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La caja de sardinas

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Siempre que en el país sucede una desgracia mayor o se desborda un problema público, se toman me­didas apresuradas y enérgicas para enderezar o tratar de enderezar lo que ha debido controlarse en forma permanente.

Por lo general, los males son ya irremediables. Somos muy dados a la improvisación y a lamentarnos después de los per­cances, y carecemos en cambio de espíritu preventivo. Hay catástrofes que se ven llegar a ojos vistas y nadie hace nada por evitarlas; y si los medios de comunicación o la ciuda­danía advierten sobre el peligro, las autoridades son remisas para adop­tar a tiempo los sistemas correctivos.

Hace poco se incendió una buseta en una calle bogotana y murieron varias personas incineradas debido al sobrecupo de pasajeros y a la falta de puerta trasera del automotor para facilitar la evacuación. No era, por supuesto, la primera tragedia de la misma índole. Pero esta vez produjo mayor conmoción y las autoridades de Tránsito anunciaron toda suerte de acciones disciplina­rias.

Se comenzó, claro está, por pro­hibir el exceso de pasajeros, o sea, la eterna prohibición que siempre se hace y nunca se cumple. Se pre­gonaron sanciones drásticas. Se bloqueó la ciudad interviniendo busetas y regañando a los conductores. Es posible que se hayan impuesto algunas multas (y que otras se hayan desviado a bolsillos particulares bajo la mordida del soborno). Durante algunos días las busetas, más por temor que por colaboración, no vol­vieron a llevar sobrecupo.

Los usuarios, cosa inaudita, lle­garon a pensar que montar en bus era un placer (nunca lo ha sido), en lugar de la tortura que se deriva de los apretujones, los malos olores co­lectivos y el pésimo humor de los choferes. El transporte tendía a ci­vilizarse. Al fin se podía respirar en el interior de los buses y proteger los billetes y el reloj contra las uñas invasoras.

Los racimos humanos ya no colgaban de puertas y ventanas, ni los pasajeros salían disparados contra el pavimento, y los buses, por eso mismo, habían reconquistado su si­lueta dinámica, dejando el aspecto desastroso impuesto por la deca­dencia.

Esta sensación de alivio apenas duró breves días. Para ser más exactos, no pasó de la semana. Los dueños de busetas se quejaron de la baja de sus ingresos. Y alegaron lo que siempre alegan: la falta de ren­tabilidad. Los agentes de tránsito dejaron de importunar el paso de los vehículos colmados de pasajeros. Y así, poco a poco, volvimos a las mismas. A la misma pelotera y a la misma patanería. ¿Y la puerta tra­sera para prevenir emergencias? Una utopía…

Por las calles de Bogotá y de las principales ciudades del país continúan transitando, atiborrados más allá de lo que permite el uso de la razón, estas trampas humanas que en Co­lombia reciben el nombre de buses. Bus, en nuestro país, es sinónimo de suplicio, de raponazo, de despotismo, de muerte.

En otras partes del mundo, donde se trata de un real servicio público, es medio de confort y recinto de cultura. Aquí la autori­dad se monta y se desmonta con la rapidez de un accidente. Evaporados los muertos, vuelve la guerra del centavo y otra vez la pobre ciuda­danía lucha por caber en la caja de sardinas.

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Hagamos otra breve memoria: un bus intermunicipal, destartalado, sin frenos y con el doble del cupo tole­rable, protagonizó en fecha reciente pavorosa tragedia en su ruta alocada hacia la muerte. Ningún retén lo detuvo, y en todos quedó constancia de esta carrera diabólica. El acci­dente ya está distante, y los muertos, que ayer fueron noticia y luego se extinguieron como peces en el mar, ya no pesan en la conciencia de nadie. Volverán a tomarse severas medidas —se supone— cuando suceda otra catástrofe. Así es Colombia.

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Respuesta a Argos: En tu Gaza­pera del 20 de febrero relacionas los 17 cuentos que figuran en la edición de Seix Barral de 1983 y que te envió algún lector para sacarte del apuro (léelos, Argos). En el libro publicado por el Círculo de Lectores en 1973, 10 años antes, sólo aparecen 14 cuentos. Es decir, nos encontramos con dos Llanos en llamas. El acertijo es éste: a qué se debe ese hecho y en qué fechas fueron escritos los tres cuentos de la diferencia: Paso del norte, El día del derrumbe y La he­rencia de Matilde Arcángel. Averígualo,  Argos. Y no te olvides de lo misterioso que era Rulfo.

El Espectador, Bogotá, 28-II-1986.

 

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