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Archivo para lunes, 31 de octubre de 2011

Isla de Margarita

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Margarita, Coche y Cubagua son tres islas venezolanas que forman el Estado Nueva Esparta con su­perficie de 1.150 kilómetros cua­drados, de los que 933 corres­ponden a la primera. La población total, comprendida la flotante, se calcula en 300.000 habitantes, resi­dentes casi todos en Margarita.

El gobernador de las islas, Morel Ro­dríguez, cuya jurisdicción se extiende a 21 municipios, tiene como idea prioritaria sembrar 10 millones de árboles para proteger el medio am­biente y construir una bella zona boscosa —»los techos verdes» de que hablaba Neruda—, intensificando así la esencia bucólica de este jardín marítimo.

En Margarita ponen los ojos turistas de todo el mundo atraídos por los encantos naturales que allí se conservan todavía incontaminados y que brindan, al impulso de un desa­rrollo digno de admiración, todas las comodidades para disfrutar de la mejor hospitalidad.

En la crónica anterior habíamos quedado situados en Puerto La Cruz, donde tomamos el ferry que en cuatro horas nos transportaría a la zona antillana. De pronto surgió el espectáculo de un Miami en formación que desde la cubierta del barco se aprecia sugestivo. Todo revela ritmo di­námico: los edificios que parecen remontarse sobre las olas, las avenidas y autopistas que ser­pentean como hilos imantados de civilización, el imponente canódromo internacional, la endiablada montaña rusa…

El territorio progresa a paso agi­gantado. Es la isla de moda. Cris­tóbal Colón, que la descubrió en 1498, nunca pensó que cinco siglos después sería uno de los lugares más perseguidos por la apetencia viajera. Las corrientes turísticas (sobre todo las canadienses, nor­teamericanas y francesas, que entran con los bolsillos llenos para gozar y derrochar) son continuas durante todo el año y presionan el ímpetu que se ve en la moderna red hotelera, en los edificios que se levantan por todas partes, en las boutiques, en los comercios populares, en los res­taurantes, bares y discotecas…

En la misma forma en que el tu­rismo frenético se desborda en busca de diversiones, los precios se enca­recen. Hace tres años todo allí era barato. Hoy todo es caro. A pesar de su condición de puerto libre, las mercancías son costosas.

Se le bautizó Margarita en honor a la infanta de los reyes de España. Su nombre primitivo, Paraguachoa, significa en lengua indígena abundancia de peces. Fue un territorio famoso por la pesca de perlas y continúa conservando esa reputa­ción. Tiene un clima medio de 28 grados y permanece refrescado por la brisa marina. Cuenta con una diosa legendaria, la Virgen del Valle, a la que los venezolanos le rinden tributo nacional.

En Margarita el mar se gradúa al gusto de la persona, y en esto no hay exageración. En unas playas hay olas, en otras menos olas, más allá quietud absoluta. Juangriego y La Restinga, cuyos nombres su­gieren misteriosos placeres, son en verdad alucinantes. Es difícil hallar playas más sedosas y amaneceres y atardeceres más embrujados que los margariteños.

La serie de pueblitos intercomu­nicados por excelentes carreteras, con sus iglesias somnolientas, sus calles relucientes y sus tesoros coloniales, simulan un pesebre, algo medio irreal que parece su­mergido en un sueño de hadas.

Dos montículos que se divisan en la le­janía, muy bien formados, reciben el nombre rotundo de Las tetas de María Guevara en recordación de una mujer escultural que dejó ardiente leyenda en los contornos. Es una referencia geográfica, con on­dulación femenina y con insinuación de pecado, imposible de ocultar. Pero un escritor colombiano, muy notable y también muy recatado, prefirió desdibujar la autenticidad lugareña y en crónica periodística se refirió a los senos de María Guevara.

Nuestra estadía fue mucho más grata con el encuentro de tres co­lombianos residentes hace varios años en la isla, que se convirtieron en nuestros guías y tertulios inespe­rados: la pintora caldense Grace López, que estudió bellas artes en los Estados Unidos y ahora cultiva su inspiración en el sosiego del trópico; su hijo Luis Bernardo, ingeniero graduado en los Estados Unidos y empeñado en planes de urbanismo local, y Federico Gui­llermo Klinkert, eminente y anda­riego médico antioqueño (¿dónde será que no hay paisas?), que ejerce allí su profesión y además sobresale como escritor y poeta.

No cabe en esta reseña todo cuanto quisiera expresarse. Quedan recuerdos entrañables de esta aventura peregrina que ojalá usted, amable lector, comprobara con su propia experiencia, aventura que a cualquiera le reparará las fuerzas físicas y le tonificará el alma.

El Espectador, Bogotá, 4-II-1987.

  

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Por los caminos de Venezuela

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nuestro destino final, en reciente viaje de vacaciones emprendido por carretera con mi esposa y los hijos, era la Isla de Margarita, paraíso seductor al que tanta publicidad le vienen dispensando las agencias de turismo, y al que le dedicaré capítulo especial.

En esta crónica veloz que se hace sobre las carreteras venezolanas deseo captar algunas impresiones de los viajeros ansiosos que se propusieron, para conocer más y disfrutar mejor las emociones del viaje, llevar su propio vehículo, el único con placas colombianas que se vio en todo el recorrido. Fecundo recorrido de 5.000 ki­lómetros —ida y regreso— desde Bogotá, que hoy me permite trasladar a mis lectores los gratos recuerdos de esta fuga de placer, el auténtico arte del ocio de que hablaba Hermann Hesse.

Varios amigos se habían opuesto a que lleváramos vehículo colombiano. “Tendrán problemas en los retenes y los mirarán mal», nos advertían. Lo importante, decidimos nosotros, era portar los papeles en regla y saber manejar los desplantes, si en realidad ocurrían, con la necesaria habilidad para sortear dificultades.

La primera inspección se practicó a la salida de San Antonio, la despensa de  cucuteños —a donde puede llegarse sin papeles—, antes de tomar la sinuosa carretera que conduce a San Cristóbal. Revisados los pasaportes, las visas y el permiso de la aduana para introducir el carro, el agente de la alcabala —como llaman allí los retenes— nos preguntó sobre propósito del viaje y luego nos deseó, con manifiesta cordialidad y contradiciendo los temores creados por experiencias de otras épocas, agradable estadía en su país.

A partir de ese momento comenzó a aparecer el rostro amable de la hermana república, imagen que persistió a lo largo de toda la ex­cursión. En dos o tres ocasiones es­cuchamos, con emoción, vivas a Colombia, entusiasta salutación que nos hizo sentir como en la propia casa.

Pernoctamos en Acarigua, la tierra del general Páez, distante unos 600 kilómetros de Cúcuta. Habíamos disfrutado, de San Cristóbal en adelante, del confort de las carreteras que engrandecen a nuestro vecino petrolero, carreteras envidiables por su exce­lente conservación, perfecta se­ñalización y la seguridad para los automovilistas que se movi­lizan en múltiples direcciones. Un solo accidente presenciamos en toda la travesía.

Son continuos los restaurantes y las estaciones de gasolina que se hallan a la vera de las rutas. Como estamos en tierra petrolera, la ga­solina se ofrece en diferentes grados de refinamiento, al gusto del con­sumidor, y ésta vale tres veces menos de los precios colombianos. Lo mismo sucede con los lubricantes y ele­mentos afines.

El costo del turismo venezolano puede ser hasta tres veces inferior al nuestro. Un hotel de cuatro estrellas, por ejemplo —y los hay magníficos en las ciudades que visitamos—, vale alrededor de 500 bolívares —5.000 pesos colombianos— para cinco personas y con dos apartamentos independientes; el mismo servicio en Colombia es de 15.000 pesos.

Un solo peaje de cinco bolívares –50 pesos nuestros–  apareció en la travesía, en la autopista entre Valencia y Caracas, maravilloso trayecto de 160 kilómetros que se mantiene sin el menor deterioro y con las máximas condiciones de belleza y seguridad. Da gusto correr por estas vías planas y anchas, sin las trampas mortales que tantos accidentes producen en Colombia, y por entre paisajes fascinantes. En el estado de las carreteras venezolanas se aprecia el motor de la bonanza petrolera. Se notan signos de desarrollo agrícola e industrial, que convierten a Venezuela en nación previsora de su futuro, a pesar de los reveses económicos.

No se ven limosneros. No existe peligro de asaltos en las vías. Y el pito de los carros —uno de los monstruos colombianos— casi no se escucha. Son contrastes que vale la pena mencionar para buscar en nuestro país mayor grado de civili­zación.

El pulpo vial de Caracas es digno de admiración. Es un com­plejo conformado por amplias ave­nidas, airosas autopistas,  puentes aéreos que se disparan en todas las direcciones, túneles que perforan las rocas y avanzadas técnicas de ingeniería.

A menos de cuatro horas de Caracas estamos en Puerto La Cruz, emporio turístico a donde se des­plazan los venezolanos los fines de semana en apretada profusión de automóviles, en busca de mar y emociones. Allí están  ahora, en esta crónica viajera que aspira a dejar algo positivo para el turismo  desorganizado y costoso de nuestro país, estos transeúntes que así vieron al país vecino. Que fueron bien tratados y pueden certificar las bondades de la generosa hospitalidad.

En Puerto La Cruz tomamos el ferry, con el vehículo a bordo, en un barco provisto de todas las comodidades, y cuatro horas más tarde nos hallábamos en la Isla de Margarita, el horizonte soñado que ocupará la segunda parte de esta aventura caminera.

El Espectador, Bogotá, 29-I-1987.

 

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Guerrero de la paz

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El país comenzó a tomar concien­cia sobre la calidad del general Ma­nuel Jaime Guerrero Paz desde su desempeño vigoroso como coman­dante en Cali de la Tercera Brigada, donde enfrentado a la beligerante subversión del M-19 dio muestras de sus capacidades como estratega de esta guerra que mantiene hace muchos años convulsionada la vida nacional. Le tocó entonces librar duras batallas por el restablecimiento del orden en una amplia zona del país, de las más afectadas por la ola de secuestros y muertes, y si sus actuaciones habrían de marcarlo ante los comandos sediciosos, también le harían ganar el reconoci­miento de los colombianos de bien por sus valerosas y efectivas campañas en favor de la paz.

De allí pasó como segundo co­mandante del Ejército y más tarde fue designado jefe del Estado Mayor Conjunto, hasta llegar hace cuatro meses a la primera posición del es­calafón castrense: la de comandante general de las Fuerzas Militares. Ha sido la suya una carrera vertiginosa, que viene desde su paso por dife­rentes cargos de la Escuela Superior de Guerra, ganada como premio a sus méritos profesionales en la milicia y en la rama docente y a sus condi­ciones de caballero a carta cabal.

Uniendo sus apellidos, puede de­cirse que se trata de un guerrero de la paz. Su formación, en efecto, lo sitúa en la legión de los hombres li­bres que entienden el sentido de la paz como un atributo del alma; y que rechazan, por lo mismo, la garra de la violencia como un atentado contra la soberanía del individuo.

Como es además intelectual y lector incan­sable —dueño de una biblioteca formidable que le envidiamos sus amigos, abundante en textos de historia, de sociología, de humani­dades— comprende que la principal causa del hombre es la libertad, y que la violencia, que sólo genera odio y disolución, lo degrada como ser sociable que es por naturaleza.

Hay una faceta poco conocida en la personalidad de Guerrero Paz y es su profesión de sicopedagogo, que le ha permitido interpretar los fenó­menos sociales del país y buscar, con las armas que le entregó la patria, pero sobre todo con su inteligencia muy bien estructurada, el imperio de la República.

No es de extrañar, entonces, que el Gobierno le otorgue ahora el tercer sol de general. Al conquistar la má­xima presea militar, llega a la cumbre que se propuso hace 38 años, cuando se iniciaba como menudo cadete. Su carrera no ha terminado, ya que la patria espera aún mucho de su experiencia. Entra al generalato pleno con el respaldo de su tra­yectoria brillante y con el impulso de sus virtudes de hombre sencillo, amable, culto, amplio para el diálogo, alegre, optimista.

María Teresa, la esbelta y leal compañera de 25 años de vida conyugal, recibe también, para ella y los tres hijos del matri­monio, las glorias del guerrero. Ya se sabe que detrás de todo hombre importante hay una mujer inteli­gente, sin la cual no son fáciles los triunfos de la vida.

Descendiente de familia de militares, prolonga en uno de sus hijos, hoy teniente del Ejército, la tradición de varias generaciones. Pasto, su ciudad nativa, está orgullosa de este ejemplo de patriotismo y fortaleza moral que conjuga las bondades de su raza. Comenta él, con su habitual sentido del humor, que es un pastuso de Moniquirá, donde alguna vez vivió, y sobre todo por su afecto hacia la tierra de su esposa, la Boyacá de las gestas he­roicas y los castos romanticismos.

*

«La patria está grave», es frase suya que se le escucha con frecuencia cuando repasa, preocu­pado, el estado de orden público que se vive en el país. Con espíritu crítico analiza el fenómeno de la insurgencia y profundiza en las raíces sociales generadoras del clima de malestar público. Y como guerrero de la paz se duele de tanta descomposición y tanto atropello que atentan contra la tranquilidad de la nación, esta nación mutilada y sangrienta que es preciso redimir. Y lucha, con las armas del combatiente y las luces del intelec­tual, por devolvernos una patria grande.

El Espectador, Bogotá, 11-XII-1986.

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Problemas palpitantes

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pronunciamiento que hacen los jerarcas de la Iglesia colombiana, reunidos en asamblea extraordinaria, hace meditar sobre los graves con­flictos de tipo social, político y eco­nómico que golpean la vida de la nación. Es preciso que el país entero, pero sobre todo las autoridades y los partidos, sobre quienes recaen las mayores responsabilidades, tome conciencia de que Colombia, para superar las agudas crisis de todo orden que afectan su estabilidad, debe tomar un rumbo opuesto al que lleva.

«Comprobamos con pesar el cre­ciente deterioro de la situación en lo social, en lo político y en el sentido ético-cristiano de la vida», expresan los prelados, para enumerar a con­tinuación los problemas más palpi­tantes de la hora y exigir del Go­bierno y los políticos medidas urgentes y eficaces para salir del atolladero.

Si el compromiso básico, que el Episcopado antepone a cualquiera otra consigna, es el del amor prefe­rente a los pobres, estamos lejos de interpretar las angustias de las capas más necesitadas de la población. Colombia se ha desentendido de los pobres por haber perdido su vocación cristiana. Aquí se notan, más que en la mayoría de naciones del conti­nente, para no hablar del universo, las hondas desigualdades que sepa­ran a los menesterosos de los ricos, y eso explica la atmósfera de malestar que reina en el pueblo.

De la injusticia social nacen casi todos los males y no es aventurado afirmar que la subversión armada, con sus secuelas del terro­rismo y el secuestro, es consecuencia de la ineficacia del Estado para adoptar verdaderas soluciones. El actual Gobierno tiene como bandera prioritaria la de combatir la pobreza absoluta, pero se encuentra empantanado entre enfrentamientos partidistas y esterilizantes discusiones de los más altos voceros de la nacionalidad.

Mientras tanto, las ideologías ex­tremas y disgregadoras avanzan y hacen carrera fácil en el sector educativo, que debiera ser la brújula maestra para la formación de las juventudes, y en las organizaciones sindicales, preocupadas más por acabar con las empresas que por conseguir auténticas conquistas sociales. Los atentados que en los úl­timos días se han repetido contra las instalaciones petroleras, con lesiones enormes para la economía de la nación y por consiguiente para la seguridad de los trabajadores, son crímenes de lesa trascendencia que sólo caben en mentes apátridas.

Colombia está convertida en una real encrucijada. Parece una jaula de animales furiosos y, sin que a nadie le faltemos al respeto, un patio de locos. Esta cadena de asesinatos, de secuestros, de flagrante terro­rismo demuestra hasta qué grado hemos descendido al nivel de las fieras. El enceguecimiento producido por la droga y la sumisión a toda clase de tropelías, por parte sobre todo de la juventud carente de guías morales, menoscaba la armonía de los hogares.

La angustia que produce el de­sempleo, fenómeno de veras insólito en este país con tanto potencial eco­nómico, le hace perder altura a la vida y reduce la dignidad del indi­viduo. No podemos ser libres si vi­vimos bajo la esclavitud de la deso­cupación o del empleo mal remune­rado.

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Pide la Iglesia con énfasis que los políticos pongan el bien de la patria por encima de los intereses partidistas. Condena el sectarismo como virus fatal. Insiste en el diálogo como medio idóneo para fomentar la concordia y desterrar los antagonismos. Los dos partidos tradicionales, gracias a cuyo ánimo de entendimiento se habían logrado acuerdos para salvar los grandes escollos del pasado, no se ha­blan. Están ausentes de la mesa de conversaciones, como si el enfermo no estuviera grave.

«La democracia —dice el documento de la Iglesia— está amenazada en Colombia por despotismos que avanzan». Aguda crítica, sin duda. Todo un cuadro clínico, en fin, lo suficientemente explícito, sobre el que debe meditarse con serenidad y elevados propósitos a lo largo del nuevo año.

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1986.

 

El mundo de las revistas

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Aleph  y Nivel, las excelentes revistas dirigidas por Carlos Enrique Ruiz y Germán Pardo García, editada la una en Manizales y la otra en Ciudad de Méjico, amenazan suspenderse. Sostener una gaceta de cultura es tarea titánica, ignorada y desagra­decida, en este mundo materialista donde ni gobiernos ni entidades o personas particulares se preocupan, con la atención y la largueza que merecen estos menesteres, por los afanes del espíritu.

Ambos directores luchan desde sus discretas y valerosas posiciones culturales por no dejar zozobrar sus empresas. Pese a sus esfuerzos no logran ya prolongar la vida de estos órganos en agonía.

Carlos Enrique Ruiz, catedrático de la Universidad Nacional de Manizales y hasta hace poco director en Bogotá de la Biblioteca Nacional, fundó a Aleph en 1966 en asocio de un inquieto grupo de estudiantes universitarios. Luego continuó solo en la dirección y gracias a su empeño y a su vocación de sacrificio la revista acaba de llegar a sus 20 años de existencia. Que de ninguna manera debiera ser a su partida de defunción.

Es ella un mensajero de nuestra patria por diversos países del continente y llega además a manos de distinguidos escritores de Europa. Es preciso preguntar: ¿Cómo es posible que desaparezca esta bandera de la inteligencia? ¿Permitirán los manizaleños la suspensión de esta brújula que pregona tan alto el nombre de la ciudad por los aires de otras naciones?

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Nivel  nació en Ciudad de Méjico en enero de 1959. Su fundador, el poeta colombiano Germán Pardo García, la creó a instancias de su amigo el presidente Eduardo Santos. Es, como Aleph, revista de alto vuelo y dedicada sobre todo a difundir por el continente americano el nombre y la obra de los escritores y poetas de Colombia. Sin ella no se habrían conocido muchas de nuestras figuras de las letras.

Nivel es, por consiguiente, una prolongación de nuestra patria por los vientos de América. Ha realizado el milagro de 280 ediciones hasta octubre de este año. Esfuerzo denodado y poco reconocido. Pardo García, poeta excelso, nominado al Premio Nóbel de Lite­ratura, es un luchador solitario que a pesar de su avanzada edad —85 años— no quiere rendirse en su empeño cultural.

Pero sus arcas personales, que no son otras las que sostienen la revista, están mermadas. El poeta se encuentra enfermo y se siente fatigado por su larga entrega a la actividad intelectual. La pre­gunta es obvia: ¿Será sensato que se interrumpa esta embajada cultural que tantos honores ha conquistado para Colombia?

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La revista Lámpara, que en for­ma esplendente nos regala ediciones de lujo bajo la dirección de Fabio Hencker Villegas y el patro­cinio de la Compañía Exxon Co­lombiana, Intercol, la Esso y otras entidades afines, ha llegado al nú­mero 102. Esta publicación se distingue por la hermosura de sus páginas, la perfecta diagramación, la selección de los escritos y la diver­sidad de expresiones que hacen de ella una fresca galería de arte.

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Manizales, veterana revista fundada hace 45 años por los bardos Juan Bautista Jaramillo Meza y Blanca Isaza de Jaramillo Meza, es admirable ejemplo de constancia. Muertos ellos, se puso al frente del timón su hija Aída, escritora oculta, y sorprendió a los lectores con su inteligencia y el tino con que ha sabido sostener la herencia intelec­tual. Es la revista en circulación más antigua del país, con 547 ediciones, que se da el lujo de no haber tenido ninguna interrupción.

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Colombia cuenta con muchas re­vistas culturales. Todas ellas cum­plen con la difícil tarea de mover ideas y elevar el nivel intelectual de la nación. Son medios civilizadores por excelencia, la mayoría ignorados por el grueso público, que contribu­yen a la magna empresa de irradiar luz, crear inquietudes y combatir la mediocridad.

El Espectador, Bogotá, 4-I-1987.
Revista Manizales, No. 548, enero de 1987.

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Misiva:

Va de nuevo para usted mi profundo reconocimiento por tanta y continua solidaridad que es aliento en el peso de cuatro lustros que lleva la revista Aleph luchando por sobrevivir ante naufragios y desventuras. En buena parte gracias a sus llamados públicos en pro de Aleph un grupo de amigos han creado la Fundación Aleph para administrar y financiar la revista. Así ha salido la número 59, rescatada casi de las cenizas. Carlos Enrique Ruiz, Manizales.  

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