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Vocación de tramposos

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia tiene fama de ser país de leyes. Es algo que nos acredita, porque nos permite aparecer como ordenados y amantes de la justicia y la libertad. Tenemos leyes para lo divino y lo humano. Aquí se legisla para todo y por todo. No hay materia, ni actividad, ni dolencia pública que no estén reglamentadas, y no sólo en códigos sino también en infinidad de tratados, de jurisprudencias, de manuales y de apéndices.

Se han dictado tantas normas, y éstas han sido tantas veces reformadas y vueltas a reformar, que para transi­tar por ellas se necesita todo un ejército de intérpretes y asesores. De todas maneras, hay que andar con cuidado, porque podemos enredarnos entre los códi­gos.

Ser país de leyes es título de dignidad. Pero también es de público conocimiento que las leyes co­lombianas son para violarlas. En otras partes, como en Estados Unidos, son para cumplirlas. Las disposiciones nuestras, tan medita­das, tan debatidas y articuladas, constituyen por lo general un mar de vacíos y confusiones de peligrosa navegación.

A veces no se sabe si la norma está derogada, y debe pe­dirse auxilio para salir adelante. Y otras veces se aplican disposiciones obsoletas, absurdas para los nuevos tiempos, pero vigentes para algún funcionario que desea atormentarnos la vida. En esta maraña de artículos, parágrafos e incisos, podemos ahogarnos si no contamos con las luces o las habilidades de un buen conductor, llámese abo­gado o tinterillo.

La abundancia de normas no significa orden ni justicia. Cuando se legisla demasia­do, también se enreda demasiado. Y como no siempre nuestros legisla­dores poseen la suficiente claridad mental o el necesario tiempo para pensar con sabiduría, nos dejan reales esperpentos para que los leguleyos justifiquen su existencia.

Lo ideal serían disposiciones claras y de fácil interpretación. Lo ordinario son los rompecabezas de peligrosa armazón. No se quebran­tarían tanto las leyes si no fueran tan contradictorias, tan cojas, tan ple­gables a las circunstancias. Somos expertos en burlar y desafiar la autoridad, porque cada infracción tiene quién la salve.

Las normas del tránsito, por ejemplo, se incumplen con un billete en la mano. La contribución para el Sena o el Subsidio Familiar se niega con eludir o saber acomodar unas cifras.

Con la costumbre muy colombiana de evadir responsabilidades hemos aprendido a defendernos de los códigos. O dicho en lenguaje adecuado: «las leyes son para los de ruana». Todo depende de la maña para torear los reglamentos. Como el colombiano se considera a todo momento perseguido por el Estado voraz, vive prevenido para no de­jarse acorralar. Ha des­cubierto que los que pagan más son los que menos tienen.

El rico esconde bienes, los reduce y los evapora como por arte de magia, mientras el pobre asalariado vive exprimido por la garlancha enfure­cida de los impuestos. De los impuestos disparejos, que a unos les permiten fugarse mientras otros quedan atrapados.

Con una legislación confusa, ar­bitraria o inhumana, como suele presentarse en muchos casos, el ciudadano tiene que protegerse para poder subsistir. Y los eternos viola­dores de las normas, los que se defienden con abogados y su maquinaria de intrigas e influencias, salen siempre ufanos de estos labe­rintos de los códigos.

No habría tantas leyes si no existieran tantas trampas. Parece que en el fondo lo que se busca es taponar la trampa de los colombia­nos, más que crear determinados estados de progreso social. Quienes consideran que las leyes y la cárcel son para los de ruana, se ríen de los estatutos. Y si en ocasiones caen en manos de la justicia, ponen a funcionar sus propios sistemas astutos para derrotar el rigor de los códigos.

Los llamados padres de la patria, fabricantes de normas y causantes de tantas injusticias so­ciales, saben también legislar en beneficio propio. Ahora, en otro descuido de sus electores, han deci­dido aumentarse las dietas de noventa y dos mil a ciento cincuenta mil pesos mensuales. No les importa que el salto sea mortal, si cuentan con un pueblo sumiso que volverá a elegirlos.

Vienen luego los diputados persiguiendo la misma protección de un país de leyes que no tiene cómo contrarrestar estos absurdos. Un padre de la patria representa veinte salarios mínimos. Dicho en otra forma, para llenar a uno de nuestros pesados legisladores se necesitan veinte desnutridos contribuyentes. Nada pasará, claro está, porque estamos en un país de normas, donde pierden unos para que ganen otros. Y todos tranquilos.

Colombia es una nación de códigos, que goza de fama en el continente entero. Somos unos genios para legislar. Tenemos reglamentos para todo, no importa que no se cumplan. Se puede, además, crear malestar social sin que los responsables paguen sus abusos. Ellos saben defenderse, porque tienen la ley en la mano. Vivimos entre artículos, inci­sos, parágrafos, códigos soberanos. Respiramos leyes. Nuestra exacta proporción está entre legalistas y tramposos.

El Espectador, Bogotá, 2-XI-1982.

 

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