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Problemas prófugos

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El caso de la remesa de gamines a Bogotá, dispuesta por un inspector de Santa Marta para limpiarle la cara sucia a la ciudad con motivo de la reunión de los mandatarios de Colombia, Vene­zuela y Panamá, confirma la costum­bre muy común de sacarles el cuerpo a los problemas. Al puntilloso funciona­rio se le ocurrió que empacando a los menores en unos vagones del ferroca­rril quedaría Santa Marta limpia de pordioseros, raterillos y gente ociosa. Quiso despejar las playas y calles de tales estorbos para darles a los visitan­tes la sensación de que la ilustre ciudad no tenía manchas. Es lo mismo que hacen muchos al barnizar las fachadas de sus casas y convivir, en la intimidad, con la mugre.

Los problemas no se resuelven ocul­tándolos o ignorándolos. Los gamines no se acabarán, en Santa Marta ni en ninguna de nuestras ciudades, trasladándolos al vecino. Alrededor de este complejo mundo de la vagancia infan­til se han devanado los sesos los soció­logos estudiando una de las mayores lacras que azotan a la sociedad. Los gobiernos son conscientes de que el mal tiene raíces muy profundas, difíci­les de cortar de buenas a primeras, y aplican distintas medidas para contrarrestar esta calamidad pública, ya que no puede hablarse de extermi­narla.

El gamín, ese personaje tan metido en nuestra idiosincrasia, es un produc­to del medio. Hay gamines porque hay subdesarrollo. Hay gamines porque hay pobreza. Hay gamines porque hay irresponsabilidad. Hay gamines porque hay delincuencia. Podría también, a la inversa, señalarse que hay delincuencia porque hay gamines. Es, en efecto, es­te tópico uno de los mayores interrogantes que deben afrontar los gobier­nos. Pero la sociedad no puede desen­tenderse de este capítulo, que lamenta­blemente se trata a veces con indife­rencia y sin la necesaria profundidad.

En nuestros centros urbanos, sobre todo, acosa esta población marginada que va de puerta en puerta pidiendo la caridad pública. Resulta, desde luego, un muestrario indeseable para exhibir, pero es preciso reconocer que es un componente de la sociedad que no puede ocultarse. También en Venezue­la, como en Panamá, como en las ciu­dades más avanzadas del mundo, existe indigencia.

Si pudiéramos solucionar el proble­ma como lo hizo el inspector de ma­rras, llenando unos vagones y trasla­dando a otro sitio este pasivo humano, no existirían dificultades y ni siquiera necesitaríamos inspectores. Este ejem­plo tipifica la conducta de mucho fun­cionario que, ante el primer tropiezo, opta por el camino más fácil y termina escapándose por la tangente. Los pro­blemas se trasladan con desconcertante ligereza de un lugar a otro, de un día a otro, de un escritorio al vecino, y raro es el funcionario realmente consciente de ellos que se resuelve a afrontarlos, a dilucidarlos, a buscarles solución.

El primer requisito para desempeñar un puesto debería ser la capacidad para resolver problemas. La política común es la de esquivar responsabilidades y dejar que las cosas se enderecen solas. Es un deplorable estado general de incompetencia con el que uno se tropieza a cada instante, lo mismo en los escrito­rios más altos que en los más modestos. No sigamos la técnica del avestruz. Y no pretendamos engañar a los demás escondiendo nuestros defectos, pues hay protuberancias imposibles de ocul­ar, y ni siquiera de trasladar.

La Patria, Manizales, 17-IX-1975.

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