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Los maridos de Liz

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo comenzó a crear una de las mayores idolatrías del cine después de ver La gata sobre el rajado caliente y llegó a pensar que el dramaturgo norteamericano Tennessee Williams había montado esa pieza especialmente para la Taylor. No parecía fortuito que dos de las personas que más influencia han tenido en la vida de la artista, Mike Todd y Eddie Fischer, figuraran a su lado. Los dos personajes, que quedarían incrustados en la galería de esposos de la que desde entonces pasaría a ser la gata más ardiente, por lo menos en la imaginación de la gente, contribuían a ponerle más espectacularidad al lanzamiento de la deslumbrante actriz. Y no sabían que, en el turno de las sucesiones amorosas, la historia les tenía reservados los puestos cuarto y quinto de la que hoy, quince o veinte años después, se apresta a llegar a su séptimo matrimonio.

Liz Taylor se ha casado cinco veces y es de las pocas lu­minarias que se dan el lujo –si esto puede considerarse un lujo– de repetir matrimonio con el mismo esposo. Podría asegurarse, a la inversa, que para Richard Burton representa un acto exótico el desposarse por segunda vez con la rutilante y al propio tiempo frívola diosa del sexo.

La pareja, tras diez años de matrimonio y después de haber sembrado en el mundo la sensación de dos seres felices –a lo Carlo Ponti y Sofía Loren, aunque más lógicos que estos por la afinidad de edades y gustos–, alborota un día los mentideros mundanos con la noticia de que algo comienza a resquebrajarse. Se habla en voz baja de insuperables dificultades que no logran desvanecerse ni siquiera con el ingrediente del atractivo aparato publicitario que hace crecer la bolsa ta­quillera de una de las parejas más fulgurantes del cine.

Los faroles del infierno

De un momento a otro se corre el telón que oculta los ver­daderos problemas conyugales que la pasión de la gente no ha dejado aflorar, en todo su dramatismo, a lo largo de les diez años del aparente romance donde todo no ha sido color de ro­sa. Conforme van pasando los días, se sabe que el exuberante símbolo sexual que tantos desvelos ha provocado a la humanidad ansiosa de voluptuosidades, no es la misma gata caliente que incita a la conquista de morbosas aventuras.

Los ojos de la Taylor, que alguien definió como los fa­roles del infierno, han penetrado, con invasiones irreprimi­bles, lo mismo en la desbocada imaginación de viejos caducos que ya no tienen más remedio que lucubrar pensamientos tra­viesos, que en la apetencia de jovenzuelos exaltados que se forjan insólitos deslices a la sombra, precisamente, de un tejado caliente.

La Taylor una noche se trepa por las tejas que el gran dramaturgo fabricó para espantar los pudores de una sociedad todavía mojigata y, desde la cumbre alborotada de su sexo, le enseña al mundo el estremecimiento de pasiones desvergonzadas, cuando las salas del cine comenzaban apenas a cambiar el beso fugaz de las películas por la escena sentimen­tal más riesgosa, aunque solo presentida, pues la moralidad de los tiempos no permitía exaltaciones eróticas.

Es indudable que Liz fue una de las precursoras del cine atrevido. Llegada a la cúspide de la más excitante po­pularidad, sus admiradores se reproducen a lo largo y ancho de la tierra y todos pretenden, secretamente, convertirse en sus amantes. Está ella en la época más fastuosa de su imperio femenino y se yergue ante los ojos ávidos del mundo como la diva inaccesible que solo puede tener pocos favoritos.

Sus dos primeros esposos, Nick Hilton y Michael Wilding, po­co a poco quedan olvidados, casi en el anonimato, ante el fu­ror con que se entrega y que las gentes miran con cierta com­placencia, y muchos con codicia, a sus esposos números tres y cuatro, los señores Todd y Fischer.

La muerte trágica de Todd corta un idilio en plena efervescencia, pero la historia de la actriz, que no se detiene, consagra al poco tiempo una nueva figura para su ansia sentimental: el cantante Eddie Fischer. La pareja así conformada, en cuya suerte influye sin duda una jugada del destino que saca bruscamente de esce­na a Todd, da origen a persistentes murmuraciones. Liz-Fischer, la nueva fórmula que recorre los montajes cinematográficos y hace noticia en los periódicos del mundo, se mantie­ne en el favor público gracias a los ingredientes de escán­dalo de que ha sido inyectada, pues se dice que Liz no tu­vo reatos en robarle el marido a su amiga íntima, y esto re­sulta buen combustible para el fanatismo.

La devoradora de hombres

Por aquellos tiempos Liz Taylor está llegando al pinácu­lo de la gloria. Sus películas se cotizan cada vez con mayo­res éxitos y provocan la excitación libidinosa de multitudes frenéticas que siguen con impaciencia el curso de los escán­dalos amorosos, con la oculta tentación de que a cada cual pudiera corresponderle algo en el turno de la sucesión ro­mántica.

Sueñan con imposibles complacencias dentro del triturante reparto de sexo que proporcionan las películas de la artista, que quisieran gozar en la vida real, y terminan in­mortalizando, si es que acaso la pasión efímera puede alcan­zar esos ribetes, a la diva ambulante que recorre todos los escenarios y suscita alocados sentimientos.

Ella exhibe en estos años de sus opulencias primaverales lo mejor de sus formas, atravesadas por el hálito de la voluptuosa diosa de la carne que se forja su nicho de indiscutible exponente femenino.

Es la auténtica devoradora de hombres –a lo María Félix en Doña Bárbara– que no deja quieta la paz otoñal de las conciencias y que desencadena vientos tempestuosos en una de las épocas más vehementes del celuloide, donde alterna la magia del hechizo femenino con la provocación morbosa que desconcierta a los moralizadores del ambiente público.

El cine, monstruo incontenible que va transformando en pecados las más refinadas virtudes, se apodera de las multitu­des. Desde otros estrados campean, con iguales desbordes, lu­minarias como Sofía Loren, Gina Lollobrígida, Marilyn Monroe. El mundo, que no conocía tales arrebatos, rompe sus moldes tradicionales y se lanza en conquista del embrutecedor espec­táculo donde la imaginación colectiva enaltece monumentales estatuas de carne. Es una lujuria desenfrenada que sacude los recovecos de la conciencia y que da al traste con las virtudes públicas.

La fusión Liz-Burton

En esta ruleta de las pasiones le corresponde el turno al flamante Richard Burton, el apuesto inspirador de papeles estelares que tantos apetitos viene provocando entre las mujeres. Su fama se acrecienta cada vez que personifica una nueva escena. Es de los galanes favoritos, y acaso el más descollante de la época, que se da el lujo de hacerse per­seguir del bello sexo. Con su figura imponente establece un nuevo mito que irrumpe con magnéticos impulsos en la indus­tria cinematográfica.

A poco de su recorrido por las gale­rías de la fama, iba a quedar flechado por los ojos felinos que se disparan sobre él con desconciertos imposibles de rechazar. La fusión Liz-Burton se recibe con fruiciones gene­rosas, pues todos, hombres y mujeres de este trepidante tren de las fantasías, suponen estar representados en la nueva composición. Es, sin duda, una feliz pareja. Desafían al mundo con el mensaje de dos seres escogidos por los dioses para protagonizar, en la vida práctica, el papel de amantes perfectos que se han encontrado en el torbellino mundanal para erigirse como símbolos de sus sexos.

Las consejas de quienes pretenden tumbar el nuevo mo­numento tienen que detenerse ante la idea de que se ha con­solidado, al fin, la fórmula ideal. El matrimonio resiste du­rante años la arremetida de los dardos que le disparan de todos los sitios y es lo suficientemente sólido para con­servarse invulnerable dentro del vaivén de las fragilidades cinematográficas.

El mundo comienza a observar que también es posible la felicidad en las toldas del cine. Sofía Loren ha encontrado su remanso al lado de Cario Ponti, y Grace Kelly lleva una vida envidiable junto a su príncipe azul.

La difícil felicidad

Hay algo que llama poderosamente la atención de los exper­tos en interpretar perfiles humanos que se escapan al juicio de los profanos. Y es que nunca pareja alguna había realiza­do un cine tan puro, en el término artístico del vocablo. Marido y mujer, en la vida real, vuelcan a los pasajes de la ficción representaciones de tanta magnificencia, que los crí­ticos tienen que convencerse de la más completa armonía con­yugal.

Pero los nubarrones un día comienzan a perturbar esa paz octaviana. Son primero leves rumores sobre pequeñas desavenencias que están poniendo en aprietos la subsistencia de aquel pacto que ya muchos se habían acostumbrado a creer in­disoluble, pero que otros, menos ingenuos, sabían que tarde o temprano tenía que romperse. Richard Burton muestra los primeros síntomas de cansancio y comenta, en privado y más tarde sin reticencias, que sus perseverantes bohemias son producto de estentóreas insatisfacciones del lecho con­yugal.

La devoradora de hombres parece estar cumpliendo su destino implacable.  Encumbrada en su pedestal de diosa, pre­fiere los aires de la adulación al consumo virtual de sus genes amatorios. Algo hace sospechar que sus secreciones en­docrinas no son tan apasionadas como para alimentar pasiones excesivas.

La unión de diez años termina haciendo crisis y todo un andamiaje publicitario se entromete en la reyerta matrimonial, creando rentables expectativas. El mundo se entera, tras insistentes especulaciones, de la ruptura que era ya inevitable, y la pareja, consciente de su decadencia sico­lógica –y aún no puede hablarse de la física–, se resigna a la solución del divorcio.

Llegan los vientos estivales, con sus ráfagas heladas, para los que no estaba prepara­da. Pero, aun así, los cerebros productores de divisas se em­peñan en explotar hasta el cansancio la suposición de una far­sa sentimental, tan propicia para acrecentar dividendos.

A los pocos días la pareja celebra su reencuentro y se queman bombillas publicitarias pregonando el insólito suceso. Hay juramentos de amor, de parte y parte, y propósitos de la en­mienda, pero en la conciencia pública subsiste la duda sobre la estabilidad de la pareja que ya ha dado muestras de pro­fundas incompatibilidades. Es esta la palabra más trajinada en el diccionario amoroso cuando se quiere señalar que no funciona la comunión sexual.

El sexto matrimonio de Liz con su bohemio Richard –el único repitente en esta trapacería de glorias efímeras, y no propiamente por antojado– se desmoro­na en corto tiempo, como tenía que suceder, y rubrica el final de una de las historias más apasionantes del universo cinema­tográfico, que no resistió los encontronazos de la fama.

Uno más en la galería

Ahora se anuncian las nuevas nupcias de la incansable caza­dora de hombres, con John Warner, ex secretario de la Marina de los Estados Unidos. Para ella sería la séptima boda, todo un récord que pocas personas alcanzan, y para él la segun­da. El prometido tiene 49 años. La edad de ella dejémosla indefinida y así le haremos un obsequio a su ficción femenina.

En alguna noticia suelta se hablaba, dos o tres años atrás, de la extirpación de un ovario y de algunas correcciones plás­ticas que no quisieron revelarse. La imaginación en estos ca­sos, que suele ser tan incisiva, no puede quedarse corta para señalar redondeces que resultan inocultables, aun se trate de contornos anatómicos tan premiados por la naturaleza.

Es lo cierto que la jamona señora que hizo desbordar en otros tiem­pos emociones calientes y poner a los maridos en busca de ga­tas trepadoras, a lo Tennessee Williams, ya no puede ocul­tar su inexorable decadencia. ¿Después del séptimo matrimonio llegará el octavo? No hay quinto malo, dicen los toreros. Tam­poco séptimo marido malo, diría la vedette.

El pueblo quiere a sus ídolos y no se conforma con ver­los desaparecer así no más. Desea que permanezcan en el apo­geo y se rasga las vestiduras cuando los ve declinar. Las actrices, por ser un bien común, se prestan para ser desnudadas en público y a veces comidas a tijeretazos. Es el precio de la fama. Un título de moda, de la novelista argentina Silvina Bullrich, podría resultar apropiado para Liz Taylor: Mañana digo basta.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-XI-1976.

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Comentario:

Nota de presentación de esta crónica que hace el Magazín Dominical:

Hay fulgurantes bellezas en el mundo del espectáculo que se constituyen en noticias permanentes, no solo por sus cualidades histriónicas como actrices de cine, de teatro, de vaudeville etc., sino porque las persigue la curiosidad de las gentes alrededor de su vida conyugal. El caso de Elizabeth Taylor es bien elocuente a este respecto. Por bella, los hombres han hecho de ella un ídolo. Y la sigue una estela de romances que al­canzan máxima popularidad. Recientemente volvió a divorciarse de Richard Burton, el marido reincidente. Antes de Burton, cuatro hombres habían sido sus esposos. Y ahora anuncia que se casará con el séptimo. Sobre los maridos de Liz Taylor escribe Gustavo Páez Escobar una excelente crónica que se publica hoy en el Magazín, con profusas ilustraciones en color y en blanco y negro.

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