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Violencia en los estadios

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Treinta y ocho fue el número inicial de muertos que dejó el fanatismo por el fútbol en el estadio Heysel de Bruselas. Los cables ha­blan además de 100 o 150 heridos graves, situación que hará crecer la tragedia.

Una hora antes de enfrentarse los equipos Liverpool de Inglaterra y Juventus de Italia por la conquista de la Copa Europea de Fútbol, en un estadio con 70.000 aficionados, cientos de bri­tánicos ebrios se dedicaron a hostigar a los hinchas italianos instalados en los alrededores. El disturbio, ya en plena efervescencia, se agravaba con el lan­zamiento a los italianos de latas de cerveza, astas de banderas y toda suerte de proyectiles.

Vino luego el caos. Un tramo se derrumbó por la presión del tumulto y muchos de los espectadores en fuga quedaron atrapados, hasta producirse la muerte, bajo las pisadas de la multitud exaltada. Puede decirse que los ingleses, los inventores del fútbol, han causado con este episodio la mayor deshonra para su tradición deportiva. Le han dado sepultura al fútbol.

La primera ministra Margaret Thatcher se muestra avergonzada y compungida por este oprobio que cae sobre su país. Esto es mucho más sensible para la sangre inglesa, por tratarse de uno de los pueblos más civilizados y altivos del mundo.

Para explicar este descontrol produ­cido por unos momentos de brutalidad colectiva habría que entender lo que representa el fanatismo, cual­quiera que él sea, como instigador de las bajas pasiones. No eran seres racionales los que asistían con euforia al sano pasatiempo, sino fieras domi­nadas por el alcohol y el arrebato, dispuestas a matar o hacerse matar.

Hasta tal grado llega el hombre cuando se vuelve animal. Los ídolos de las muchedumbres –cantantes, futbolis­tas, boxeadores, políticos, toreros… –  hacen desbordar la sensatez y producen histeria en los fanáticos. La obsesión desquicia la conducta. Y la idiotez mata, ya se ve.

Lo que debe ser un espectáculo de colorido y suspenso, y jamás un esce­nario del odio, queda degradado cuando el instinto rastrero, incapaz de enno­blecer las emociones, se apodera de las masas. La violencia tiene muchos rostros y este del deporte, que no siempre se descubre, causa nume­rosos descalabros.

Un desastre de la magnitud descrita retumba en el orbe entero. Sin embargo, deja de registrarse lo que sucede a todo momento en los estadios. Hay violencia desde la rebatiña por los boletos hasta las ofensas para quienes no comparten la misma afición. A las damas se les denigra con vocabulario procaz que se pretende galanteador. Al vecino se le incomoda y se le insulta. Se exhiben los peores modales, muchas veces hasta el límite de la más baja vulgaridad. No hay ningún impedimento para lanzar colillas, palos, latas y toda clase de porquerías, comprendidas las verbales, bajo el impulso del licor o la droga.

La violencia de los estadios es de­sastrosa porque es incontrolable. Las mismas autoridades no saben cómo reprimir el consumo de bebidas alcohó­licas y muchas veces lo estimulan. Son recintos de incultura y crueldad. A las multitudes, cuando se desbocan, nadie las detiene. El fanatismo es ciego en la política, la religión o el deporte. En los estadios, como en las plazas, se vive el peor sectarismo.

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Lo ocurrido en Bélgica es un suceso más en esta cadena de desenfrenos colectivos. Se trata de una furia homi­cida que humilla la noble causa del deporte. En Colombia hemos lamen­tado varias desgracias similares (Bo­gotá, Cali, Bucaramanga…) y todavía no estamos curados. No asistir a esta­dios ni a concentraciones populares es buena fórmula para defender la paz y la supervivencia.

El Espectador, Bogotá, 11-VI-1985.

 

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