

Como su teléfono no contestaba, había que pensar en la trampa burlesca con que el público, protegido por el anonimato, se ríe de nosotros los pobrecitos escribidores de que habla Larra. Con bromas semejantes nos arman deliciosas aventuras y luego nos castigan por cándidos. Pero como la provocación puede más que la prohibición, no tardé en descubrir la residencia. Era una casa silenciosa y hermética, sin nin­guna señal de vida.

*

Al fin se entreabrió el postigo. Luego apareció la borrosa silueta femenina que se negaba a dejar de frente el rostro de la dama. Algunas hebras doradas de la abundante cabellera flotaban en el aire y una sugestiva mujer inquisidora, en esta Bogotá de las sorpresas y los peligros, más suspenso le creaba a la escena.

Me identifiqué, y ella se mostró solícita. Fue como si las sombras de la mansión se hubieran iluminado. Y seguí.

Blanca Cecilia es una anciana invá­lida que vive solitaria en un palacio, colosal para su soledad. Maneja con maestría la quietud de sus miembros atrofiados y tiene incluso horas establecidas para deambular, abandonando la silla y las muletas, por un espacio seguro de su tranquilo territorio. Ella misma se prepara  los alimentos y mantiene en orden y armonía el ambiente doméstico. “¿Para qué empleadas del servicio si éstas no se consiguen y son un problema mayor que tenerlas?”, argumentó.

Sería, por estos indicios, una mujer afligida y neurótica. Tal vez una excéntrica millonaria que, como Howard Hughes, se mantiene aislada de los contagios y la gente. ¡Nada de esto! Es una septuagenaria inválida —ya a esta edad la mujer confiesa sus años— que se ha quedado sola y sin embargo vive alegre y saludable. A pesar de su postración física hace ejercicios circulatorios por la casa (y por eso la hora de pasar al teléfono es restringida).

Quedé sorprendido con su vitalidad y su entusiasmo. En su cuerpo y en su espíritu la senectud está derrotada y la supervivencia, garantizada. “Hasta los cien años”, me dice con optimismo. He aquí el personaje íntegro, el anciano glorioso que pregona Gonzalo Canal Ramírez en su libro Envejecer no es deteriorarse.

¿Su secreto? Ya lo habrán adivinado los lectores que siguen el relato, de pronto por camino equivocado. Mi recién descubierta amiga es lectora voraz. Sus horas de soledad, que para otros son catastróficas, Blanca Cecilia las llena de lecturas exquisitas y música selecta.

Conforme recorro los estantes de su biblioteca surgen en envidiable profusión los clásicos de todas las épocas. La feliz señora, una brillante excepción en nuestro mundillo de mínimos lectores, se emociona hablándome de libros y personajes y se detiene en pasajes enteros que la apasionan y no le permiten declinar el ánimo.

Cuadros, porcelanas, diversas expresiones artísticas refulgen en el espacio encerrado y mágico que el mundo externo ignora y son el marco ideal de su alma en constante combustión espiritual. Me muestra de salida el arrume de periódicos. “El Espectador –me dice– es mi solaz diario. Yo distingo a los columnistas, califico sus escritos y diferencio los estilos. Vivo las emociones del periodismo y los libros…” Salí complacido con su ejemplo y me propuse compartir con mis lectores tan saludable experiencia.

*

¿Para quién se escribe?, fue la pregunta inicial. El desconsuelo de la escritura, que a veces nos golpea, tal vez no existiera si pensáramos en las Blancas Cecilias, recónditas hadas madrinas que todos tenemos vigilantes en las vueltas del camino.

El Espectador, Bogotá, 10-XII-1984.

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