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Soatá, Ciudad del Dátil

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El viaje de Bogotá a Tunja, sujeto en otros tiempos a una carretera lenta y mal conser­vada, se realizaba en cinco horas. Hoy se hace en dos, por una de las mejores autopistas con que cuenta el país, en per­secución de horizontes turísticos que brotan al natural y que se convierten en una de las más espectaculares atracciones de Colombia. Esa carretera, rauda y al propio tiempo trampa mor­tal para los viajeros desafo­rados, se prolongó más tarde hasta Paipa y Duitama, y de allí salieron vertientes que bo­rraron los viejos caminos hacia Sogamoso, Belencito, Villa de Leiva, Monguí y Tópaga, ha­ciendo surgir todo un escenario de riquezas naturales y un venero de reliquias históricas que arrastran desde todos los puntos de Colombia, y también del exterior, caravanas pre­surosas de turistas.

De Duitama en adelante, siguiéndole el paso a la vieja carretera trazada hasta Cúcuta, la travesía se torna pausada, y apenas el progreso del asfalto ha logrado prolon­gar, en algo así como veinte años, algunos tramos de vía confortable. Bien vale la pena que el Gobierno revise tanta parsimonia. El transeúnte, que ha venido devorando distancias desde la salida de Bogotá, debe aminorar la marcha cuan­do la cordillera da su primer zarpazo.

Nacen, entonces, otros pai­sajes y nuevas emociones. Es ya el páramo, con sus frailejones taciturnos y su presencia húmeda, el que brota de las en­trañas de una comarca pródiga, lo mismo para formar lagos ar­tificiales, como el de Paipa; lagunas naturales, como la de Tota; pueblos hechizados, como el de Villa de Leiva, que es­cenarios sedosos como los que comienzan a desgranarse conforme se afianza la cordillera.

Por en medio de las fascinantes acuarelas del páramo se van atravesando poblaciones silenciosas que parecen arrancadas de páginas mágicas, e irrumpe, de pronto, una pausa en el camino, que se llama Soatá. En Boyacá todavía se les da importancia a las cabeceras de zona. Y ojalá siempre la tengan. Es una manera de mantener puntos de progreso dentro de un territorio  espacioso.

Soatá es la capital del Norte de Boyacá. Pueblo señorial, vigilante de extensa zona, que se levanta altivo entre peñascos y horizontes mag­níficos. Cuna de políticos, de in­telectuales, de gente honrada y trabajadora. Por sus calles resuenan las admo­niciones de Cayo Leonidas Peñuela, los ímpetus parlamen­tarios de Sotero Peñuela, los afanes patrióticos de José María Villarreal, la voz román­tica de Laura Victoria, el liderazgo político de Camilo Villarreal. A poca distancia, Eduardo Caballero Calderón, maestro de la pluma, cuida su heredad y le da contornos a Tipacoque, su paraíso romántico.

Soatá es también la Ciudad del Dátil. Es en el único sitio del país donde la palma se pegó a la tierra con tanto arraigo y señorío, que se ha convertido en un emblema. Una palmera de Soatá, por misterios que solo conoce la naturaleza, es madre. Y esto es ya bastante. A simple vista, sería lo natural. Pero en muchos lugares de la tierra las palmeras son estériles. Para que haya fecundación se re­quiere que en la misma planta existan flores masculinas y femeninas y que, como en la naturaleza humana, el polen transmita la vida.

Soatá celebra en estos días el Festival del Dátil. Hermoso homenaje a la naturaleza. Se complementa el programa con la Fiesta del Retorno. De sus autoridades he recibido una gentilísima invitación para que, como hijo de Soatá, conteste a lista. Así lo hago en esta nota.

Algún día la perezosa carretera que parece detener­se en cada curva de la montaña para hacer más plácida la contemplación del paisaje, ter­minará quitándole el polvo a la travesía. Cuando ello suceda, acaso se habrá perdido el en­canto. Se abrirán, con la mar­cha del progreso, caminos más veloces, y es posible que los pueblos solariegos tiren su marasmo y se vistan de pre­muras. Por ahora hay tiempo todavía de estirar el panorama, de retener el manto bucólico. Y de hacer una parada en Soatá, tierra grata, con sabor a dátil, que se solaza entre palmeras y que ignora, por fortuna, velo­cidades distintas a extender a propios y extraños su abrazo de confraternidad.

El Espectador, Bogotá, 21-XII-1976.

 

 

 

 

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