Inicio > Ensayo, Novela > Madame Bovary soy yo: Flaubert

Madame Bovary soy yo: Flaubert

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El 8 de mayo de 1880 muere, en su retiro de Croisset, Gustavo Flaubert, cuya fama literaria, cien años después, se conserva intacta y sigue siendo ob­jeto, como en sus mejores días, de admiración y cui­dadoso análisis. Tenía 58 años de edad y mucho se esperaba aún de él, a pesar de haber logrado un éxito rotundo. Su obra, la menos extensa de los grandes novelistas franceses del siglo XIX, es de las más ricas en fecundidad espiritual, en contenido humano, en brillo literario, en técnica idiomática.

Trabajaba en una novela como el tallador de finas maderas o de piedras preciosas que sabe engarzar, con certeros golpes maestros, la pieza precisa que va estructurando el conjunto. Es posible que se tomara una semana para concluir una página, pues su espíritu exigente no toleraba la ligereza ni la mediocridad y le impo­nía, por el contrario, rigurosas disciplinas hasta lle­gar a la perfección del lenguaje. Huía del pensa­miento vago lo mismo que de la palabra imprecisa, y por eso, tras duras reflexiones habría de encontrar los términos adecuados para que la frase no sólo que­dara clara sino que también poseyera emoción y rit­mo.

De frase en frase así cinceladas avanzaba con paso firme, despreocupado por las carreras pero con afán de descubrir la belleza. La búsqueda del adjetivo, de la palabra justa, de la frase armoniosa, se con­vertía en angustioso ejercicio mental que lo conducía a explorar los veneros inagotables de la inteligencia.

Maestro de la perfección

Como para él no existían los sinónimos idénti­cos, a cada palabra le buscaba su propio peso, su exacta densidad. Si tal fuera la norma general del escritor, sobre todo en estos tiempos superficiales, qué diferente compromiso sería el de la literatura. Hoy, en lugar de trabajar la obra con ahínco, y co­rregirla y depurarla, el escritor es dado a chapucear, a producir basura literaria, sin miramiento por el pú­blico al que va a torturar, pero ni siquiera por él mis­mo, que no cuida su prestigio; o acrecienta su des­prestigio con tanta necedad que por ahí pone a circu­lar.

No es de extrañar, entonces, que este maestro de la perfección gastara años en cada una de sus obras. Madame Bovary la escribió en seis años; Salambó, en cuatro; La educación sentimental, en siete; La tentación de San Antonio, en treinta. No hay niungún libro suyo que no sea ejemplar y que no haya suscitado, lo mismo en su tiempo que en las si­guientes generaciones, los más ponderados concep­tos. Ampliada la lista anterior con dos títulos más y con su célebre Correspondencia, clásica en la lite­ratura epistolar, queda claro que no fue escritor prolífico como sus contemporáneos Balzac, Víctor Hugo o Zola, y el mismo Stendhal, cuya correspon­dencia constituye todo un monumento lite­rario. Los libros de Flaubert no son muchos, pero to­dos son joyas de la literatura.

La novela realista

En la primera mitad del siglo XIX predomina la novela realista, una reacción contra el romanticismo, y de ella es precursor Gustavo Flaubert. Madame Bovary es la obra realista por excelencia, que se impone como realización imperecedera de este género que pronto encuentra destacados expositores y entu­siastas adeptos. Flaubert, que procede de la escuela romántica, funda el realismo o naturalismo y se con­sagra como abanderado de una tendencia que desde entonces se vuelve dogma en el mundo de las letras. El realismo pinta la vida con objetividad, dándole realce a la condición humana. Esto no se opone a que los personajes sean románticos, pero de carne y hueso.

Madame Bovary, la máxima producción no sólo del autor sino de este género, es una novela de costumbres, a la par que sicológica, lírica y densa­mente humana, y en la que además existe el experto dominio de la ironía, la sátira, el drama y la comici­dad. Ambientes todos manejados con gran estilo, o sea, por la pluma docta del literato refinado y el agudo observador de la humanidad que se da el lujo de alejarse del mundo y recogerse en Croisset –convertido hoy en museo a su memoria–, en los alrededo­res de Rouen, para entregarse por completo a la lite­ratura. Contó con medios generosos de fortuna que le permitieron sustraerse a las miserias comunes del escritor, para vivir un clima espiritual de intensas lecturas y permanente creación artística.

Se margina del mundo

Parecía un vikingo por su complexión atlética. Era, sin embargo, de salud precaria, nervioso, tími­do y sensitivo. No le gustaba la gente en general, quizá por haberla conocido a fondo, para luego de­sengañarse. Aislado en su refugio, miraba el mundo de lejos, pero lo entendía y sobre todo sabía interpre­tarlo. Sus personajes son auténticos, producto de sus largas meditaciones e implacables escrutinios. Pudiera decirse que se marginó de la sociedad para verla mejor. No era huraño y, al revés, poseía un co­razón efusivo que dispensaba con generosidad a los suyos y a unos cuantos amigos entrañables.

Vivía, en síntesis, en completa armonía interior. Mantuvo interesante correspondencia con Jorge Sand, célebre autora sentimental y protagonista de impe­tuosos amores –también lo fue madame–, cartas que luego fueron recuperadas como patrimonio lite­rario. Turgueniev lo conoció en 1866 y le profesó cálido afecto.

En este marco de compenetración y estudio pro­dujo sus mejores obras. Nació aquí Madame Bova­ry, novela monumental movida por hondas pasio­nes, trabajada con paciencia benedictina, casi con desespero, y finalmente lograda como testimonio in­conmovible de la mejor literatura mundial. Solo una mente tan escrutadora y penetrante como la de Flaubert sería capaz de crear personajes de tal firmeza si­cológica como los que comparten la mezquina aldea francesa por él escogida como teatro de múltiples y borrascosos episodios.

Aquella provincia de su patria, tan pegada a su sensibilidad, es el mismo círculo estrecho existente en todas las latitudes de la tierra, donde el hombre se consume entre pasiones, se asfixia entre angustias y no consigue liberarse de sus miserias. La pintura que hace el autor de los ásperos contornos al­deanos, donde sus moradores discurren entre mono­tonías incurables y mezquindades que oscurecen la vida, es perfecta.

La vorágine mundana

Flaubert toma del montón a cada uno de sus per­sonajes, los moldea, les imprime carácter y, luego de ponerles alma inequívoca, con sus atributos y flaquezas, los suelta a sus propios instintos. Estas páginas magistrales describen la tragedia humana, con imaginación portentosa. El hombre sufre su frustración, se mueve con ahogos, a veces ríe, y bus­ca amor para poder subsistir. El alma que tiende hacia la altura, no siempre logra le­vantar el vuelo, y así, deforme y sangrante, se desga­rra entre asperezas.

Está aquí representada la comedia del hombre. No necesitó el autor los 97 libros de Balzac para dibu­jar con realismo los conflictos de la humanidad. Lo hizo en una sola novela, y con ella ganó la gloria. Si no hubiera escrito más, también habría conseguido la inmortalidad. Qué difícil arte el de plasmar la vida valiéndose apenas de un puñado de protagonistas.

Desfilan el marido incapaz de darle satisfacción a su mujer, este médico de provincia, inane e idiota, que sólo llega a sentir celos cuando ya ha culminado el drama; el boticario anticlerical y alborotador, con pretensiones de filósofo, que es el molde del político pueblerino; el cura acosador, a quien se le teme pero no siempre se le oye; el amor discreto del tímido enamorado que no se atreve a arrebatar la mujer de su prójimo y que sólo años después, en las vueltas del camino, termina poseyéndola; el seductor refina­do, experto en los entresijos del amor, que explota la traición conyugal. Y no puede faltar el prestamista voraz, inevitable en la vorágine mundana; ni la criada observadora, confidente a la fuerza, llamada Feli­cidad acaso por su misma simpleza; ni el ciego que conturba el sentimiento, y tampoco el cojo que casti­ga la conciencia.

En el centro de esta urdimbre está la dama ful­gurante que no se conforma con la vida ordinaria y que, dueña de impetuoso corazón, no habrá de importarle la infidelidad con tal de ser feliz. ¿Lo es? Emma, la adúltera ideal, que gusta del lujo y no des­precia los halagos, redime sus aturdimientos, apatías y cansancios a espaldas del marido insípido. Aunque siente miedo y temores, se expone a todo para cal­mar sus apetitos.

Un día, cuando el mundo se le cie­rra al esconderse sus amantes y clavarle el último aguijonazo el también insaciable especulador, echa mano del arsénico y consume su belleza de un tajo, con la decisión de las amantes nacidas para no dete­nerse. Es ya al final cuando el marido siente celos, como si éstos valieran la pena. Y para impedirle nue­vos deslices, encierra el ataúd entre dos cajas más, para que no se escape la adúltera, por si acaso le han quedado deseos para otras aventuras. Le encima un corte de terciopelo para que disfrute del lujo que él no le dispensó en vida.

Flaubert sabe penetrar a las profundidades del alma al crear su personaje inmortal. No mueren, ni ella ni él, como lo corrobora el tiempo. “Madame Bovary soy yo”, exclamó en famosa respuesta. Y no estaba equivocado.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 11-V-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, diciembre de 1986.

Categories: Ensayo, Novela Tags: ,
Comentarios cerrados.