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Guerra de generaciones

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Han pasado ya los tiempos en que el «señor alcalde» era una figura inmensa, respetable y ­respetada. A la primera posi­ción municipal se elegía a per­sonas maduras y de virtudes acrisoladas, forjadoras del progreso comarcano y que, como tales, llegaban a regir el destino de la comunidad respal­dadas por la autoridad de lar­gas ejecutorias.

Aquellos señores patriarcales en quienes se identificaba el espíritu de sus territorios han ido borrándose para dar paso a nuevos estilos de mando donde prevalece la presencia de la juventud con reducción de la etapa otoñal que nos narraron los costumbristas, otra escuela desaparecida.

Y es que los tiempos han variado. Las generaciones anteriores tenían moldes muy diferentes a los actuales. La mayoría de edad se adquiría, teóricamente, a los veintiún años, pero solo después de los veinticinco la persona comen­zaba a ser incorporada en los puestos públicos. El señorito de aquellas calendas hasta enton­ces no se sentía comprometido con la sociedad, luego de haber­se quemado las pestañas entre profundos tratados y de haber estructurado su personalidad.

La mayoría de edad se consigue hoy, teóri­camente también, a los die­ciocho años, pero el ímpetu de la nueva era hace que el muchacho –y también la mujer, que se dice liberada– abran los ojos a los secretos del mundo antes de los quince años y vayan penetrando a las posiciones claves.

Si en otros tiempos hubiera sido inconcebible, por ejemplo, un «señor alcalde» de vein­tiocho años, en los actuales también parece fuera de sitio uno de cincuenta, y menos el de sesenta, de panza majestuosa y aspecto rubicundo. Este personaje está sustituido por líneas estilizadas y contornos dinámicos. La juventud llegó al mando.

Pasados los cuarenta años —barrera incómoda, que la sociedad ha tornado ver­gonzante, sin serlo—, hay algo invisible, ambiental, que frena al individuo. La empresa, sin pregonarlo, lo rechaza. Hasta en los avisos que ofrecen em­pleos ejecutivos (¿por qué ejecutivos, si hay tan pocos ejecutores?) se pide, fuera de uno o dos títulos académicos y de una sólida experiencia, una rebosante juventud de treinta años. O sea, se exigen re­quisitos imposibles.

La ley colombiana, inexis­tente en muchos casos, dispone en alguno de esos artículos que nadie recuerda y menos prac­tica, que las nóminas de las empresas deben estar compuestas por un porcentaje de personas mayores de cuarenta años. Las solici­tudes de empleo –una farsa más– han suprimido el renglón de la edad, como si esta no se llevara en la cara.

Vaya usted a pedir colocación con cuarenta calendarios a cuestas y verá cuántos por­tazos recibe. Es, como con­trasentido, la época en que comienza a adquirirse mayor dominio y mejores aptitudes. La personalidad entra en la etapa del raciocinio, del temple para discernir los problemas, del rigor para formar el carác­ter. Pero el prematuro “anciano”, con alientos y lucidez para largas jornadas, se ve desalojado por caduco e incapaz. Está por fuera de la moda. Por fuera del mercado.

Las riendas del poder, en cambio, las asumen joven­zuelos encasillados por los cánones del nuevo estilo, de pronto sin habilidades para el trabajo, pero con exceso de juventud. Esta guerra de ge­neraciones está trastocando a la sociedad. Se desprecian las luces y las experiencias de los «viejitos» de cuarenta años y se da entrada de honor a líderes in­maduros. En algunos casos resulta el experimento, porque no siempre se fracasa. Se pen­sará que por eso las cosas van así, en contravía.

El país necesita volver a posesionar al «señor alcalde» de los tiempos idos. Este sím­bolo no puede declinar. Se echan de menos, en los des­pachos grandes y pequeños, personas con autoridad, con ex­periencia, con talante. La edad y la experiencia marchan unidas. ¿Por qué pretender se­pararlas?

El Espectador, Bogotá, 24-IV-1978.

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