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Vitrina de Colombia

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Cúcuta se enorgullece de ser la cuna del general Santander, cuya casa natal se conserva como precioso monumento que atrae la admiración de los turistas. La plaza principal se denomina, por lógica, Parque San­tander. Los cucuteños comentan con timbre de orgullo que fue aquí donde Bolívar y Santander riñeron por primera vez.

La ciudad cuida con esmero otros testimonios históricos que le dan dimensión a la vida regional, como el templo donde se reunió el primer Congreso de la Gran Colombia en 1821; los restos de la capilla de Santa Ana, donde fue bautizado Santander; la casa de Gobierno, conocida como La Bagatela, residencia del vice­presidente Nariño durante las se­siones del Congreso y asiento del órgano ejecutivo de entonces; y no se han olvidado del célebre Tamarindo —que aquí se proclama con mayús­cula solemnidad—, el árbol patriar­cal, todavía adusto y frondoso, bajo cuya sombra deliberaban los constituyentes en las tardes calurosas de 1821.

El recuerdo de doña Juana Rangel de Cuéllar, fundadora de la ciudad, se mantiene vivo en el afecto de los vecinos. Esclarecida dama pamplonesa, rica y generosa, que donó el 17 de junio de 1733 buena extensión de tierra para fundar la rústica población que con el tiempo sería el pujante centro de la actualidad.

Otro título que los habitantes en­dilgan a su urbe es el de Vitrina de Colombia, y buena razón les asiste. El establecimiento de la zona franca en momentos de gran prosperidad económica por el comercio con Venezuela trajo los beneficios del impulso aduanero que significa poseer, en la propia tierra, el nervio de las importaciones y ex­portaciones y las ventajas del almacenamiento y procesamiento de mercancías con exenciones arance­larias.

El flujo de venezolanos a la ciudad en épocas en que el bolívar era moneda fuerte determinó un gran auge del comercio cucuteño, que tal vez no se repetirá. Floreció entonces una plaza palpitante y abarrotada de negocios, con una vigorosa red hotelera —encabezada por el tradicional Hotel Tonchalá— y el ingrediente indispensable del tu­rismo halagador y bien explotado.

La caída del bolívar le hizo cambiar el rumbo a la ciudad. El estrépito fue fenomenal. Los negocios se de­rrumbaron. Comenzaba la depresión económica de la que to­davía no se repone la gente. Sin embargo, ya se han superado los estragos iniciales. El tiempo se en­cargó de curar, mediante el auxilio de políticas oficiales y la aparición de otras fórmulas fronterizas, las heridas que había producido el cataclismo. Pero Cúcuta, ciudad sin industria, sigue pasando momentos difíciles.

Esto de Vitrina de Colombia es evidente. Tal vez ningún otro sitio del país exhibe sus mercancías con el arte que aquí se practica. Es todo un placer recorrer el centro de la ciudad admirando el gusto y la maestría con que se adornan las vitrinas y se or­ganizan los locales. Se nota en esto la vocación turística que se mantiene como un estilo natural.

Existen proyectos ambiciosos que demues­tran la fe de los cucuteños en el futuro. El Hotel Casino Internacional, obra de gran envergadura y que se halla en sus toques finales, es reve­ladora de lo que persiguen sus diri­gentes para conservar el alma tu­rística.

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Cúcuta tiene cosas curiosas. Una de ellas consiste en la eliminación, en su nomenclatura, de las carreras. Aquí sólo hay calles y avenidas, caso único en Colombia. Su arteria más importante es la Avenida Cero. Es el cordón umbilical de la plaza. A los cucuteños les gusta jugar con el cero. Lo consideran signo cabalístico. Al cero le agregan letras en la vías adyacentes a la célebre avenida (cero A, cero B, cero C…). Y no contentos con esto se inventaron la calle 00 (doble cero). Vean ustedes esta di­rección que debe de quedar cerca del limbo: calle 00 número 0A-10.

Francisco De Philippis y Humberto Ovalle, personajes locales que conocen con toda propiedad las ca­racterísticas y los altibajos de su tierra, me comentaban, para explicar el caso curioso de esta es­pecie de idolatría, que los cucuteños partieron de cero después del te­rremoto de 1875. El cero volvió a golpearlos en la caída del bolívar. Siempre viven en trance de surgir de la nada absoluta. Por eso, el cero es para ellos un signo de muerte y resurrección.

El Espectador, Bogotá, 2-IX-1986.

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