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El lascarrismo

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Como elocuente ejemplo para las nuevas generaciones debe mirarse el caso humano del profesor Leopoldo Lascarro. En el tráfago de la vida moder­na poco es el cuidado que se dispensa a estos valores que lograron levantarse, sin estruendo ni ostentación, desde modestos puestos hasta eleva­dos niveles luchados palmo a palmo y con firmeza, en el empeño de querer ser útiles a la sociedad.

El esfuerzo personal ha ido desapareciendo porque quiere conquistarse el mundo sin exponer ninguna cuota de sacrificio. Se pretende que el éxito llegue espontáneamente, como si fuera fácil vencer la incompetencia con el cerebro hueco y la personalidad enfer­ma. Y como paradoja para estos tiempos dominados por la frivolidad, hoy, más que ayer, la pelea por la subsistencia resulta menos indulgente.

Surgir en una época en que la vida es cada vez más estrecha, sembrada como se encuentra de obstáculos y limitaciones de todo orden, demanda, aparte de arrojo, una gran dosis de preparación. Estamos en la generación de la flojera, que marca una indescifrable ansia de aventura y de conquista fácil, y nos encontramos con una juventud inerme que inten­ta encarar el porvenir con las manos vacías.

La gente se olvidó que para triunfar debe aprender el arte de la defensa. Los genios no nacen por generación espontá­nea. Para salir del montón no existe otro camino que imitar a estos maestros que se van comiendo los días y que se extinguen como símbolos, y no como im­pulsores de nuevas promociones que deberían ocupar sus puestos.

La escuela de los autodidac­tos está languideciendo. Si es admirable el caso humano de Leopoldo Lascarro, es también deprimente ver la ausencia de discípulos de este gran hombre que saltó de la escuela primaria al dominio de las ciencias económicas, hasta convertirse en una autoridad, sin más profesor que su in­declinable voluntad de superación. El lascarrismo, por desgracia, es un estilo con pocos seguidores. ¡Y cuánta falta le hace al país!

A la gente no le gusta es­tudiar. Prefiere el brillo exter­no, ese barniz con que se pinta tanto profesional con títulos de relumbrón, al auténtico bagaje intelectual. La prisa del mundo aniquila la silenciosa labor de cosechar conocimientos en el reposo de los libros, la mejor universidad de la vida. Esos libros que le enseñaron al pro­fesor Lascarro la verdadera sabiduría, y que con el correr de los días le valieron la exaltación de la universidad que nunca había pisado, se han devaluado en la confusión que sufre la humanidad, tan ama­ñada con las apariencias como desprovista de mística para amaestrar la inteligencia.

«Se busca un hombre», clama un reto industrial. Es una cuña que encierra pro­fundo significado en la era mo­derna. Ese hombre, tan afanosamente llamado, está perdido. Muchos son los que llegan, pero pocos quienes poseen los requisitos de esa exigente vacante de la sociedad que termina llenándose a me­dias, porque la mediocridad ca­be en todas partes. El las­carrismo no contesta a lista, pero cuando lo hace ni siquiera se le cree.

Antiguamente la competen­cia era con los «lascarros» —sinónimo de idoneidad y rectitud—, y hoy es con los títulos, con los «doctores», con los padrinazgos que se apo­deraron de la época, pero no para hacerla mejor, aunque sí más tinturada.

El Espectador, Bogotá, 19-X-1975.

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