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No al secuestro

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En comentario de días pasa­dos se anotaba en esta columna que «los malhechores tienen montada una productiva indus­tria que se alimenta con la facilidad de obtener, a distan­cia de las autoridades, cuan­tiosas sumas que no se rega­tean». Pero, contra lo que ha sido usual y casi que se ha convertido en regla, aparece ahora una valerosa mujer, Esperanza Campo viuda de Vallejo, que se niega a negociar el rescate de su hija. Es una enérgica actitud, sin duda la respuesta más contun­dente que puede darse a los facinerosos, si bien constituye un inmenso drama de sacrificio que hiere la sensibilidad de todos los hogares de Colombia.

Es una cuota muy dolorosa para esta dama, dos veces martirizada por la bar­barie de hordas en decadencia, la de exponer la vida de su hija con un no rotundo a las pretensiones de los secuestra­dores.

Desde luego que gestos como este, por lo insólitos, sorpren­den no solo a los delincuentes, tan acostumbrados a traficar con el dolor de la sociedad desarmada, sino al país entero que presencia sobrecogido el holocausto de la madre que contribuye así patrióticamente a que cese este monstruoso estilo de violencia.

Colombia es país excep­cional. Si son tantos los fatalis­tas que solo ven desgracias por todas partes, es hora de reafir­mar el ánimo ante las inagota­bles fuentes de reservas con que contamos y que representan no solo la esencia del país que no ha perdido la fe, sino además el sostén para que las nuevas generaciones forjen un futuro digno de nuestras tradiciones.

Colombia no podrá ser sino un país demócrata que rechaza la violencia y todo intento subversivo. Las dictaduras no tienen arraigo en nuestro me­dio y siempre que han pretendi­do entronizarse han sido derro­tadas por el pueblo que sabe que el progreso solo es posible bajo la sombra tutelar de la paz.

Medellín, hasta hace pocos días sometida a la dura prueba de los secuestros continuos, ve desaparecer la violencia ante la arremetida de las autorida­des y la ciudadanía en pleno que no se dejan amedrentar y que, por el contrario, se ponen en pie de guerra para respon­der al ataque.

Se debe tener confianza en las autoridades cuando se dan pruebas de eficacia, como en el caso de Medellín, para diezmar a las bandas fratricidas. En las redes de las autoridades han estado cayendo reconocidos protagonistas de estos sucesos, y es preciso que continúe im­placable el rigor de la ley para castigar a los culpables y garantizar la tranquilidad pública. Si alguna banda desorientada se trasladó ahora a Cali, como parece, se pre­siente que su aventura ten­drá mal final, pues el país está dispuesto a terminar con el terrorismo. Se enfrenta, por lo pronto, una mujer resuelta a todo y que no dará un paso atrás en su decisión de no seguir estimulando la industria del secuestro.

Al llegar a esta parte, la ra­dio comunica que la niña ha si­do rescatada en Medellín, sin pagar suma alguna, a tiempo que dos de sus secuestradores cayeron en manos de la justicia y otros dos facinerosos fueron muertos al enfrentarse a los agentes del orden. Si el objeto de esta nota era el de ponderar el acto de valor de esta dama y alegrarnos, en alguna forma, con esta clase de resistencias que dejan, con todo, un sabor amargo por el riesgo que entra­ñan y que a todos nos duele, el desenlace no puede ser más afortunado, ni más entusiasta y solidaria la admiración que se experimenta ante este acto de heroísmo.

El país debe estar en este momento rodean­do a esta intrépida mujer que, aun a costa de su propio des­garramiento espiritual, deci­dió retar a sus verdugos —los verdugos de toda la sociedad—, rechazando cualquier fórmula de transacción.

Llegó la hora de decirle no al secuestro. Las bandas saben que el país, con las autoridades a la cabeza, está de pie para repeler el asalto. Y que no se olvide que Colombia es un pue­blo que sabe reaccionar a lempo. Ante la última noticia no puede menos de sentirse auténtico patriotismo, que se hace más vigoroso ante el ejemplo de una mujer converti­da en mártir para refrenar la avaricia. Este acto heroico merece la Cruz de Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 16-XII-1975.

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