Los apuros de un frac
Cuento de
Gustavo Páez Escobar
Cada vez que me veo con mi parienta Susana, me reprocha el no haber escrito la crónica sobre el matrimonio de mi primo Jairo, acontecimiento matizado con tantas peripecias como para que un Esquilo o un Sófocles, tan diestros para satirizar los aconteceres más triviales, hubieran montado una de sus tragicomedias. No ceso de explicarle que de pronto termino cometiendo imperdonables payasadas, pero a mi parienta se le ha metido en la cabeza que poseo habilidad para reproducir ese tropel de pequeños sucesos y sacarles chispa, como si fuera lo mismo ridiculizar en familia, con el ingenio que ella sí posee, los apuros de una pareja el día de su sagrado sacrificio, que trasladarlos a unas cuartillas sin que pierdan autenticidad. La disposición para este trabajo la atribuye a otras páginas que han merecido la exaltación periodística, y por más que he protestado con sobradas razones, no ha sido posible que comprenda que la vena en la literatura, si está destemplada, es un espíritu travieso que puede aporrearnos.
Jairo, mi ilustre primo, sabrá perdonar que toque ciertas intimidades, que por otra parte habrán de ser apenas las más reseñables, pues hay otras de imposible acceso, y él bien entiende por el preámbulo que, si corro el riesgo, es porque no he soportado más la cantaleta de la tía Susana, sobre todo después de la última entrevista en Bogotá, cuando me estimuló con una noche de whisky, de serenateros y de exquisitas viandas, a cambio de que me torture los sesos.
Ella, en la imprescindible vanidad con que toda dama concurre a un matrimonio elegante, desearía que de una vez la pusiera estrenando estola al lado de su no menos peripuesto marido, en la primera fila de la capilla, y que después la llevara a reventar presencia en los salones del Club Manizales. Las cosas, sin embargo, deben tener comienzo, y si ya estoy metido en los palos, es preciso que sea honesto con los detalles, para no prescindir de las infidencias, que son el ingrediente picaresco que desea ocultarse en esta clase de afanes.
Ninguna indiscreción cometeré si digo que mi querida familia, con Jairo a la cabeza, venía repicando desde meses atrás para que nuestra llegada a Manizales fuera ruidosa a fin de impresionar a María del Pilar, a quien no conocíamos, por más que el novio nos la venía pintando en cinemascope, como quien dice, de cuerpo entero. Desubicado estaría el novio que no pueda describir a su prometida de cuerpo entero, y en esto Jairo resultó excelente traductor de los atributos de María del Pilar, y acaso sólo se equivocó en cinco kilos menos, que bondadosamente atribuimos a las angustias prenupciales, pero que recobró con renovados bríos a solo sesenta días de agotada la luna de miel.
Nada de extraño tiene que las dos familias no hubieran de antemano estrechado el vínculo que se les venía encima, si al novio le había dado por ser andariego, hasta terminar proclamando su independencia en las cumbres manizalitas, muy lejos de los solares boyacenses. El encuentro, en vísperas tan ceremoniosas, necesariamente tenía que desarrollarse con nerviosismo, no sólo para el séquito que venía engrosándose desde Tunja, Bogotá y Armenia, sino también para el hogar que esperaba impaciente la fusión en Manizales.
Llegaron las venias, los apretones de mano, las sonrisas fingidas, los ósculos desabridos y todo ese prurito de naderías que se expresan en semejantes ocasiones. ¡Qué refinamientos, qué composturas, y cuánto protocolo empalagoso! En pocas circunstancias como en estas presentaciones afanosas se irrita tanto la naturalidad. Pero todo es asunto de entrar en calor.
No sé por qué, cuando el mundo tiende a descomplicarse, a mi primo Jairo se le ocurrió enredarse, y de paso ponernos a todos en tensión. En las alcobas del hotel comenzó de pronto a desenrollar el bendito frac —herencia de su abuelo—, que mantenía alcanforado en el fondo de la maleta. La prenda, verdadera reliquia que hubieran envidiado los lores del siglo pasado, con todas sus arandelas, fue apareciendo a nuestros ojos como una visión de épocas añejas, y a pesar de la protesta general en dos minutos se disfrazó con desconcertante desenvoltura.
Jairo tiene la ventaja de haber nacido con garbo y de poseer además garra para empresa tan temeraria. Pero a última hora, cuando ya estaban repicando las campanas de la iglesia, caímos en la cuenta de que la plancha era indispensable, y como no podía perderse tiempo, el novio debió someterse a que el planchado se hiciera sobre su propio cuerpo recién aromatizado.
Y aquí comenzó el diablo a jugarnos sucio. La abotonadura de la camisa le había quedado saltada, error que hubiera podido corregirse con rapidez si todas las manos de las damas no se lanzan a localizar el descuadre. Por fin, después de media hora, quedó solucionado el problema, aunque el novio había sido manoseado con rudeza, como si no estuviera reservado para fines más nobles. El cuello se le saltó de repente, porque tampoco le había encajado. Las mujeres tienen dedos muy delicados para superar tales emergencias, pero como en estos atropellos todas quieren intervenir a la vez, por poco asfixian antes de tiempo al nuevo mártir.
Las opiniones se dividieron, pues mientras el novio se sentía a gusto con el cuello estirado, a alguien se le ocurrió comentar que en las películas de antaño lo había visto en sentido contrario, como alas en reposo. El novio, que lanzaba chispas por todos los poros, tuvo que resolver la controversia echando a correr y dejando abandonada la comitiva. Pero luego lo encontramos en el ascensor, que él había despachado hacia arriba en medio de la ofuscación, con los pelos de punta, ante la parsimonia con que el aparato descendía ahora a paso de tortuga, porque, para colmo de infortunios, la luz se encendía y se apagaba como si estuviera coqueteando con nuestros tropiezos.
Era, en efecto, mala jugada del destino presentarse el novio con tanto retardo. María del Pilar, entre tanto, se sentía burlada, y entre sollozo y sollozo se le había desdibujado el maquillaje, aunque, como mujer previsiva, no se había olvidado de los accesorios para cubrir cualquier contratiempo. El automóvil nupcial la paseaba de un sitio a otro por los alrededores de la iglesia colmada de invitados y de curiosos, esperando que alguno de los informantes apostados en lugares estratégicos lanzara el grito de victoria.
El ascensor nos dejó en la calle y el viento frío de Manizales hizo bajar la temperatura general, pero también le recordó al padre del novio, miope de remate, que los anteojos se le habían quedado sobre la mesa de noche. Como la situación no daba para más, nos desbandamos, unos detrás del padre en tinieblas, que prefirió subir a zancadas los cinco pisos del hotel ante un nuevo apagón, y otros con el novio enfurecido que renegaba sin compasión del matrimonio, antes de tiempo, y que hubiera echado pie atrás si no lo empujamos cuesta arriba.
Una de las ventajas de Manizales, para esta clase de percances, es que sus calles empinadas propician la renuncia de una boda, y por poco sucede así, ya que el vehículo, que no estaba tan caliente como sus ocupantes, se descolgaba una y otra vez desde la mitad de la cuadra, hasta que algún combustible que convenía le inyectó las calorías necesarias para no volver a retroceder.
Jairo ha sabido siempre orientarse y nos había indicado, como seña inequívoca para llegar a la capilla, la de un Cristo con los brazos en alto, por donde debíamos desviar, pero nos tropezamos con un Sagrado Corazón con las manos cruzadas sobre el pecho, y por allá nos enrutamos, sin reparar en actitudes beatíficas que la impaciencia mal podía dejar distinguir.
Avanzando y retrocediendo, preguntando y maldiciendo —fea palabra para una noble acción, pero auténtica—, llegamos a nuestro destino, o mejor, al destino de Jairo y María del Pilar —¡hermoso nombre!— y penetramos con penachos a la capillita que casi se nos borra del mapa, en medio de la multitud rumorosa que a lo mejor llegó a pensar que el novio se había corrido, desconocedora de que mi primo Jairo es tan echado para adelante como la propia raza paisa a la que iba a unir su apellido, y ajena a las travesuras de un frac que por poco hace malograr un matrimonio que ya lleva cuatro años de bienandanzas.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 25-V-1975.