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La aldea de Carter

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

684 habitantes tiene Plains, pueblito de los Estados Unidos que se hallaba muy lejos de convertirse en centro del in­terés mundial. La apacible al­dea vivía ajena al bullicio mun­dano y no conocía movimiento distinto al del paso de los ca­miones cargados de maní.

Era una envidiable paz bucólica que se albergaba en pocas cuadras, sin complicaciones de veloces vehículos ni de ruidos ensordecedores. Todo allí res­piraba tranquilidad. El sitio ig­noraba la angustia de las gran­des ciudades y no sabía de in­vasiones de turistas y menos de incomodidades y sofocos.

Pero de un momento a otro cambió el rumbo de Plains, el soñoliento pueblito sepultado en el olvido. Sus 684 habitantes amanecieron sobresaltados cuando el laborioso granjero, a quien saludaban en forma sim­ple, era designado Presidente de los Estados Unidos. Los caprichos de la vida convertían súbitamente en figura mundial al afable agricultor de maní, cuyos camiones alteraban el sosiego de la aldea pero estaban muy lejos, según se creía, de hacerse sentir ante la faz del mundo. Ahora todos saben que míster Carter no solo era un tranquilo personaje del agro sino que su patria chica, cuyos habitantes se pueden contar en fila, se llama Plains.

Los vecinos no salen de su asombro. Se encuentran, de pronto, frente a una desconcer­tante realidad. Míster Carter, que había dejado de tropezarse con ellos con la misma frecuen­cia de 22 meses atrás, cuando emprendió su campaña por carreteras y campos, les pro­porciona una brusca sorpresa al pasar de su oficio de granjero a Presidente del país más po­deroso de la tierra.

El pueblito se transforma del desviado accidente geo­gráfico que muy pocos sabían deletrear, al señor pueblo que se abre al futuro. Por todas partes aparecen turistas presu­rosos que desean escarbar en el fondo de la tierra para cogerle el sabor al rincón minúsculo que ha sido capaz de dar un Presidente.

Las calles resultan incapaces para recibir las caravanas de curiosos que todo lo palpan, todo lo escrutan, todo lo deforman. Se piensa en ins­talar un semáforo y el alcalde está en calzas prietas para rem­plazar al vigilante nocturno por cuatro policías permanentes. La comunidad, acostumbrada a mirar la vida con modorra, se espanta ante las carreras de vehículos que crean embotellamientos y sacuden el polvo de los caminos.

El pueblito de Plains está ner­vioso con su nueva categoría. Los vecinos, gentes sencillas, se ofuscan ante los interrogatorios y las melosas atenciones de los forasteros. Antes todo era ar­monía, orden, mansedumbre. Ahora los transeúntes viven al­borotados, congestionan las vías, estorban y dejan tirados los desperdicios de la comida que traen en cajas viajeras. La situación comienza a ser deses­perante. Ya no se puede dis­frutar del silencio. Los atardeceres no son lo mismo de apacibles que antes.

Plains continúa teniendo 684 habitantes. Mañana tendrá 10 mil, luego 100 mil. Después, acaso, será metrópoli millo­naria. El semáforo que se proyecta será seguido de una complicada red para frenar el ímpetu de una ciudad enredada.

El vigilante nocturno no se imagina que será sustituido por escuadrones de policías y agen­tes secretos que, aun así, serán insuficientes para refrenar los vicios de la nueva sociedad desa­forada. A la ciudad del futuro, la que se montará sobre las ruinas de esta humilde Plains, la acosarán la angustia, el infar­to, la locura… El polvo de sus calles será el demonio de la civilización, ese que fabrica moles de concreto, gigantes ur­banísticos, puentes aéreos, pero que apabulla, lastima, em­brutece.

Plains ha roto el cordón um­bilical de aldea pacífica. Se merece un miserere. Se vuelve mayor de edad por un absurdo golpe de suerte. Dejará, para siempre, de ser el lugar amable que caminaba con inocencia en­tre atardeceres placenteros, al paso de los camiones cargados de maní. Hay algo que se rompe, que se desvertebra en estos arranques sin razón.

Los humildes vecinos pagan así el precio de la fama. Y hacen bien en pensar que han ganado un Presidente y perdido un pueblo.

Satanás, Armenia, 13-XI-1976.
El Espectador, Bogotá, 25-XI-1976.

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