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Archivo para lunes, 31 de octubre de 2011

Derecho a morir dignamente

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La persona moribunda necesita morir como la persona somnolienta necesita dormir, y llegará el momento cuando es inútil y erróneo tratar de resistir. Stewart Alsop 

En 1979 doña Beatriz Kopp de Gómez fundó en Colombia, asesorada por un respetable grupo de sacer­dotes, juristas y médicos, la Funda­ción Pro Derecho a Morir Digna­mente, entidad sin ánimo de lucro que busca crear la conciencia de la muerte digna y evitar la prolonga­ción inútil de la vida y el sufrimiento innecesario del paciente. Este pro­pósito, que el asociado expresa li­bremente y en completo estado de lucidez mediante un documento firmado ante testigos, será obede­cido, llegado el caso, por familiares, médicos, abogados y clínicas.

En dicho documento, que recibe el título de «Esta es mi voluntad», la persona manifiesta:

«No temo a la muerte por sí misma, pero sí temo a las miserias de la enfermedad, de la dependencia y del dolor sin espe­ranza. Temo también a abusar invo­luntariamente del amor, de la pa­ciencia y de la abnegación de mis familiares y amigos. Si se presentare una situación en que no hay espe­ranza razonable de recuperación de enfermedad física o mental, pido que no se mantenga mi vida por medios artificiales o por ‘medidas heroicas’, y que se me administre piadosamente toda medicación o recursos necesa­rios para aliviar mis sufrimientos».

Es actitud decorosa frente a cualquier enfermedad crítica o terminal, cuando el paciente, que ya no tiene esperanzas de sobrevivir, se acoge a esta fórmula humana. Alargar la vida en tales condiciones, aparte de los gastos por lo general onerosos que esto significa, crea un calvario para el enfermo y sus fami­liares y amigos.

Cosa muy distinta es la eutanasia, que aunque también procura la muerte sin dolor, suprime la vida por sistemas científicos. En el caso que se comenta, que no riñe ni con la ética médica ni con la ética eclesiás­tica, la persona se anticipa a rechazar los recursos artificiales o las llamadas drogas heroicas para una enferme­dad incurable.

Me contaba un sacerdote la situa­ción de una familia pobre que había tenido que salir de su casa de habi­tación y endeudarse más allá de sus posibilidades, en el intento de recuperar la salud del jefe del hogar, condenado a una enfermedad defi­nitiva que, aunque calmada por días, tuvo su desenlace dos años después, cuando ya todos habían quedado en la miseria y habían tenido que padecer los rigores de la lenta agonía.

Loable labor la adelantada por la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente (Apartado N° 89314, Bogotá), que cada vez penetra más en el interés de los colombianos convencidos de la que debe ser rea­lidad amable de la muerte. Es preciso desterrar tabúes y evitar sobresaltos.

El Espectador, Bogotá, 19-IV-1987.  

 

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Lunares de Bogotá

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay que aplaudir la eficiente labor ­que viene cumpliendo el alcalde mayor, doctor Julio César Sánchez García, para recuperar el centro de Bogotá con motivo de los 450 años que cumple la ciudad en 1988. Esta, que debiera ser la cara más atractiva de la capital, se ha convertido en lugar deteriorado, inseguro y antiestético y reclama una mano de rehabilitación,

Existen otros frentes, dentro del gigantismo arrollador, que reclaman mayor acometida de las autoridades para que Bogotá sea la urbe progresista y humanizada que todos deseamos. Es preciso borrar o por lo menos limar ciertos lunares que afean a Bogotá y crean sufridas incomodidades, como los siguientes:

*Ruido infernal.  Es difícil encontrar una ciudad más bulliciosa y perturbadora. Las bocinas de los carros, utilizadas no como instrumento racional e inteligente sino como desfogue de ira y despotismo, hacen en ocasiones insoportable la vida capitalina. Bogotá es hoy una ciudad de sordos y neurasténicos, estado al que se llega poco a poco en medio del estrépito de esta caldera de ruidos y desenfrenos que mantienen envenenado el ambiente.

*La anarquía del tránsito. Buses atestados de pasajeros, que paran en cualquier parte y frenan el desenvolvimiento de la circulación; semáforos mal programados; lugares estratégicos que carecen de semáforo; vías insuficientes para evacuar la presión de este conglomerado explo­sivo; policías de circulación inope­rantes; arbitrariedad de los con­ductores e indisciplina de la ciuda­danía… He ahí el enredo fenomenal que nadie ha podido resolver. ¿Nos tendrá reservada alguna sorpresa el doctor Sánchez García?

*Huecos y alcantarillas. Bogotá parece un campo perforado por in­finidad de huecos y trampas morta­les. El pavimento, que debiera re­novarse a medida que el uso origina desgastes naturales, se ha convertido en artículo de lujo. Es toda una proeza el tránsito de vehículos por ciertos sectores sumidos en ver­gonzoso abandono. El robo de las tapas de las alcantarillas, acción criminal que prolifera en toda la capital, representa un grado ex­tremo de raterismo y de inseguridad para los peatones y los vehículos.

*Policías acostados. Se necesitan más policías en movimiento que acostados. Ciertos barrios exageran la instalación de estos sistemas ideados para frenar el abuso de la velocidad; construidos sin método y en cantidades exageradas, ocasionan perjuicios a la ciudadanía y a los propios sectores. La autoridad debe intervenir en estos abusos y rescatar el libre acceso a la vía pública.

*Peaje en los semáforos. Pasar por los semáforos, en algunos lugares estratégicos, es un verdadero su­plicio. Gamines y limosneros, algunos exhibiendo lacras que no tienen por qué mostrarse a la sociedad como medio de explotación, asaltan a los automovilistas en esta ola de caridad mal entendida que crea una de las imágenes más bochornosas que mostramos a los turistas extranjeros.

*Descortesía y neurosis. ¡Cuánto diéramos porque Bogotá fuera hoy la vieja Santafé, la de los modales cultos y la vida reposada! La des­cortesía, el despotismo, la crueldad, los malos tratos se han apoderado de nuestras costumbres hasta tomar el gobierno absoluto de esta urbe gi­gantesca que ya perdió sus resortes civilizados. Es necesario, señor Al­calde, tocar las fibras más hondas de la sensibilidad ciudadana para re­conquistar la dignidad y la alegría de vivir.

*

Tiene, pues, el doctor Sánchez García, nuestro dinámico burgo­maestre, todo un catálogo de do­lencias cívicas para mitigar. El suyo será un programa de recuperación de vías, de costumbres y sistemas. Hay que salvar a Bogotá física y moralmente.

El Espectador, Bogotá, 16-IV-1987.

 

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El siglo que se inicia

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Espectador cumple este año 100 años

de fundado, lo que constituye una elocuente

demostración de nuestra fe incancelable

en Colombia. Miremos hacia el porvenir con

optimismo, sin olvidar el pasado que es

legado y patrimonio de todos. Guillermo Cano.

Cuando recibí esta tarjeta con la que el periódico invita a la misa de celebración de su primer centenario, me sentí sobrecogido. Fue como si escuchara, salida de las profundidades del vil asesinato que retumbará en las incógnitas del nuevo siglo, la voz serena y patriótica de quien, sacrificado en aras de la dignidad y la razón, prolonga su fe en Colombia más allá de las balas asesinas.

Se nos fue el capitán, pero nos queda su palabra. Con su palabra vehemente condenó los atropellos para defender al hombre y con su palabra humana y justiciera ensalzó todo cuanto merecía ser ensalzado.

El Espectador cierra con la muerte de don Guillermo Cano un siglo de epopeyas. Por eso es una muerte admirable. Pocos periódicos en el mundo acumulan tanta grandeza, lucha y heroísmo. Hoy se aglutinan en esta efemérides, como en una sola guarnición, cuatro generaciones de Canos que entendieron el servicio a la patria como el supremo ideal de sus conciencias diáfanas.

Los Canos han llenado un siglo de historia colombiana. Hombres de carácter, de combate y honor, han sido inmejorables guías de esta nación que entre desvíos, debilidades y esperanzas se ha mantenido en la cuerda floja de una crisis perma­nente.

El suelo colombiano llora desolado. Nos movemos en medio de zozobras inenarrables. Nunca se había conocido tanta corrupción ni se había sopor­tado tanto menosprecio por el hombre. El sentido de la vida está pisoteado. El narcotráfico, conver­tido en el peor lastre de esta época turbulenta, corrompe cuanto toca y pretende desvertebrar al Estado para imponer sus leyes abominables.

En medio de esta profunda diso­lución, donde son pocas las voces sensatas que se escuchan y muchos los miedos que dominan el ambiente, cayó el hombre recto, el más va­liente de los periodistas, defendiendo la verdad. Y antes de caer insistía en que no era momento de titubear sino de avanzar.

Con él no ha terminado su raza batalladora. Es apenas el inicio de otras arremetidas. Si se quiere, con su muerte brotan nuevos estímulos para responder con mayor ahínco al reto de la barbarie.

El Espectador, que ha dejado de ser una época para convertirse en una estructura nacional, sobrevivirá en el nuevo centenario por encima de las fuerzas disociadoras. Este pe­riódico, que hace cien años se pre­sentó al público en débil hoja parroquial, es hoy nervio del mejor periodismo. Se hizo fuerte en medio de los dolores. Ya nada podrá detenerlo. Bañado como ha quedado con sangre de mártir, ahora fructificará con nuevas savias. Su coraza es indestructible.

*

Con sangre joven surgen vigorosos augurios para recibir el porvenir. El futuro es de optimismo, como lo pide el capitán caído. Las causas nobles tienen siempre su propia historia por escribir. Atrás quedan cien años de elocuentes realizaciones, donde Co­lombia es la ganadora y los violentos, los perdedores. Cien años de com­bates heroicos que muestran la lec­ción de las buenas siembras.

De la adversidad nace el valor para sobrevivir. No hay lucha estéril, ni mártir inútil. Que sean ustedes, los viejos y los jóvenes que en saludable fusión de experiencia y vitalidad abren el calendario del nuevo siglo, los desafiantes galeotes que empujen la nave para ponerla en el rumbo certero de otra epopeya. Vayan con Dios.

El Espectador, Bogotá, 19-III-1987.

 

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La Ciudad de los Puentes

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Honda tiene 23 puentes. Por un lado pasa el río Magdalena, impo­nente y turbulento, y por entre las calles corre el río Gualí, juguetón y musical. La carretera baja de la montaña como una saeta. La población no se divisa por parte alguna en el descenso y ésta aparece, de re­pente, metida en una hondonada, cuando ya estamos atravesando el primer puente. Tal vez a ese sentido de profundidad obedece el nombre de Honda. Aunque también puede provenir de Ondama —sin h—, que se llamaron el cacique legendario y el primitivo caserío indígena.

El casco urbano parece un barco que se desliza aguas abajo con pe­nachos de viejas construcciones y bajo el sofoco de soles torrenciales. La naturaleza quema cada vez más conforme se avanza por el precipicio, y ya en el fondo, donde el Magdalena brama como fiera encadenada, se recibe el rigor de 30 o 32 grados de temperatura, si el clima es benigno, y de 40 o 42 cuando el sol se enfurece.

Penetramos por entre puentes al corazón de la villa. De inmediato se recibe la sensación de una ciudad compacta y en declive, sostenida por fortalezas y calles de piedra y cemento. Se halla custo­diada por macizas construcciones del siglo XVI como testimonio de su pasado amurallado y de su presente turístico.

En medio de esta mezcla de piedra, cemento y metal, con ausencia de humos industriales y con evidencia de comercios esforzados, el turista se detiene ante cuatro siglos de historia. Lee, en un mensaje de bienvenida colocado por Bavaria a la entrada de un puente –siempre los puentes…– que la ciudad fue fun­dada por Francisco Núñez de Pedrozo el 24 de agosto de 1560 y que hoy tiene 40.000 habitantes. Más tarde se enterará de que Bolívar pasó dos veces por aquí, la última en su viaje hacia la muerte.

El murmullo de sus ríos suena como el eco de lejanas añoranzas. El río Magdalena, que serpentea con sus cabriolas impetuosas y que viene de oscuras travesías con sus fardos borrascosos y sus temibles encantos, recuerda las palabras de Aníbal Noguera: «Se retuerce por el Valle, oloroso a sarrapia y balsamina. Es un río frívolo. No tiene juicio. Es un río bohemio, caprichoso, que ha crecido como muchacha quinceañera de casa rica, que hace lo que le viene en gana».

El río Gualí golpeó fuertemente a la población en la catástrofe del Nevado del Ruiz. Bajó de la montaña como una tromba, cargado de pie­dras, de árboles y furor, y se estrelló contra varias edificaciones a las que dejó en peligro de derrumbarse —como hoy siguen—, habiendo arrasado humildes viviendas y cobrado entre sus pobladores a cinco o seis víctimas. Mucho tiempo duró la población desconcertada, con los naturales efectos sobre la economía local. Hoy se considera que la con­fianza se ha restablecido apenas en un 60%.

Honda es guardiana de un pasado glorioso. En viejas épocas fue la ar­teria principal de la economía del país. Por aquí llegaban las mercan­cías de Europa y de Estados Unidos con destino a Santafé de Bogotá. Además de la carga se movilizaban por este puerto los turistas ansiosos de aventuras por el Magdalena, cuando éste era en realidad nuestro río soberano. Hoy está olvidado y contaminado, y es preciso rescatarlo.

*

Es la patria chica de Alfonso López Pumarejo, en cuyo honor los hondanos levantaron un museo que lleva su nombre, gracias al em­peño del periodista Jaime Soto, también oriundo de la ciudad. Otros hijos sobresalientes de Honda son Alfonso Palacio Rudas, Pepe Cáceres y Mi­guel Merino Gordillo, actual ministro de Desarrollo.

La ciudad se encuentra intercomunicada por buenas vías con las principales ciudades del país. Sus condiciones turísticas están, sin embargo, inexplotadas. Debiera ser centro turístico de primer orden. Hoy es sitio deprimido económi­camente y estancado por falta de mayor civismo.

Los servicios públicos son deficientes y los de telefonía, en particular, acusan deplorable abandono. Se requiere, por consi­guiente, que su clase rectora encare estos retos y consiga el impulso que merece la población. Sólo así la Ciudad de los Puentes –también llamada Ciudad de la Paz– reconquistará su perdido esplendor.

El Espectador, Bogotá, 24-III-1987.

 

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Réquiem por la cultura

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Instituto Colombiano de Cul­tura nació en el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo, siendo mi­nistro de Educación el doctor Octavio Arizmendi Posada. La entidad, con cerca de 20 años de existencia, de­muestra que las obras positivas son perdurables. Fue su primer director el poeta boyacense Jorge Rojas, alma y nervio de un ensayo admirable que en Europa, en una feria del libro, le hizo ganar aplausos a Colombia por su famosa serie popular, el librito aquel de tres pesos que revolucionó la cultura del país.

Jorge Rojas, bardo universal y una de nuestras más sentidas voces líri­cas, impulsor y maestro del grupo Piedra y Cielo, y de nobles an­cestros telúricos, entendió que su deber primordial era hacer lectores. Se lanzó a la empresa audaz de en­tregar todas las semanas, por un precio increíble, una pequeña obra prodigiosa.

«De tal suerte —anunció— los hombres menos favorecidos de nuestro pueblo podrán estar seguros de que cada semana colocaremos sobre su mesa familiar un libro, no sólo de consagrados autores colom­bianos sino de valores que han en­riquecido el patrimonio cultural de todos los países y de todas las len­guas». Quienes tuvimos la suerte de ir recogiendo esta lluvia de libros, sabemos que poseemos un tesoro. Nunca, creo, nadie logrará superar la labor trascendental del poeta Rojas al frente de Colcultura.

¡Qué grandes alcances tuvo aquel bolsilibro! La colección estaba es­tructurada en series de 10 títulos de los cuales 7 eran colombianos y 3 de autores mundialmente famosos, en especial uno latinoamericano. Tra­diciones, cuadros de costumbres, poesía, teatro, cuento, novela, cró­nica, todo desfilaba por este acopio de talento. Yo me deleito hoy, mo­rosa y amorosamente, en estas pequeñas joyas que Colcultura des­continuó después de Rojas, para dedicarse a fines más elitistas y menos culturizantes. Más tarde lle­garían las ediciones lujosas, que por lo mismo han estado lejanas para la gran masa.

Y suelo hallarme con maravillosas revelaciones, con deslumbrantes pedrerías que otros no encuentran. Tal, por ejemplo, el número 114 que acabo de leer, titulado Cuentos he­breos contemporáneos (diciembre de 1973), donde cuatro narradores angustiados por la guerra pintan un horizonte dramático alrededor del naciente Estado de Israel. Uno de esos cuentos, El paseo vespertino de Yatir, es, por su belleza y la densidad de la acción, obra magistral.

Sólo deploro que mi colección haya quedado incompleta. No he logrado llenarla. Aquí anoto los números faltantes, con la confianza de que algún lector benevolente llene los vacíos: 2, 6, 7, 8, 20, 21, 66, y los que hayan seguido, si los hubo, al 154. (Avenida 19 N° 136-41, Bogotá).

*

Duele y desconcierta, des­pués de hechos tan elocuentes para la superación de los colombianos, saber que no hay plata para Colcultura. Los recursos de la entidad vienen en decadencia en los últimos años —a pesar de Belisario— y cada vez se debilitan más. El panorama es ahora sombrío: el presupuesto se agotó; el Estado, dice el nuevo director, es un fomentador de cultura, pero ésta debe hacerse desde la entidad pri­vada; no hay dinero para la edición de libros, ni para teatro, ni para coros, y menos para poetas… ¡Alto! ¿Acaso no es deber del Estado educar al pueblo? ¿El grado de civilización de un país no se mide por su capacidad de lectura, de arte, de poesía, de creación? El Japón se superó, des­pués de los desastres de la guerra, poniendo a sus habitantes a leer, a escuchar conferencias, a pensar, a culturizarse.

Dejo un réquiem por el librito de los tres pesos. Una realidad que todavía camina, polvorienta y desafiante, por los puestos callejeros. Un amigo mío conserva la colección primorosa­mente empastada en cuero, con fu­sión de varios números en un solo volumen. En este opúsculo de los tres pesos, tan comprimido pero incon­mensurable, cabe toda una época de liderazgo nacional. Época de oro. Con tres nombres cimeros: Carlos Lleras Restrepo, Octavio Arizmendi Posada, Jorge Rojas. Y con una sola dirección: el hombre.

El Espectador, Bogotá, 16-III-1987.

 

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