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Una notaría

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

 (de la novela Alborada en penumbra)

La notaría, con sus muebles deteriorados por los años, sus empleados adustos y su atmósfera de agita­ción, es un torbellino humano convulsionado por la voracidad del dinero. Todo en su interior se mueve afanosa y febrilmente. Es fábrica de negocios. La gen­te entra y sale con precipitación, se impacienta, son­ríe la satisfacción del triunfo o llora la inclemencia del fracaso. Los papeles esconden no pocas tragedias.

La notaría octava es como todas. Los empleados escudriñan, revuelven archivos, desconfían y, finalmen­te, protocolizan, con la oculta presencia del hombre encargado de dar fe pública, la voluntad de los tra­tantes.

El ambiente se notaba jadeante y los concurren­tes pretendían cumplir al mismo tiempo sus cometi­dos. Los asientos, arrinconados contra una pared, eran despreciados. La mayoría estaba de pie, empujando al vecino y presionando, cuando no sobornando, la voluntad del escribiente.

Había esmero para determinadas personas. Aque­lla dama, desde que pisó la puerta, fue trasladada de inmediato por la secretaria al despacho del notario, al que se llegaba con dificultad por frágil esca­lera, infranqueable para la mayoría. La dama lucía pre­cioso terciopelo estrenado para la ocasión. Su sombre­ro, engarzado con piedras relumbrantes y comple­mentado por tres plumillas, le imprimían porte airoso. En su diestra, el menudo bastón que desde años atrás lo empuñaba más como símbolo de mando que como elemento de apoyo físico, separaba los pa­peles tirados a su paso, que nadie se cuidaba de recoger. Frente a la puerta entreabierta se detuvo un momen­to y, apoyada en el brazo de su acompañante, despejó el abra.

—Me complace verte, Margarita —la saludó el notario con efusión.

—También celebro el encuentro, mi querido no­tario. Este es Andrés, mi yerno, quien hace feliz a mi hija Raquel. Es un distinguido piloto y gran señor.

—Gracias, suegra.

—¿Qué te trae por mi oficina?

—Las transacciones. No vendría solo por salu­darte —agregó con jactancia—. Y tampoco vengo a confiarte mi testamento. Todavía me considero vigo­rosa.

—No pierdes tu espíritu festivo.

—Pierdo muy pocas veces —corroboró ella con vanidad e ironía, mirando alternativamente al nota­rio y al yerno.

—Bien lo sé. Tus propiedades aumentan a ritmo acelerado.

—Esta vez disminuyen. Estaba en mora de tras­pasar a mis queridos hijos uno de mis bienes. Pronto serán padres y deseo hacerles desde ahora una ofren­da. He decidido que sea suya la casa de la avenida.

—¿De cuál avenida? Tienes propiedades en va­rias.

—¡De la avenida 19, hombre! Las otras son de­masiado grandes para el matrimonio, todavía redu­cido. La que les obsequio es confortable y será decorada con gusto. Cuando la familia aumente, crecerá la mansión.

—Con suegras como Margarita la vida es gra­ta, ¿verdad, capitán?

—¡Exquisita! —paladeó éste, mirando también al­ternativamente al notario y a la suegra, con vaga son­risa que se esforzaba por aparentar natural.

—¿Dónde firmo? —concluyó Margarita, mos­trándose cansada.

—No te preocupes. En una hora tendrás en tu casa los papeles.

—En una hora, no. Envíalos mañana. Voy en seguida con Andrés a recorrer el comercio en busca de muebles y decoradores. No faltará detalle que yo no ponga. La casa se renovará. El obsequio debe ser completo.

Con su varita de fantasía empujó la puerta. Des­cendió por la caduca escalera y abordó el coche, es­tacionado frente a su principal bolsa de negocios, la notaría octava.

Andrés, dejando escapar un suspiro, prefirió no enredar la mente con ningún pensamiento.

El vehículo salió en persecución de muebles y decoradores.

*  *  *

Margarita, en los caprichos de la vejez, no pensó jamás que el furtivo amante sacrificaba momentos que le causaban repulsión, solo por mantener llena la billetera. Entre dadivosa y satisfecha, sus bienes comen­zaron a menguar, formando capital aparte en manos del astuto amigo.

El notario observaba con extrañeza pero con discreción las continuas transacciones, pero nunca se atre­vió a preguntar ni investigar el motivo que debilitaba la fortuna. Primero fue una casa. Aquella vez Horacio ascendió la escalerilla, siguiendo estupefacto, pero con mayor avidez con que lo había hecho otro día su rival en el amor, la erguida silueta de su protectora. Era en apariencia una venta común, y el notario dio cre­dulidad a la presentación del negocio. Siguió otra residencia. Los años desvanecían el acopio económico. Y Margarita, sin inmutarse, alternaba la fuga del capital entre los papeles bursátiles y la propiedad raíz. Disfrutaba de la vida y no le importaba que la ri­queza menguara, si para retener la felicidad era preciso sacrificar algo de su peculio. Acostumbrada a comprar los antojos de la vida, poca cuenta se daba de la sa­gacidad con que Horacio avanzaba.

El donjuán, desvergonzado y recatado al mismo tiempo, forzaba las circunstancias y se adueñaba de todo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 21-XII-1975.

 

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