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Archivo para lunes, 31 de octubre de 2011

Akum, la magia de los sueños

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Gloria Chávez Vásquez es una es­critora quindiana que reside en Nueva York desde 1970, donde se graduó en ciencias del comporta­miento y en literatura hispanoame­ricana y sicología. Cuentista afor­tunada, varios de sus relatos han sido traducidos al inglés y editados en periódicos y revistas de los Estados Unidos.

Inició su carrera literaria en El Espectador y en 1971 Sor Orfelina fue escogido como el «cuento bien contado». A partir de ese momento su producción ha sido una cadena de éxitos. Las termitas, su primer libro, fue exaltado por la Unión de Escri­tores Colombianos. Vino luego Cuentos del Quindío, que recoge varios de sus trabajos iniciales. Se ha especializado en literatura infantil, con gracia y ternura. «Creo —dice— que las lecturas infantiles deben ser simples, sin los artificios que mane­jan los adultos. En lo simple hay be­lleza».

Con esa simplicidad maneja los hilos de Akum, la magia de los sueños (Ediciones Tercer Mundo), donde ejerce admirable habilidad para tejer la urdimbre de los tiempos infantiles y mezclar lo real con lo fantástico. Parece el suyo un universo alado que se moviliza, entre sutiles evocacio­nes, a través de la inocencia del niño y con un mensaje certero para el adulto, que ese es el misterio de este exigente género literario.

La manera más fácil de refrescar el alma e im­pulsar la travesía terrenal, tan llena de rudezas y sobresaltos, es conservando alma de niños. Cuando la dejamos perder, la vida se vuelve hosca y el ser se deshumaniza.

«Te repito por millonésima vez, Chichigua: desconfía de los huma­nos», es la advertencia que hace Gloria a uno de sus personajes y parece que con ella enfrentara la verdad de dos mundos: la del infante, que apenas da sus primeros pasos inciertos, y la del adulto, que ya sabe ser violento. Que aprendió la técnica de pisotear a sus semejantes y es­tropear la existencia. Sujetos ambos que subsistirán para siempre en la condición humana.

El hombre es el mayor deformador de sí mismo. Y siéndolo, todo perece en sus manos. La violencia armada, tan posesionada de Colombia, que arrastra a adolescentes sugestionados por los juegos bélicos, es el gran invento de los mayores para aniquilar la vida. Al niño se le cambia el juguete elemental y didáctico por el arma vil que dispara balas de odio y destrucción.

En este horizonte de horrores aparecen, de pronto, libros como Akum, una invitación a la cordura. La escritora quindiana ha encontrado una mina de inspiración en su propio terreno de la niñez y así se nota cuando no necesita nada distinto a ventilar sus emociones. Por eso, sus actores fluyen con naturalidad y nos invitan a no dejar evaporar la magia de los sueños.

Gloria Chávez Vásquez pertenece a la lista de los escritores que para triunfar deben irse al exterior. Par­ticipa con frecuencia en actividades de teatro en Nueva York y en dife­rentes eventos latinoamericanos de literatura. Codirectora de la re­vista Vía, canal de difusión de las letras continentales, su nombre se abre paso como una esperanza en ascenso. En Colombia no hubiera conseguido el mismo éxito porque aquí, por desgracia, poco es el es­tímulo para el escritor.

Entre sus obsesiones narrativas se encuentran las luciérnagas y las mariposas, el pretexto exacto para poner a volar sus fantasías. Su primer cuento en inglés se titula La luciér­naga y el espejo y fue editado en una antología norteamericana. Ahora prepara el libro Vanessa, mariposa mentalis y me comenta que por curiosa coincidencia existe en Colombia otra Gloria Chaves (con s), a quien ella no conoce y quisiera conocer, también amante de las mariposas y con un estilo parecido al suyo, como se deduce del material que su homónima envió a los talleres literarios de la Unión de Escritores Colombianos.

*

El país necesita esta clase de glo­rias y bien está que ellas se dividan el reino de las mariposas, que para todas alcanzan. La edad de mi re­señada —38 años—, ya en lindes de la madurez conceptual, permite ase­gurarle progresos en su decidida y laboriosa creación estética.

El Espectador, Bogotá, 6-III-1987.

 

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La colonización del Quindío

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Quindío es todavía un territo­rio sin explotar a la luz de los histo­riadores. No son muchas, en efecto, las páginas escritas sobre lo que puede llamarse el mito quindiano, que lo constituye una zona estrecha en geografía y densa en aconteci­mientos, surgida a golpes de hacha y bajo el afán descubridor del caucho y de las riquezas escondidas por los quimbayas en el fondo de una natu­raleza encantada.

Toda historia arranca de algo mí­tico, sobre todo cuando el paso de los tiempos se encarga de cubrir las le­yendas de toques de fantasía y re­toques de poesía. Explorar en los inicios de una civilización, como con habilidad y espíritu crítico lo hace Jaime Lopera Gutiérrez en este breve y al mismo tiempo penetrante ensayo, es buscar la explicación de una raza, de una cultura. Aquí es preciso hablar de cultura quindiana como algo propio, la que habiendo brotado de la madre Antioquia y luego tomado ciertas variantes en el entorno caldense, adquirió caracte­rísticas independientes.

Es el Quindío, bajo muchos as­pectos, territorio de epopeyas. Primero fue la república de los quimbayas, hombres laboriosos y forjadores de riqueza, artífices del oro y maestros de la cerámica, que dejaron oculto su tesoro como un reto para la voracidad de otras genera­ciones. Son ellos inspiradores de leyendas fantásticas, como la laguna de Maraveles, la hermana de Guatavita, o el Tesoro de Pipintá, que supone impenetrables caminos; una y otro, al igual que el Pozo de Donato en Tunja, se hicieron sin fondo para que el nombre sea víctima de su in­saciable sed de fortuna.

Vino luego la época de los enco­menderos, piratas de la abundancia y despojadores de la riqueza bien ha­bida, que finalmente se extinguieron por consunción luego de feroces enfrentamientos con los quimbayas. Más tarde irrumpiría el ímpetu antioqueño, la verdadera fuerza colo­nizadora de todo el territorio caldense, la cual, bajo el deseo de tie­rras, caucho y oro y atraída por la tentación de los cementerios indígenas, creó un imperio. Un im­perio de tales proporciones que se dividiría años después, como una aventura más de la sangre antioqueña, en lo que hoy son los depar­tamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. Tres ramas del mismo árbol, pero de diferente contextura.

El café, que es otra epopeya, vendría luego como el mago prodi­gioso que habría de sustituir las ri­quezas de los quimbayas. Una aventura, esta del café, que parece brotar de la propia personalidad del antioqueño cuando no se detiene en una sola solución y se vuelve multi­plicador de economías.

Una aventura que, para bien o para mal, representa hoy el motor más poderoso de las finanzas colombianas y que, ya en el ámbito del Quindío, le pondría cimientos a una idiosincrasia, a un estilo de vida único en el país. El café es para los quindianos su credo, su sangre, su dios, su razón de existir. Y parece que también su razón de morir.

Jaime Lopera Gutiérrez, estudioso de tiempo completo y autor de obras diversas (cuento, sociología, historia), acomete en su ponderado libro La colonización del Quindío, publicado por el Banco de la Repú­blica, la magna tarea de aportar da­tos para nuevas incursiones sobre esta historia alucinante. Exgobernador del departamento, es un ob­servador atento del proceso histórico que se llama el Quindío, tierra mítica, horizonte abierto para más investigaciones.

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Sea bienvenido su libro a la bibliografía de la región. Se trata de una obra polémica, de agudos enfoques, que se presta para mover inquietudes. A Calarcá, su pueblo, víctima de lo que él denomina localismo —»el idealismo en desuso de los grecocaldenses»—, la urge para que salga de la inercia, estado que significa, utilizando sus propias palabras, «el más auténtico y definitivo  conformismo».

Bien visto el reto, este es un aguijón que se clava sensibilidad de todo el pueblo quindiano, para que reaccione ante la inmovilidad, para que busque otros horizontes, para que se libere del tradicionalismo conformista.

El libro está dedicado a Calarcá en el primer centenario de su fundación (1986). Es un homenaje y un motivo de de reflexión. Para Calarcá y todo el Quindío.

El Espectador, Bogotá, 28-II-1987.

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Los pecados de Inés de Hinojosa

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Varios años de investigación necesitó Próspero Morales Pradilla para ambientar la que posiblemente será su obra cumbre, que acaba de poner en circulación Plaza y Janés. Si la novela es el mejor medio para in­terpretar y transmitir la historia, no hay duda de que en Los pecados de Inés de Hinojosa, relato ardiente y estremecedor como la propia protagonista, están captados con la mayor exactitud los sucesos esca­sos que escandalizaron a la reposada villa de Tunja a finales del siglo XVI.

Lugar de rezos, de frailes y sole­dad, enmarcado entre lluvias y fríos glaciales, fue escenario de esta tórrida historia de pasiones donde una mujer nacida para el amor y la infidelidad —»soberanamente bella, con un semblante de los que no pueden olvidarse», como la describe Herminia Gómez Jaime de Abadía— se convertiría en el mayor escándalo de la Colonia.

Con su hermosura y su insaciable apetito de placeres, fue doña Inés la auténtica devoradora de hombres. Todos se rendían a sus encantos, y a su alrededor giró una época de lujurias, intrigas, deshonras y crímenes.

Capitana de sensualismos y pe­cados atroces, parecía levantarse sobre la aterida ciudad como diosa castigadora de las costumbres pacatas. Era el desafío de la tentación. Las beatas pueblerinas, fisgonas y murmurantes, suponían que en su alma estaba aposentado el propio Judío Errante, diablo asustador que se sentía por las calles y hacía más terrífica la vida comar­cana.

Inés de Hinojosa escribió, con sus aventuras amorosas y su sino trá­gico, la mayor tragedia del Nuevo Reino de Granada. Poetas, histo­riadores, cronistas —y sólo un no­velista antes de Morales Pradilla— se han ocupado de esta mujer monu­mental que, cuatro siglos des­pués, flota en la imaginación tunjana como leyenda fantasmagórica. Fue, sin embargo,  personaje de carne y hueso, pero sobre todo de carne.

El peota Roberto Liévano así la invoca: Los hombres por tus besos desnudan sus puñales… / (¿Qué filtros hechiceros la lujuria pondría / entre tus labios húmedos de pecados mortales?). El Carnero, libro que recoge con mayor animación y rigor las noticias de la Colonia, nos ha trasladado la verdad picante de aquellos lejanos episodios.

El escritor sogamoseño Temístocles Avella Mendoza es autor de la novela Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa, publicada por fragmentos en El Mosaico, entre abril y julio de 1864, y que fue res­catada, para volverla libro, en 1979. Novela de breve paginaje y que logra, al igual que la extensa de Morales Pradilla, pintar el crepitante horno de pasiones de esta Tunja monacal de pecados ocultos.

Próspero Morales Pradilla, que ya ha demostrado capacidades como narrador novedoso en sus cuentos, resucita una época olvidada de su terruño tunjano. Re­construye capítulos candentes de aquellos tiempos asustadizos, con sus gazmoñerías y sus fantasmas, sus castidades y sus incontinencias, sus ermitaños y sus diablos sueltos. Es una sociedad entera, compuesta como toda sociedad por vicios y vir­tudes, la que se evoca a través de la imagen siniestra —por lo bella y pecadora— de la mestiza doña Inés, tal vez la mujer más seductora de la vida colombiana.

El sexo y sus escenas atrevidas, que se tratan al desnudo —y aquí cabe el término exacto— a lo largo de la obra, parecen significar la inten­ción del autor de designar las cosas por su nombre. O sea, el propósito de desenmascarar la hipocresía para que el pecado sea pecado. Con amenidad, humor y fidelidad histórica consigue Morales Pradilla el reflejo de la ciudad convulsionada por hechos turbulentos, la muy noble villa de Gonzalo Suárez Rendón, que Bolívar llamaría «cuna y taller de la libertad».

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Las grandes amantes de la historia y de las letras (Madame Bovary, Mesalina, Lucrecia Borgia, María Antonieta…) han dejado para la posteridad, escritas con sus vidas disolutas, hondas lecciones morales. Lo mismo sucede con Inés de Hino­josa, cuyo final violento es la mora­leja precisa con que se cierra este capítulo de la pasión fe­menina.

El Espectador, Bogotá, 26-II-1987.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.

 

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Amistad colombo-panameña

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hoy quedan pocos testigos de los sucesos que determinaron en el año 1903 la separación de Panamá como territorio colombiano. Los viejos sobrevivientes de aquella época no le perdonan al presidente Marroquín la entrega de esa zona estratégica para la comunicación interoceánica, bajo la presión de los norteamericanos, interesados en la construcción del famoso canal para su propio beneficio.

Surge así el sentido de lo que es la soberanía de las naciones, un sen­timiento espontáneo del individuo, tan respetable y en ocasiones tan pugnaz como el propio vínculo de la sangre. Las guerras entre países, a veces de nunca acabar, tienen por lo general su origen en las discusiones sobre la extensión geográfica. En el caso de Colombia frente a Panamá, capítulo candente de nuestra historia, lo que ha existido es un juicio de responsabilidades contra los gobernantes de la época. Pero el paso del tiempo se ha encargado de borrar cicatrices y hoy las nuevas genera­ciones poco saben —y parece que tampoco les interesa— de aquellos episodios de 83 años atrás.

Mucho contribuyen, para mantener la deseable armonía entre las repú­blicas, las personas que llevan la responsabilidad diplomática de los respectivos países. Hablemos de Panamá y concretamente de su embajador, el doctor Jorge Eduardo Ritter, que luego de fructífera estadía en Colombia por espacio de cuatro años, acaba de ser exaltado al cargo de embajador ante las Nacio­nes Unidas.

Entrañable amigo de Colombia, consideró, gobernado por su hondo espíritu bolivariano, que esta era su casa y así desarrolló su ponderable actividad de buena vecindad.

Fuera de lo que es la habilidad del diplomático, el doctor Ritter posee motivos poderosos para sentirse grato en nuestra tierra. No es la primera vez que ha residido en te­rritorio colombiano. Estudió en la Universidad Javeriana, donde se hizo abogado, y allí conoció a la dama colombiana María Isabel, con la que más tarde conformaría un hogar ejemplar. Sus nexos con Colombia no pueden ser más sólidos.

Su carrera pública, si bien vamos a extrañar su ausencia, no puede de­tenerse. Lo llaman responsabilidades superiores. Apenas con 36 años de vida, o sea, dueño de envidiable juventud, ya registra una trayectoria sobresaliente de servicios a su país, que se inicia como viceministro de Trabajo, luego secretario privado del presidente Royo y más tarde minis­tro de Gobierno. Con el general Omar Torrijos, su gran amigo, asumió ac­titudes de liderazgo en la vida pública. Por aquella época comenzó su amistad con García Márquez, otro indudable nexo co­lombiano.

Como hombre de cultura que es, mantuvo permanente contacto con nuestros escritores, poetas y artis­tas. Y para completar su identidad colombiana, su padre, el doctor Eduardo Ritter Aislan, fue también embajador de Panamá ante nuestro país en dos ocasiones.

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Una serie de circunstancias, en fin, que hacen deplorar su retiro. Pero nos congratulamos con su nueva distinción. Panamá contribuye así, con hombres de su categoría, a la hermandad entre países, que fue la mayor obsesión de Bolívar.

El Espectador, Bogotá, 16-II-1987.

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Misiva:

Unas líneas muy cortas para agradecerte las generosas palabras escritas en la columna de El Espectador. Desde luego no creo merecer la largueza del elogio que de nuestra gestión en Colombia haces, sino que las interpreto como una demostración de afecto que obliga a nuestra permanente gratitud. Algunos amigos nos habían hablado de esta columna pero jamás pensé que encontraría en ella tantas expresiones de cordialidad y cariño. Puedes estar seguro que lo reciprocamos de la única manera que sabemos: con un inmenso afecto y con un corazón agradecido. Jorge Eduardo Ritter D., embajador de la República de Panamá, Nueva York.

Una viuda del Evangelio

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Las notas de doña Ana María Busquets de Cano, la dolorida y al mismo tiempo valerosa viuda que parece haberse quedado defendiendo la espalda de su sacrificado esposo, destilan gotas de ausencia. Una ausencia que se hace presencia y tiene cierto tono mágico de resu­rrección, si la sombra conyugal permanece con ella, la consuela y fortifica. Admirable carácter el de esta mujer que aprendió, al lado del periodista, del humanista y del es­critor, a conjugar la vida con gran­deza y afrontar el destino con se­renidad.

Hay seres que se engrandecen en el infortunio y tal es el caso de esta dama española —colombiana de co­razón— que hace de su pena, como ejemplo para la viudez estremecida, un canto a la lealtad y al amor. Y al mismo tiempo una afirmación de la valentía. El mundo, que no será nunca de los pusilánimes —y mundo significa también evolución—, aprende a no detenerse con lecciones como las que desde su columna pe­riodística escribe Ana María sobre el corazón de las viudas. Y las escribe, con dolor, para que se fomente el amor entre los colombianos, para que se salve el honor de la patria.

Tal vez el mejor homenaje que puede hacerle al compañero de todas sus horas, incluso de las presentes, es no dejar de escribir. Nunca dejó él de hacerlo, en las buenas y en las malas. Algo me dice, en el reiterado ejer­cicio de esta vigilante columna fe­menina, que es la manera lógica de comunicarse con él, de mantener los hilos del pensamiento, de no dejar flaquear el espíritu. Y de conservar reverdecido el corazón.

Es que ni siquiera la muerte, para quienes viven compenetrados en el sublime pacto de las mutuas perte­nencias, consigue separar a las per­sonas.

Por eso, a sólo pocas horas del ho­locausto, Ana María hablaba de perdón y olvido. No se rasgaba las vestiduras, como tantas viudas en el mismo trance, ni abominaba contra los asesinos, por más sangrante que llevaba el alma, sino que rezaba una oración al Dios de los desamparados para que contuviera el furor de las bestias y no permitiera que Colombia se disolviera entre más atrocidades.

Si viéramos más allá de la muerte, más allá de las lágrimas, su protec­tor, a quien ella no cesa de invocar para sentirse valiente, le dicta estas notas de generosidad y nobleza, de pronto con alguna mezcla de ironía, para que los asesinos —estos sicó­patas del siglo veinte salidos de las entrañas del doctor Jekill y Mister Hyde— aprendan a no disparar balas torcidas.

Sorprende, en esta época de co­bardías inconfesables, que sea una mujer, una frágil y lozana mujer, la que nos enseña a ser fuertes. La que, olvidándose de su propio dolor, no se olvida del dolor de Colombia. La que desde su espacio periodístico —continuación de otra Libreta que no puede concluir— da orientaciones de moral y confraternidad. La que hecha viuda para volverse heroína, parece salir de las páginas del Evangelio con las heridas cicatrizadas y el ánimo altivo para no dejarse abatir.

Así derrota Ana María la sole­dad. Así mantiene encendido el es­píritu. Los asesinos de su marido la mirarán, desde las penumbras de sus horrendas conciencias, con pavor y respeto. Con admiración, sin duda. Miedo le tendrán a esta viuda del Evangelio que apenas armada con la sencilla máquina de escribir heredada de su maestro y confidente —y Para leer en la mañana, como se beben las gotas de rocío—, frente a ellos que tienen envenenada el alma de balas monstruosas, de noches borrascosas, los ha conturbado con su sonrisa de perdón y con su temple de espartana.

El Espectador, Bogotá, 8-II-1987.

 

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