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¿La universidad para qué?

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El cierre de la Universidad Nacio­nal no parece coger de sorpresa a nadie, menos a los estudiantes. Has­ta última hora, según declaraciones oficiales, se hizo lo posible por evi­tar el desorden, pero la intemperan­cia de un grupo de exaltados no permitió, para la mayoría, salvar el semestre. Ya conocemos los contor­nos de siempre: primero pequeñas manifestaciones en los predios de la Ciudad Blanca; luego la pro­vocación a las autoridades; más tar­de el incendio de vehículos, y final­mente la anarquía.

Esta vez se le puso nuevo in­grediente, acaso más novedoso pero no menos sintomático de lo que sucede: fue descubierta una célula perteneciente a uno de los movimientos sediciosos del país. Y como es normal dentro del caos estudiantil, la obcecación de unos cuantos expertos en montar pequeñas revoluciones al amparo de nuestra excesiva democracia llegó a límites degradantes: la ambulancia que conducía a una parturienta fue incendiada en la vía pública, sin in­teresar a los autores el aleve atenta­do contra una mujer del pueblo y contra la nueva vida que paradójica­mente se esforzaba por volverse miembro de una sociedad traumáti­ca.

A uno de los estudiantes se le martirizó, por confusión con un detective, sometiéndolo a horri­bles vejámenes. La piedra, como siempre, hizo su aparición con alarde despótico; y media docena de vehículos ardió en los alrededo­res de esta trinchera de la insensa­tez, ante la mirada desapacible de un conglomerado que no entendía tanto abuso, y ante la morbosa complacencia de unos cuantos bárbaros que consideran estar modificando las estructuras con tales despropósitos.

Los desmanes ocurren a pocos meses de haberse puesto en marcha la nueva estrategia que garantizaría, según se afirmó, la protección de nuestro máximo centro docente. Sin dejar de reconocer los grandes esfuerzos empeñados para reprimir esta cadena de desastres, hay que admitir que el mal reviste características casi ingobernables, si de seis en seis meses suceden arremetidas de tal vehemencia que echan al suelo cuanto se ha planeado para permitir la mínima estabilidad.

Aparte de no lograrse esa base de confianza, las revueltas estudiantiles se desencadenan cada vez con mayores desbordes y con la ya establecida costum­bre de tumbar al rector en cada conflicto, y a veces volverlo ban­dera propia. En la presente emer­gencia el rector renuncia dentro de un ambiente confu­so, y cuando más se necesitaba que se salvara el principio de autoridad.

El cierre del centro docente, ya a punto de concluir el nuevo calen­dario académico, significa otro des­calabro para los sufridos padres de familia que no entienden para qué sirve la universidad. El país no sabe para qué sirve la universi­dad si en lugar de dar cultura está formando escuelas de tirapiedras. Las gentes sensatas se preguntan pa­ra qué sirve la universidad si está permitiendo que a su sombra se organicen grupos extremistas cuya única finalidad consiste en atentar contra las instituciones. Estos desa­forados jovenzuelos, muy bien ma­nejados a distancia por mentes más despejadas para el atrope­llo, serán siempre los eternos inconformes, porque na­cieron para ser parásitos de la socie­dad.

Contra las manifestaciones avie­sas de quienes suponen que la uni­versidad sirve para perturbar el or­den público y tumbar los go­biernos, deben reaccionar las in­mensas mayorías silenciosas, y por lo mismo cómplices, que ante la conflagración o el bullicio se evapo­ran y llegan a sus hogares manifestando que la universidad no sirve para nada.

Es preciso que el estudiantado consciente medite en que la univer­sidad sirve, o debiera servir, para formar la conciencia dentro de cánones decentes, por de­cir lo menos, y que no es posible in­corporarse a una sociedad digna si no hay valentía para hacerles fren­te a los desafueros de la época.

Las grandes crisis requieren gran­des soluciones. Quizás ha llegado el momento de desmontar ese mons­truo universitario, quitarle las cade­nas, desvertebrarlo y recom­ponerlo. Será operación de alta cirugía para que no vuelva a enfer­marse a los pocos días. Lo que exis­te ahora es un embeleco. Ojalá en las meditaciones que seguirán al nuevo cierre nazcan reales medidas para definir, de una vez por todas, la suerte de nuestras juventudes, que es la suerte del propio país.

La Patria, Manizales, 13-XI-1976.

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