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“Aguja de marear” de Otto Morales Benítez

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Indudable acierto para la Biblioteca Banco Popular lo constituye la inclusión de esta formida­ble obra de Otto Morales Benítez, distinguida con el número 97 de la serie que viene poniendo en manos del público, a precios módicos, títulos de excepcional calidad. En el año de 1969 inició el Ban­co Popular esta biblioteca con un libro de impacto: Hermógenes Maza, escrito para la ocasión por don Alberto Miramón, y el que no obstante haberse ree­ditado más tarde, al poco tiempo quedó agotado.

El doctor Eduardo Nieto Calderón, forjador no sólo de una de las instituciones financieras más sólidas y de mayor sentido social con que cuenta el país, sino además hombre de profundas raíces humanas y desvelado propulsor de la cultura, tuvo la feliz idea de poner en marcha esta empresa editorial de tanta envergadura para la superación de nuestras gentes. Dignos del mayor encomio resultan estos enfoques, sobre todo cuando los acometen entidades crediti­cias, por lo general frías y apáticas para hacer cultu­ra. La directiva actual del Banco Popular prosi­gue en el empeño de brindar a los colombianos li­bros cuidadosamente seleccionados, como el de Otto Morales Benítez de que se ocupa esta nota.

Aguja de marear entra con sobrados méritos a enriquecer los anaqueles del Banco Popular, y con ello el patrimonio cultural del país. La aparición de un libro de Otto Morales Benítez constituye un acontecimiento para el mundo intelectual, y es­to es ya suficiente desahogo para quien intenta trazar algunas líneas frente a este suceso editorial.

El literato y el político

Quienes han seguido la trayectoria literaria de Otto Morales Benítez saben que su pluma no conoce la fatiga. Hombre de irreductible vocación humanis­ta, no se da tregua en el afán de pulir la mente para desentrañar, cada vez con mayores bríos, las emocio­nes estéticas de ese prodigioso universo en que ha convertido su existencia, y que ni siquiera en la hora del combate político o de la representación pública permite que se debilite ante afanes que él mantiene subordinados.

Ahora, cuando desde distintos ángulos de la opi­nión publica se promueve su nombre para la primera magistratura del país, se mantiene invulnerable a las tentaciones del poder, y si el juego de las convenien­cias públicas lo lanzara en busca de soluciones que le reclaman sus amigos, sería violentando su mundo in­terior. El pueblo, que no se equivoca en el juicio so­bre sus líderes, sabe que en Morales Benítez existe una de las reservas más valiosas de la patria.

Autenticidad provinciana

En Otto Morales Benítez se conjugan atributos excepcionales. Formado dentro de exigentes cáno­nes hogareños, ha sido su existencia un canto perma­nente a lo más positivo que tiene el hombre, que es la familia. Resulta admirable encontrarlo siempre, así sea en las circunstancias más agitadas, en afanosa comunión con los suyos y compenetrado con lo que vale la armonía hogareña. Una per­sona que como él le concede tanta dimensión a su mundo íntimo, no puede menos de poseer grandes virtudes.

No ha permitido que su autenticidad provin­ciana, de que tanto se jacta, se deteriore a lo largo de su brillante carrera pública y de eminente figura de las letras –cuyo prestigio tiene proyecciones conti­nentales–, y se mantiene inalterable en su postura de hombre afable y descomplicado.

Conocedor agudo de los problemas del país, es­tructurado en sólidas disciplinas intelectuales, formi­dable en la tribuna, dueño de vigorosa personali­dad, sin resistencias partidistas y, por añadidura, maestro en el arte de ablandar la situación más com­pleja con una de sus jacarandosas carcajadas, su nombre se abre paso como carta ideal para colo­carla en el momento de las decisiones para la suerte de la patria.

Sentido de la amistad

Le concede importancia trascendental a la amistad. Para él tener amigos, como los tiene en to­dos los confines del país, no es una circunstancia ca­sual, sino algo que lo llena, que lo tonifica. Alguna vez le oí decir que la amistad no se da gratuitamente. Hay que merecerla. Y es que, en efecto, él nació pa­ra hacer amigos. Busca la amistad, la cultiva y la ha­ce florecer con sus portentosas maneras de entender a la gente y familiarizarse hasta con el temperamento más sencillo. Los amigos son para él tan imprescin­dibles como respirar.

En este libro recoge las notas críticas publicadas durante muchos años en su columna Aguja de marear de El Tiempo. Es el testimonio que les rin­de a sus amigos a través de la literatura. Siempre atento lo mismo a los autores que han influido en su vida intelectual que al lejano escritor de provincia, recoge en estas notas ensayos perseverantes y pro­fundos, cosechados después de mucho tiempo de ob­servación y análisis. Siguiéndoles la huella a sus amigos de la literatura, que por lo general son tam­bién sus amigos personales, deja estructurado el amplio itinerario de su propia carrera intelectual

Hay una frase de su libro que mide el hondo sentido que le brinda a la amistad:  «Los adjetivo han servido para exaltar, para comunicar la alegría estética que me despiertan las obras y los gestos de mis amigos».

Con reflexión, con absoluta convicción, pero so­bre todo con el goce espiritual que le producen las obras de sus amigos, repasa la trayectoria de escrito­res como Daniel Cruz Vélez, Fernando Gómez Martí­nez, Adel López Gómez, Lino Gil Jaramillo, León de Greiff, Jorge Artel, Édgar Poe Restrepo, César Uribe Piedrahíta, José Mejía y Mejía, Ovidio Rincón, Anto­nio Cardona Jaramillo, Humberto Jaramillo Ángel, Jaime Sanín Echeverri. Muchas de esas notas tienen más de treinta años de escritas, y sorprende, por eso, que los conceptos se mantengan frescos, como si el tiempo, que transforma y destruye, se hubiera detenido ante una pluma sapiente.

Con la mayor atención he leído, por ejemplo, los enfoques que sobre Ovidio Rincón y su libro El me­tal de la noche escribió en el año de 1943 y encuen­tro que, 33 años después, conservan plena actuali­dad. Quienes conocen la vida y la obra de Ovidio Rincón saben que perfiles como el siguiente denotan profundo escrutinio:

«En Ovidio Rincón los poemas se van hacia la angustia y el amor desolado, que lo conduce a la muerte, y hacia los temas fisiológicos que no son co­munes en Colombia. Sin olvidar, igualmente, que la provincia, la colina donde nació, le trae aportes de melancolía, de apesadumbrado recuerdo. Todo ello, como trasunto de su vigor lírico, de su alma sacudida por un gran viento de desolación».

Un varón discreto

Llegado de Popayán, ciudad que habría de ejer­cer honda conmoción espiritual en la vida del adolescente salido de su Riosucio arriero, Medellín le descubre horizontes insospechados y es allí donde consolida su vocación intelectual, que nunca iba a abandonar y que, al contrario, cada vez ensancharía con mayores entusiasmos. «Popayán –dice Armando Solano– será siempre imán para las almas artistas y para los amantes de un pasado que redime de las mi­serias presentes».

Morales Benítez, con esa llama en el pecho, irrumpe en medio de una ciudad industriosa, abier­ta a todas las inquietudes. Una generación de litera­tos, de políticos, de escritores, se forma bajo el im­pulso creador de la ciudad mecida por aires renova­dores. Y allí se encuentra, en los claustros de la Uni­versidad Pontificia Bolivariana, con el «varón discre­to», una de las brújulas que le abren la mente hacia nuevas fronteras y se convierte en impulsora de sus iniciales escarceos literarios. Es el doctor Fer­nando Gómez Martínez –su profesor de derecho cons­titucional– quien como director de El Colombiano le confía la página literaria del periódico.

Al correr del tiempo, aquel aprendiz de periodis­ta que se lanza desde Generación –página literaria de El Colombiano– y que luego tendría acceso a los principales periódicos de Colombia, con su plu­ma siempre pronta para las lides del pensamiento, encuentra justo galardón al ser nombrado –en noviembre de 1976– como presidente de Andiarios. Es el reconocimiento que le hace la prensa nacional por su devoción sin tregua a las ideas y su denodado sentido democrático.

Sea oportuno, de paso, sugerir que Colcultura, dentro de su tarea por rescatar páginas que el tiempo va llenando de polvo, y que deben re­frescarse, remueva los archivos de El Colombiano y recupere el material de aquella época, una de las más pletóricas en la vida del fecundo literato. Desde la tribuna que Fernando Gómez Martínez pone a su disposición, libra, en asocio de figuras que con el tiempo serían muy destacadas, interesantes ba­tallas hacia una revolución literaria.

Y con el paso de los días le corresponde a Mora­les Benítez el grato honor de pronunciar el dis­curso con el cual la Universidad Pontificia Bolivariana concede al excanciller, su profesor de derecho y su primer tutor literario, el grado honoris causa. Es con honda emoción con que el discípulo aprove­chado cumple tal cometido y fabrica sentida pá­gina de elogio a este discreto varón que le ha dejado huellas imperecederas.

Los dos monseñores

A Otto Morales Benítez le han correspondido grandes satisfacciones. En otra nota emocionada que escribe en 1976, expone sus añoranzas sobre monseñor Manuel José Sierra, fundador y primer rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, hom­bre de costumbres severas y aspecto rígido, y gran humanista. Por aquella época el jo­ven Morales Benítez, con el ardor de su inquieta juventud, deseosa de conocimientos, toca en las puertas de la Universidad y sale a recibirlo el padre Sierra.

Se habla de la vida de Popayán, de sus hombres re­presentativos, del momento que vive el país, y a tra­vés de esa conversación aparentemente trivial comienza el aspirante universitario a observar que de­trás del aspecto tranquilo que revela el rector, se es­conde su gran personalidad. Sale algo confuso de esa primera entrevista. Le parece que la Universi­dad, que acaba de iniciarse bajo los postulados de la ortodoxia católica, no significa la respuesta a sus in­quietudes.

Era la suya una juventud despierta que se lanza­ba a la vida entre compañeros dispuestos para la ba­talla de las ideas. Le parecía que aquella Universi­dad, con su mote de pontificia, era retardataria para conceptos avanzados. Pero el nuevo universita­rio queda desconcertado, días más tarde, cuando el rector le deja esta enseñanza: «Lo hemos admitido porque creemos que su ‘radicalismo’ nos sirve para despertar espíritu de lucha en nuestros discípulos».

En adelante le corresponde a Morales Benítez recibir las sabias lecciones que le transmite su maes­tro. Descubre en él un profundo carácter. Sacerdote convencido de su apostolado y severo con sus princi­pios, no se muestra reacio a los movimientos de la ju­ventud, y al revés, su mente es amplia y accesible a las inquietudes de los alumnos.

Morales Benítez, líder universitario, sien­te enardecerse su vena liberal y pronuncia vehe­mente discurso a la memoria del general Uribe Uribe. Hay revuelo en el claustro y todos presienten que llegará la reprimenda rectoral. Pero, contra lo que el propio orador esperaba, recibe la felicitación de su maestro que lo invita, de paso, a seguir influ­yendo en las gentes, y le recomienda al mismo tiem­po –y sin saber que le hablaba a uno de los grandes de Colombia– que ejercite la mente para provecho de la comunidad y que cada día se capacite más en la búsqueda de ideas claras y de un vocabulario prolijo que le permita llegar a las masas.

Repasando estas vivencias, hoy sabe él que en aquella figura parca no podía existir sino un talento­so orientador de su vida.

Otro de sus mejores guías es monseñor Félix Henao Botero, rector benemérito que siembra igual­mente en su alma profundas simientes. «Monseñor Henao Botero –dice– seguirá dando luz en la sombra que abre con su muerte». Hay, en el tributo póstu­mo que le rinde ante la aciaga hora de su desapari­ción terrenal, la constancia inequívoca de quien ha recibido la irradiación de sabias directrices inyecta­das en su carácter por sabios varones.

Haya de la Torre

En el turno de los privilegios –y hay que insistir en que Otto ha sido privilegiado cosechador de ex­periencias, fino observador de hombres y talen­tos–, le viene en suerte destacar un alto elogio a la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre, en la Universi­dad de América, en el año de 1957. El líder america­no representa una de sus grandes pasiones intelec­tuales. Lo seduce, sobremanera, la dimensión hu­mana del destacado luchador de la democracia, a quien califica, dentro del ámbito americano, como «el único caudillo con una verdadera vocación filosó­fica».

Para Morales Benítez el líder aprista es el proto­tipo del humanista y del combatiente público, refun­didas ambas calidades para estructurar el hombre ideal, tal como él lo concibe. Sigue en su ensayo, pa­so a paso, la trayectoria de quien, desafiando peli­gros y sufriendo cárceles y destierros, arrastra con sus ideas grandes masas de opinión no sólo en el Pe­rú sino en todo el continente. Lo enfoca como el ora­dor aguerrido y el conductor sin desmayos a quien no interesa la mala fortuna para sostenerse firme en sus principios, siempre atento al convulso proceso americano.

Se pregunta uno, desprevenido observador, si acaso en tales enfoques no está Morales Benítez afir­mando su propia raigambre. Hay puntos convergen­tes que hacen pensar que ha sido Haya de la Torre una de las figuras más influyentes en su formación. No se puede tener, en efecto, aprecio y seducción por la trayectoria política e intelectual de alguien, si no se desea imitarlo, o si de hecho no se es una personalidad similar. Y cuando las ideas, el temperamento y el estilo son equivalentes, y de pronto determinados rasgos propios, habrá que admitir que la admiración que se experimenta hacia esa persona resulta el eco de la propia indivi­dualidad.

Testimonios

Aguja de marear es el trasunto de una vida. Están ahí declaradas las raíces del hombre, del pen­sador, del político. «Escribe con sangre y aprende­rás que la sangre es espíritu», dijo Nietzsche. No hay artículo, ni tratado, ni glosa que Otto no haya escrito con sangre, con nervio, con emoción.

Este libro que lanza el Banco Popular no sólo despertará el interés que inspira toda obra del autor, sino que perfila un ciclo del hombre que corona una de las más brillantes carreras del país. Los testimo­nios que se insertan al final son el complemento ne­cesario para redondear conceptos acerca de lo que ha escrito y pensado. Hay explicaciones suyas sobre va­rios de sus libros, entreveradas con reportajes que ajustan aún más ciertas características de la persona y aportan juicios ajenos para el sereno análisis.

Este hombre llano, abierto al diálogo intermina­ble, profundo en el concepto, insaciable en sus derro­teros espirituales, que lo mismo entiende la enjundia de los grandes despachos, que abarca y admira la simpleza de los hechos menudos, sabe que lo real­mente imperecedero, por encima de cualquier honor, es el espíritu.

La Patria, Manizales, 7-VIII-1977. 
El Espectador, Bogotá, 24-V-2015.
Eje 21, Manizales, 25-V-2015.

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