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El mundo de los gamines

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando mi coterráneo Enrique Zabala Higuera habla de que la Cámara Júnior, de la que es su presidente nacio­nal, fundará en Tunja, con el apoyo de una comunidad belga, la Ciudadela del Niño para alojar a cinco mil gamines, pone de presente el tremen­do problema de esta población errátil. El mundo de los ga­mines es uno de los retos más angustiosos de los tiempos actuales.

Este desecho de la sociedad que tanto preocupa a los sociólogos, sicólogos y en general a los intérpretes del comportamiento humano, lo mismo que a los gobernantes probos, es como un puyazo en la con­ciencia de un país que no ha en­contrado fórmulas para re­mediar el mal. Por los ríos revueltos de nuestras grandes ciudades, con Bogotá a la ca­beza, se deslizan los vicios y lacras de una comunidad que mira angustiada la descom­posición del hombre y que para resolver tamaño desafío piensa en sitios de reclusión y amparo como la obra que anuncia la Cámara Júnior.

El gamín, personaje tan colombiano como la violencia o la miseria, es un expósito para quien las puertas se cierran por doquier y que resulta rechazado por la propia sociedad que lo en­gendró. Hay que admitir, sin titubeos y con pena, que estos hijos de nadie que desde bien temprano deambulan por las intemperies a merced del vicio, son hijos de una sociedad que no ha podido controlar el desamparo ni purificar el am­biente.

Estos granujas que azotan la tranquilidad ciudadana con el raponazo certero, cuando apenas co­mienzan a vivir, y que más tarde serán expertos en la puñalada o en el fogonazo de los bajos fondos, cargan a sus es­paldas el estigma de la de­pravación moral que los jueces terminarán castigando con la cárcel y acaso con la condena perpetua.

Y no con la necesaria comprensión. Los marihuaneros, secuestradores, ladrones, pervertidos sexuales, asesinos y degenerados de la peor laya en la promiscua universidad del delito, nacen, por lo general, del espeso am­biente de la niñez desam­parada que no encuentra ca­minos de redención, porque nadie se los abre, y que en cam­bio, para subsistir, solo des­cubren los despeñaderos de la corrupción y la brutalidad.

La sociedad, que protesta cuando se tropieza con la in­seguridad callejera y que pide fulminar a los ladronzuelos que arrastran con el reloj o la bi­lletera, cuando no con la propia vida, difícilmente se detiene a considerar que el mal tiene hondas raíces.

El gamín –el delin­cuente del mañana– es produc­to de una atmósfera que no le brinda cariño y que, por el contrario, lo enseña a delinquir des­de los primeros años. Es el gamín consecuencia de la miseria pública. Ese personaje de nuestras calles a quien se mira con desprecio y fastidio, enjuicia a todo un conglome­rado que carece de fórmulas para protegerlo, para abri­garlo y rehabilitarlo.

Si los padres irresponsables que tiran hijos a las calles y los ponen a convivir con los ba­sureros, son cómplices del drama, la comunidad no puede permanecer indiferente ante tales gérmenes de descom­posición. La sociedad, que está representada en el Gobierno, debe defenderse, pero no con cárceles y correc­cionales incapaces de renovar las costumbres ambientales, sino con medidas sabias. Las soluciones son complejas, como es intrincado el problema.

El Instituto Co­lombiano de Bienestar Fami­liar debiera ser la piedra an­gular para acometer la rege­neración de estos parias re­gados por las vías anchurosas de la vagancia, a cuya sombra tantos atropellos se comenten contra la ciudadanía. Ahora que desde la actividad privada nace la iniciativa de crear un alber­gue para cinco mil gamines, es oportuno preguntar qué otras campañas se adelantan en el país, sobre todo desde las en­tidades gubernamentales.

Enrique Zabala Higuera debe recordar que en las calles reposadas de Soatá, nuestra patria chica, no conocimos los gami­nes. Tuvimos sí el sempiterno bobo del pueblo de que no debe carecer todo pueblo que se respete. Crecimos y emigramos a la metrópoli, donde nos tropezamos con el gamín, engendro del progreso, de la vida agitada, del absurdo. Es símbolo de atraso, de miseria e indolencia.

El gamín se volvió una enseña nacional. Pretender quitarlo del paso con unas monedas o una olla de comida que en las más de las veces envi­lecen en lugar de socorrer, es receta muy simple de evasión. El gamín necesita incor­porarse  a la sociedad de la que hace parte, para que se convierta, con cariño y guías morales, en elemento útil para el país.

El Espectador, Bogotá, 10-IV-1978.

 

 

 

 

 

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