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El fragor de la batalla

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El país viene padeciendo de una enfermedad conocida como triunfalismo. Una cosa es el triunfo y otra el triunfalismo. El triunfo es categórico, confor­tante, seguro. Viene como con­secuencia del esfuerzo rea­lizado con tenacidad y está sos­tenido por nobles ideales. El triunfalismo es arrogante. Nun­ca el triunfo, el verdadero triun­fo, se ha logrado a corto plazo. Las victorias de los ejércitos han soportado muchas adver­sidades.

El triunfalismo es un estado incierto. Un partido puede resultar victorioso, una causa puede ganar ventajas, lo que no significa que todos sus adherentes estén seguros de su triunfo personal. La victoria es un sello de la conciencia. Las explo­siones momentáneas de júbilo, cuando no se merecen, se de­rrumban y acosan el espíritu.

Churchill, disminuido por los desastres de la guerra, pidió a su pueblo sangre, sudor y lágrimas como requisito indis­pensable para llegar de de­rrota en derrota al triunfo fi­nal. El pueblo le respondió por­que creía en causas grandes. No desfalleció porque lo conducía un fiero capitán. Conoció la vic­toria luego de muchas in­clemencias, y fue una victoria resonante y nítida que dio estructura a un país fuerte.

Al triunfalismo se matriculan muchos aparentes triunfadores. Pregonan a los cuatro vientos el predominio de sus ideas y se embriagan con la ficción. Al enemigo lo ven aniquilado y sobre él se yerguen impetuosos y soberbios. No se atreven a preguntarse si su victoria es auténtica y tampoco pueden evitar que el éxito lo sientan caduco y enfermizo. Despre­cian al conductor cuando lo ven postrado y olvidan que las convicciones, cuando son dig­nas y obstinadas, jamás se renuncian. Resisten muchas tempestades.

En el campo de batalla de la política colombiana se ha de­tenido un gran conductor. Al­gunos lo consideran derrotado. Tal vez la mejor definición sobre el doctor Carlos Lleras Restrepo es la de ser un com­batiente. Nació con temple de espartano. Alguna vez expresó que sus ideas las trabaja a remo de galeote. No des­fallece en la lucha y, por el con­trario, se vigoriza en ella para avanzar. No puede estar ven­cido, si las ideas justas no pier­den ninguna batalla, y solo experimentan tropezones.

Por encima de cualquier con­sideración partidista, es apenas un gesto gallardo que se guarde un minuto de silencio, antes de la desbandada, a quien defendió con vigor el imperio de la moralidad y atacó la corrup­ción. Para rendir tributo a las ideas no se requiere ser conser­vador o liberal. Solo colombiano honesto. Ese minuto de respeto debería ser el requisito mínimo en las reglas de los partidos. Es un rasgo de decencia. Bien cier­to resulta que la victoria tiene muchos padres, mientras la derrota es huérfana.

La historia escribirá algún día que el doctor Lleras fue desaprovechado por Colombia en momentos excep­cionales. Es líder de inmen­sas proporciones democráticas envidiadas por otros países. La obnubilación política no ha permitido distinguir al dirigente de grandes jornadas del liberalis­mo y del país, y ha querido lan­zarlo a las tinieblas.

Las ideas esgrimidas con bizarría y con altura de obje­tivos no pueden perecer. Tam­poco él ha entregado sus ban­deras. El escritor que siempre ha sido reforzará sus trincheras para continuar combatiendo la corrupción y no se dará tregua para ser crítico temible de los vicios y errores de nuestra dudosa democracia, como lo fue en otras épocas otro coloso de la moralidad pública, el doctor Laureano Gómez. Quienes miramos la patria por encima de los partidos, confiamos que la moral sea defendida con campañas implacables.

El país gana cuando hombres de tales dimensiones se convier­ten en vigilantes de nuestras costumbres. Colombia necesita una crítica tenaz e impetuosa, ejercida con autoridad y no­bleza. La verdadera derrota es aquella que uno mismo quiere admitir. El triunfo es un permanente estado de ánimo. Y el triunfalismo ofusca en lugar de fortificar.

El Espectador, Bogotá, 18-III-1978.

 

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