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El Cristo contemporáneo

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La Iglesia, a través de los siglos, ha estado sometida a dificultades de diverso orden y contra ella no solo han atentado fuerzas extremas sino que tam­bién han surgido voces diver­gentes que desde sus propios predios han pretendido sem­brar la confusión y dispersar la fe. Los movimientos subver­sivos han tenido un lánguido final y, para bien del inmenso número de católicos extendido por todas las latitudes del orbe, ha sido derrotada la incertidumbre siempre que se ha in­tentado menoscabar, con insen­satez, los sólidos cimientos sobre los que está montada nuestra religión.

Esta pujante Iglesia, capitana de borrascas y la única brújula segura dentro de las vicisitudes de un mundo con­fuso como el que se desliza por las postrimerías del siglo vein­te, representa la respuesta a tanta perturbación del espíritu en tiempos como los actuales movidos por agudas crisis morales. La humanidad, tam­baleante en medio de errátiles y peligrosas filosofías, e instigada por los mensajeros del desastre que solo buscan la con­fusión de la conciencia para im­plantar el caos, no puede perder la fe en los seculares principios éticos que sostienen el equili­brio del mundo.

Acaso se argumente que en ciertas materias no ha contem­porizado la Iglesia con la evolución de los tiempos, pero no hay duda de que los fundamen­tos básicos se mantienen incon­movibles como pilares contra la desesperanza. Temas como el control de la natalidad, el divor­cio, el celibato de los sacer­dotes representan sin duda escollos que hacen abrigar temores frente a los conflictos de los tiempos modernos, em­pujados por el sello de esta época que ha variado algunos moldes tradicionales del comporta­miento.

La época actual, asediada por la duda y el descontento y acosada por los  problemas de una generación en constante crisis de valores y por las penurias físicas del mundo menesteroso, está sujeta a las arremetidas extremistas de quienes predican tiempos mejores pero sin ofrecer las fórmulas para lograrlo.

Guerras, hambres, despro­porciones sociales, falta de oportunidades para llevar una vida digna son graves inte­rrogantes que se le presentan al mundo y se quedan sin res­puestas adecuadas. Ante tales fermentos de insatisfacción surgen proclamas encendidas que pretenden, con el apoyo de teorías marxistas, que tampoco aportan los remedios, desviar el cauce de instituciones tan res­petables como la Iglesia Ca­tólica.

Hemos visto en los úl­timos días a re­ligiosos comprometidos en movimientos rebeldes, secun­dando oscuros propósitos con­tra el Estado, con la falaz promesa de cambiar las estruc­turas vigentes y solucionar todos los males. Se habla de ar­mas y pertrechos hallados en su poder y del indicio de estar sirviendo de enlace de grupos sediciosos empeñados en la caída de las instituciones democráticas.

El categórico y oportuno pronunciamiento del clero colombiano despeja el camino y fija la orientación que se ne­cesita. Han sido descalificados los sacerdotes rebeldes y se ha dado duro golpe contra quienes pretendan atentar con­tra el orden. La violencia solo trae violencia y no es con la fuerza bruta como se imponen las ideas. Si con tales gritos de rebelión se consiguiera la paz del mundo, ya estaríamos matriculados en causas como las que siguen estos clérigos sueltos. La verdad no se logra con las armas.

Resulta confortante que en medio de estos vientos confusos se escuche la voz de la Iglesia condenando la insensatez. La seguridad del Estado debe protegerse con los medios con­sagrados en las leyes. Queda muy bien definida la presencia de la Iglesia en los trastornos del momento al afirmar que ella no puede ser ni pasiva ni subversiva.

Su estructura, sujeta a los ajustes que impone el proceso de los días, debe responder a las esperanzas de la humanidad.  En los estados de angustia e incertidumbre hay que volver los ojos a Cristo, el Cristo contemporáneo que no puede permanecer pasivo ante los afanes del hombre, pero que tampoco enseña la subversión como camino para solucionar los infortunios del mundo.

El Espectador, Bogotá, 6-XII-1976.

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