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El retrato de monseñor

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Puede decirse que Adel López Gómez traduce al cuento todas las vivencias. En su columna de La Patria desgrana sus emociones estéticas en finas piezas que va fundiendo, casi in­sensiblemente, al gran cuader­no de su vida. Los protagonistas de sus relatos adquieren forma, se entrelazan y forjan su dimensión dentro del ancho mundo cotidiano de su pluma infati­gable.

Se ha hecho imprescin­dible, como algo esencial, la pulsación diaria de este maestro de la literatura. La Patria, que durante largos años lo cuenta entre sus cola­boradores preferidos, no parece completa cuando está ausente su columna.

Diríase que es toni­ficante ejercicio mental que lo lleva a tramar la vida en tono de cuento. Adel López Gómez ha venido, de escalón en es­calón, desde sus primeros años y hasta hacerse maestro, enhebrando sus impresiones en relatos perseverantes, trabajados a fuerza de duras disci­plinas y siempre con el ojo in­quieto y la mente lúcida. Ates­tigua su itinerario una obra in­mensa, plasmada hoy en cerca de veinte libros y en innúmeros artículos dispersos en perió­dicos, revistas y todo género de publicaciones literarias.

Hombre de hondas convic­ciones humanísticas, no se ha conformado con ser tes­tigo de su tiempo, sino que ha hecho de su existencia y de cuanto gira en derredor suyo un universo movido por el ím­petu de su voluntad subyugante. Edifica, en esta hora ma­terializada, encontrar aún precursores del espíritu que no desfallecen en la búsqueda de lo sobrenatural.

Esa vida interior, complementada con las dotes del caballero perfecto, es la que aflora en todos sus escritos. El hecho común lo convierte en motivo de inspiración para presentar el ángulo digno o la faceta proclive que escapan al ojo profano y que solo el buen observador —el fotógrafo de los tiempos— logra transformar con el recurso de la palabra.

El mundo sería despreciable si no existiera el escritor. No pasaría de ser una sucesión de hechos desabridos y experiencias inútiles. Adel López Gómez, cuentista por esencia, maestro de la palabra, no se arredra an­te el hecho trivial, y con el prodigio de su imaginación vuelve luminosas las asperezas de la vida.

Es retratista afortunado de su terruño. Buena parte de su obra se desenvuelve en los marcos de las tierras cafeteras, donde ha vivido y soñado, y en las incursiones por los caminos vernáculos hace reventar el ámbito campesino, tan entrañablemente suyo, donde cada atardecer es un poema y  cada muchacha de la tierra el testimonio de una Colombia grande. Allí, al lado de las matas rendidas por la exube­rancia y del obrero que empuja con sudores la prosperidad de la patria, suelta a sus personajes al trote con la grandeza agrí­cola, entre gozos y sufrimien­tos.

Lo apasiona la aldea, pero también penetra con algo de recelo en los vericuetos ur­banos, y con amplio enfoque de los problemas del hombre inyecta en sus fábulas los vientos huracanados de la ciudad.

En los límites de la ciudad y el campo discurren los 42 re­latos de su último libro, El  retrato de monseñor, que acaba de salir bajo el auspicio del Banco Comercial Antioqueño y con el sello de Quingráficas. Son piezas trabajadas en el sosiego de su fructífera trayectoria literaria, que entran a engrandecer el patrimonio cultural del país. Se conjugan, en un solo jalón, tres hechos significativos: el del banco preocupado por el avance cultural, el del escritor que le brinda al público otro acopio de inspiración, y el de la casa impresora de Armenia que sigue poniendo en alto su talento ar­tístico.

Son personajes extraídos de distintos ambientes, que remedan los rasgos, costumbres y vicios de la sociedad, captados por la lente del sociólogo. Quedan en evidencia, una vez más, las condiciones cuentísticas, de sobra conocidas, de este profesional de la palabra.

El Espectador, Bogotá, 15-XI-1976.
La Patria, Manizales, 18-XI-1976.

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