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Memorias de Adriano

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Entre 1924 y 1929 Marguerite Yourcenar escribió por primera vez la novela histórica Memorias de Adriano. Luego quemó los manuscritos, al no quedar satisfecha. La autora tenía 25 años de edad. Vuelve a emprender la tarea, siempre con desfallecimientos, entre 1934 y 1937.

En este último año hace para el libro una serie de lecturas en la Universidad de Yale y, destruida otra vez parte de lo escrito, decide salvar algunos pasajes que más tarde someterá a nuevos arreglos.

Viaja en 1939 a Estados Unidos y deja en Europa el borrador con la mayoría de las notas. Abandona el proyecto hasta 1948. Y quema los apuntes tomados en Yale por parecerle inútiles. En diciembre de 1948 recibe de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad.

En­trega al fuego, en varias noches de impaciente escrutinio, buena parte de esos archivos, como queriendo liberarse de una carga agobiante. Pero al aparecer en una hoja a punto de extinción el nombre de Marco Aurelio, descubre un fragmento del manuscrito perdido y la asalta la decisión de reescribir el libro tantas veces interrumpido, costare lo que costare.

«Me complací —dice— en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría.» En 1951 da por concluida la obra. Habían transcurrido 27 años desde la iniciación del proyecto y ahora la autora tenía 48 años de edad. Curiosamente, es la misma edad en que Umberto Eco escribe su famosa novela El nombre de la rosa, también con fondo histórico, que se disputa con Memorias de Adriano las preferencias de los lectores.

«Hay libros a los que no hay que atreverse hasta haber cumplido los cuarenta años», es la recomendación que hace la escritora para justificar su propio calvario. Con su ejemplo enseña a los escritores a ser pacientes, a investigar, a leerlo todo, a compren­derlo todo, a destruir y empezar de nuevo. Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera imperceptiblemente, alguna corrección».

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Tales las reglas de juego por ella practicadas. Las aprendió, como lo confiesa con orgullo, de Gustavo Flaubert, otro obrero de la palabra que sudaba sus libros con laboriosidad be­nedictina hasta hacerlos maestros.

Para Flaubert no había obstáculo en gastar una semana escribiendo y perfeccionando una sola página. Y al igual que él con Salambó, novela donde pinta el clima de Cartago, reconstruye el palacio de Amílcar y tuvo que meterse de narices en la propia historia, Marguerite Yourcenar hizo lo mismo con los escenarios romanos de Adriano.

Ella se compenetró de su personaje, lo escudriñó, investigó los más mínimos detalles del ambiente y de la persona­lidad del héroe, y luego le dio al mundo la sorpresa de este cuadro de asom­brosa precisión. Rescatar la Historia, he ahí la obsesión de los privilegiados. El verdadero artista es el que logra tomar en sus manos la dispersión del tiempo y reduce a pocas páginas (Memorias tiene 260) la complejidad de los siglos.

El imperio de Adriano es de los más ejemplares del mundo. Durante su mandato, del año 117 al 138, se reformó por completo la administración, se fomentó la industria, se emprendieron grandes obras públicas, se impulsaron las artes y las letras y se le dio pleno bienestar al pueblo. Se le recuerda como el emperador ecuánime y progre­sista para quien la justicia constituía la primera razón, y la esclavitud, bajo cualquier forma, era abominable. Los impuestos se mesuraban y la gente respiraba socialmente.

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Adriano se hizo experto en el cono­cimiento de los hombres y por eso supo dirigirlos. Rara vez se da, como en su caso, el acierto del gobernante-filósofo.

Memorias de Adriano es el libro del gobernante. Del buen gobernante.  Obra de singular maestría, sabia y poética, que le hacía falta a la humanidad. Los mandatarios de las naciones deberían copiar de ella las normas fundamentales para bien gobernar. En este modelo de brevedad y elocuencia —un reto a los volúmenes farragosos e inútiles— la autora nos muestra el arte de vivir y convivir, el secreto que se ha olvidado.

El Espectador, Bogotá, 13-V-1985.

 

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