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Mi viejo diccionario

martes, 11 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Podrá haber diccionarios muy académicos y actualizados, pero no todos son  expresivos. No los cambio por mi viejo Larousse. Es mi consultor de cada momento y gran confidente de mis emociones de escritor. El diccionario bien acoplado al gusto personal habla, aconseja y corrige.

Buscando el término preciso, el que califica en toda su intensidad lo que se desea expresar, el escritor rabia muchas veces contra su incapacidad y termina cortándose la coleta. Es que no ha tenido el auxilio de un buen diccionario. El diccionario es obra muerta si no se aprende a consultarlo, a pulsarlo y entenderlo.

Mi viejo Larousse, en cambio, me insinúa diversas alternativas. Es como si me tomara de la mano, y luego de conducirme por senderos sinuosos, me  descubriera la claridad. El buen diccionario es el que a uno mejor le sirve. Si la lengua castellana tiene más de cincuenta mil palabras y de estas solo usamos una mínima parte, el diccionario será siempre inalcanzable, aun para la gente más erudita. Decía Silvio Villegas que bastan cien palabras para ser buen escritor. El ritmo, el estilo, la armonía son cosas distintas.

A quienes acostumbran expresarse en lenguaje oscuro y huyen de la sencillez, bastaría un tomo de sinónimos y un consejo a tiempo para que dejaran de escribir. Las palabras pueden ser rebuscadas, pero la inspiración nunca será improvisada. El ritmo de la oración no se encuentra en los diccionarios sino en la mente y en el corazón. La riqueza del estilo nace de la práctica, de la asimilación, del buen oído.

Con mi diccionario de cabecera, edición de 1969, estoy más que bien atendido. Consulto a veces en obras más modernas y la tónica continúo recibiéndola de mi consejero permanente.

A un diccionario, antes que todo, hay que tenerle cariño. Así responde mejor. La evolución del lenguaje no es tan veloz como muchos afirman. Una palabra gasta mu­chos años para imponer una nueva acepción y ser recogida por los diccionarios.

El primero en hacerlo será el Larousse, el más au­daz y el más penetrante de los que existen. El de la Real Academia, el sancta sanctórum, es para los acadé­micos, señorones solemnes y circunspectos, la úni­ca fuente posible de consulta, mientras el lenguaje se enriquece en las canteras del pueblo. Es un diccionario que vive desactualizardo, aunque no quiera admitirse, porque la palabra nueva, ya sancionada por el habla popular, es para ellos un sacrilegio, mientras para el pueblo es auténtica.

Somos diccionarios ambulantes. Un buen periódico es la mejor cátedra del sabio decir. Es el uso el que dicta las normas del lenguaje. Y el escritor el que las pone en circulación. El pueblo inventa las pala­bras, les da sonoridad, les busca nuevos cauces y las consagra como patrimonio común. Y castiga otros términos, los arrincona y les da sepultura. Un diccionario no es tan fácilmente confiable, aun­que se trate del sancta sanctórum, cuando no existe capacidad de interpretar el alma del lenguaje.

Muchos años después, cuando el nuevo vocablo es un hecho incontrovertible, entrará el diccionario de la Real Academia a revelar lo que ya no es ningún secreto. Es una aceptación tardía. Muchas veces se ingresa el término cuando ya perdió actualidad y no significa lo mismo.

Me gusta el Pequeño Larousse por lo auténtico, bien formado y recursivo. Sus abundantes ilustraciones y ejemplos permiten navegar por aguas seguras. Dice al comienzo que un diccionario sin ejemplos es un esqueleto. Inclusive sin mucha pericia se pueden manejar sus páginas en busca de soluciones. Para el escritor que no lleve ritmo interior los diccionarios no le servirán de nada. Cuando más, le ayuda­rán a escribir con ortografía, lo que es importante pero no suficiente. La fluidez, la precisión, la vibración del estilo es todo un misterio que se mueve en las intimida­des de la persona.

El amigo que me regaló hace años esta biblia de mis horas de estudio y creación, no se imagina qué tesoro puso en mis manos. Algún día lo cambiaré, claro está. Y será por una edición nueva. Por ahora me siento pleno, como dicen las señoras, con esta mina inagota­ble. Mi amigo, de tanto ser manoseado y consentido, es­tá ya rucio y algo maltrecho. Por eso lo quiero más. Porque resiste hasta el maltrato.

La Patria, Manizales, 13-XI-1980.

 

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