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Las mayorías silenciosas

domingo, 16 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Un país abstencionista como Co­lombia, donde el sesenta por ciento de la población hábil permanece ausente de las urnas, no puede representar una auténtica democracia. Mucho se es­pecula con el voto popular, que el candidato ganador proclama haber conquistado en franca lid, pero lo cierto es que las grandes mayorías han perdido la fe en sus dirigentes.

Si por democracia se entiende el gobierno del pueblo, aquí no manda el pueblo. Por encima del querer popular se turna, de cuatro en cuatro años, y ni siquiera se renueva, la clase política que se reparte entre conser­vadores y liberales el favor de los puestos públicos.

Cuando la indisciplina y la falta de postulados es el común denominador de los partidos, las consignas electo­rales no van más allá de estimular el voto  cautivo, el de siempre, pero no penetran en esa otra población apática que murmura entre dientes su insatisfacción. Para ese conglomerado no aparece el líder que encarne la esperanza, y si a veces lo vislumbra, lo deja perder.

Los políticos gastan tiempo y energías despertando el afán partidista y dejan, en cambio, de mover las grandes inquietudes que afligen a la mayoría de los  colombianos.

El pueblo pide con su silencio la renovación de los partidos y sus programas y ha dejado de ser liberal o conservador. Primero le interesa encon­trar el personero de sus angustias y este no existe o no se atreve a ser verdadero caudillo de masas.

Cuando sobre el país nacional se impone el país político, sin que este forcejeo signifique nada nuevo y sí en cambio una frustración, es que la democracia sigue de mal en peor. Es una democracia herida y agonizante que deja escapar las oportunidades que todavía tiene para corregir los errores y conquistar mejores días.

El momento es de confusión y caos. En esta batahola de las am­biciones políticas donde se lucha por la supremacía de las personas y no por el imperio de las ideas, la opinión pública no logra hacerse sentir en medio del desbarajuste. De tumbo en tumbo llegamos a la crisis de las instituciones y al relajamiento de las conciencias.

Nadie se resigna a perder y todos quieren proclamarse abande­rados de las mejores causas. Hoy medio país está pendiente del tema esterilizante de la reelección o la no reelección, y el otro medio, que se supone matriculado al partido con­trario, teme que lo mismo ocurrirá en sus predios. ¿Dónde, en cambio, está el genuino líder popular que despierte el interés de las mayorías silenciosas?

El país entero, sea en forma pasiva o vociferante, pide que cesen las inútiles confrontaciones y los hábiles manipuleos para que surja la persona capaz de enderezarle la pata coja a esta estropeada democracia.

Es el sombrío panorama que tene­mos a la vista, con el que nos hemos acostumbrado a convivir y que no nos atrevemos a modificar. Se necesita una democracia participante que no se conforme con el continuismo y que influya en este país despotri­cado. La patria es en teoría de todos, pero más parece ser sólo de unos pocos: los que manejan la mansedumbre del pueblo adorme­cido.

El Espectador, Bogotá, 17-IX-1981.

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