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El tribunal de arbitramento

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En los conflictos laborales de los Bancos Popular y Central Hipoteca­rio se critica la lentitud con que han actuado los tribunales de arbitramen­to. El tribunal de arbitramento obliga­torio se ideó como la última herra­mienta para dirimir, al fracasar el diá­logo directo, el proceso del pliego de peticiones.

La ley otorga plazos suficientes para que las partes diluciden sus problemas en las etapas de conversaciones direc­tas y de conciliación. De no lograrse el acuerdo, el Gobierno convoca el tribu­nal de arbitramento para que falle, en conciencia y con altura, los puntos en discordia. Compuesto por tres representantes, peritos en conflictos del tra­bajo y expertos en leyes, uno en nom­bre de los trabajadores, otro de la em­presa y el tercero del Gobierno, hay ba­se para confiar en la equidad del fallo.

Lo deseable es no te­ner que llegar a este trance. A simple vista no se encuentra razonable que en dos meses de deliberaciones no consi­gan el sindicato y el patrono fórmulas de acuerdo. Todo convenio sería posi­ble con mayor ánimo de concesio­nes entre las partes, pero la época se muestra cargada de intransigencias mutuas —no en todo los casos, bueno es anotarlo— para tor­nar caótica cualquier situación. En ocasiones se llega al deplorable estado de no haberse pactado siquiera una co­ma en dos meses de conversaciones.

Bien es sabido que el sindicato abul­ta las solicitudes con infinitas aspira­ciones, muchas ilógicas e inalcanzables, que ni la empresa puede otorgar ni el trabajador espera conseguir. Si los plie­gos, por más exagerados que sean, se desmenuzaran y se discutieran con sen­tido práctico, recortando aquí para avanzar más adelante, y siempre en busca del sano equilibrio, no habría lugar para tantas controversias y sinsa­bores.

Pero como el ambiente de raciocinio parece desterrado del ámbito del traba­jo, casi todos los pliegos desembocan por fuerza en el tribunal de arbitra­mento. El fallo de los jueces debe ser rápido, para que también sea eficaz. Una justicia lenta deja de ser justa. Al­go habrá que hacer para que en el futu­ro se agilice este proceso. La ley conce­de 10 días de plazo para el veredicto, con la desventaja de poderse prorrogar indefinidamente por voluntad de las partes. Ahí está una de las cuerdas flojas. Un fallo no debería durar más de 30 días.

No se justifica que merced a las dila­ciones ocurridas en los dos bancos cita­dos se hayan derivado tantos perjui­cios. En las crisis de estos conflictos los tribunales tienen buena parte de responsabilidad por la inexplicable de­mora para producir la sentencia. No se ha llegado a una rápida solución por variadas razones: porque uno de los ár­bitros, por ejemplo, mantiene un mes de suspenso para manifestar en últimas que renuncia el encargo; o porque el nombramiento del remplazo consume más del tiempo indicado; o porque el tribunal, aun conformado, no inicia las sesiones; o porque luego se solicitan prórrogas sucesivas. Resulta, en fin, una situación a todas luces inconveniente, y también incomprensible, pues deben existir resortes para que estos organismos caminen.

Si es la ley la que cojea, que se corri­ja. Si los árbitros no operan, que se cambien. Se echan de menos, de todas maneras, dinamismo y efectividad. ¿La falla estará en la ley, en el Ministerio de Trabajo o en los árbitros? El tribu­nal de arbitramento necesita revisarse para que sea, como fue concebido, figura eficaz, y no elemento pertur­bador.

La Patria, Manizales, 18-V-1976.

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