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Salpicón

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay varias definiciones de la pa­labra Salpicón: fiambre de carne con sal, vinagre y cebolla. O bebida fría de jugo de frutas. O algo dividido en partículas. O la acción de rociar, de esparcir en gotas, con el sentido figurado de pasar de una cosa a otra sin orden.

Todas estas características caben en el propósito de la columna que hoy nace en las páginas de El Espectador, desde las que el cro­nista ha logrado conquistar, con por­fía y fe en los lectores, una benevo­lente audiencia que lo estimula y lo enaltece, a fuerza de retorcerse el magín persiguiendo las ideas fugiti­vas.

Salpicón aspira a ser un espacio ameno, ágil, cernidor de noticias, rociado de sal y pimienta, donde se le tomará el pulso a la vida valiéndose del menudo suceso cotidiano y pro­curando hacer de lo ordinario su fuente de inspiración. Se mezclará lo serio con lo jocoso y se cultivará, en lo posible, la vena oculta que permita desbrozar lo solemne, quitándole su aspecto severo, con el sutil humor y la fina ironía que ojalá los dioses del periodismo se encarguen de alimentar. Y será recinto de crítica social, sensible a las desproporciones del medio ambiente y respetuoso, sobra­ría decirlo, de la honra ajena.

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Para comenzar, voy a codearme con el gamín, como él acostumbra hacerlo con sus clientes habituales. La Décima y la Caracas, los sitios de mayor flujo capitalino por donde la fuerza laboral se desplaza a sus hogares, son el teatro natural de estos raterillos supersónicos que nunca se dejan prender. Corren como gacelas, cruzan por todas partes, se meten en los bolsillos, en los escotes de las damas, escudriñan, olfatean, palpan lo oculto y… ¡adiós reloj y joyas y billetera!

¡Cójanlo, cójanlo! es el grito de cada instante, que no sirve sino para delatar nuestra flaqueza de ser víc­timas, otra vez, de la rapacidad capitalina. Es un grito ahogado, inú­til, estúpido y hasta jocoso. Todos se reirán de usted cuando lo vean sin gafas y sin caja de dientes y con la expresión mohína y atolondrada por haberse dejado desplumar en plena vía. De sobremesa tendrá que pedirle prestadas al propio gamín las mo­nedas para el regreso a casa. Mone­das que éste no le negará, porque además es comprensivo y humanita­rio, pero demuestra que sabe vivir.

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Los policías, mientras tanto, viven mezclados entre el grueso público y miran indiferentes el espectáculo gracioso de las prisas y los raponazos, nota característica de la gran ciudad, a la que Salpicón ya se está habituando. El otro día, por ejemplo, subió a la buseta con el periódico y el libro debajo del brazo y a la bajada estos elementos habían desaparecido. Alguien le dijo, para consolarlo, que los gamines también saben de cultura por más que tengan que vender por veinte pesos lo que en la librería ha costado ochocientos.

Más adelante, mane­jando Salpicón su propio vehículo, se quedó perplejo ante el amigo de lo ajeno que en sus propias narices desatornillaba, a plena marcha, las plumillas tan necesarias en estos días de lluvia. Por fortuna, el semá­foro cambió y el escritor pudo seguir disfru­tando, hasta la parada siguiente, del escape victorioso.

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Convivir con los gamines es regla de Bogotá y de las grandes ciudades. Es problema social de hondas raíces que ni siquiera doña Nydia, con ese inmenso corazón que la adorna, pudo solucionar. Esta in­seguridad se extiende, crece y se agiganta como ola de la miseria de los colombianos, como sello de nuestro atraso social, como lacra de nuestra flamante democracia. El desprevenido cronista, hoy menos provinciano que hace tres meses, porque ya aprendió a visualizar al enemigo común, hará de Salpicón un coladero de sustancias agridulces.

Algo se goza, y ojalá no sea un gusto morboso, contemplando este mar revuelto de zozobras callejeras por donde la gente, para protegerse, transita enfundada y timorata, como si le hubieran echado los perros. Muy divertido resulta el espectáculo, por ejemplo, de ver al policía persi­guiendo en el tumulto de las seis de la tarde al raponero que le ha arreba­tado la gorra y el bolillo y que luego, cariacontecido, nota que ni siquiera tiene pito para silbar. O sea,  para consolarse.

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1983.

 

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