Archivo

Archivo para martes, 4 de octubre de 2011

Crisis del carácter

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No pocas son las circunstan­cias causantes de los males que tienen destruida a la sociedad colombiana. Si los gobiernos, nacional, depar­tamental o municipal, no exter­minan el delito o no crean obras de bienestar común, el juicio es implacable para señalar a los mandatarios como personas impreparadas. Si costumbres nocivas hacen carrera y atentan contra la seguridad de la familia, se dice que los jueces no castigan los desvíos públicos y que, por el contrario, son favorecedores de la impunidad. Pocas veces se echa la culpa a los padres de familia, cuya res­ponsabilidad, siendo indiscu­tible, parece evaporarse ante blancos más aparentes y vul­nerables.

La explicación de los desas­tres que gravitan sobre el por­venir de la patria y que son con­secuencia de una cadena de ligerezas y desaciertos de todo orden, se deja recaer sobre el sistema político que, según se afirma, ha vuelto obsoleta la noción de pulcritud. Ante la ola de secuestros, despilfarros del erario,  claudicación de los funcionarios, impunidad y descaros que se apoderaron gradualmente de Colombia, la gente enjuicia la debilidad de las autoridades y culpa, sin ex­cepción, lo misino al alcalde que al inspector de policía, como puede ser al propio Presidente de la República.

Se habla de funcionarios inep­tos y perezosos. Se encuentra desidia en los escritorios pú­blicos. Nos tropezamos a mañana y tarde con dómines encasillados en ambientes olím­picos y carentes de sensibilidad y destreza para servir a la comunidad. Por las calles hacen ostentación mafiosos enriquecidos de un momento a otro, mientras en las cárceles viven angustiados seres minúsculos que carecen de recur­sos para demostrar su inocen­cia.

Rechazamos este espeso drama cotidiano porque nos re­pugna y nos hiere. Nos sentimos desamparados en este país de leyes y buscamos la salvación, impulsada por milagros. Pocas veces penetramos a las inti­midades del alma y tratamos de escrutar tantos desastres pú­blicos. Somos hábiles para lan­zarle la piedra al vecino o zaherir a las autoridades, pero no para definir nuestra propia culpa.

Para decirlo muy a la colombiana, uno de los peores defectos, y acaso el generador de la mayoría de los males, es la falta de carácter. El país languidece, se consume y destroza porque no hay un carácter nacional para digni­ficar las costumbres. El país somos los colombianos todos.

La debilidad de carácter se manifiesta en todos los estrados de la nacionalidad. Al funcio­nario inescrupuloso u holgazán no se le despide ipso facto y a la luz del día, por no herir suscep­tibilidades. Los compadrazgos frenan la depuración oficial. Mal puede esperarse que el en­granaje funcione cuando la cabeza está descompuesta.

El juez se hace el de la vista gorda con el personaje local, por te­mor o prudencia. O sea, por cobardía, imperdonable falta de carácter. No hay valor para frenar las ambiciones de los explotadores. Bajo tales timideces se dejan cometer infinidad de delitos. La gente despersonalizada que tiembla ante el alto mando y es incapaz de imponer dis­ciplina, tiene dañada la moral.

El servilismo, la hipocresía, la lisonja, el amilanamiento de la personalidad son los rectores del país. Por todas partes en­contramos seres recortados que a nada se oponen y en cambio todo lo encubren y lo deterio­ran. El empleado publico, gobiernista incondicional, se voltea cuantas veces sea pre­ciso para asegurar su indigna subsis­tencia indigna. No tiene el burócrata noción de la lealtad porque su carácter es enfer­mizo.

El politiquero vende su con­ciencia por una curul y hasta por una sonrisa del caudillo. Pero cuando este cae en des­gracia, correrá rápido a la tolda que ofrezca mejores ventajas y terminará defendiendo sin rubor las ideas que antes com­batía. Se trafica con la concien­cia como si se tratara de un ar­tículo de feria. No se vota por tesis sino por colores políticos. Primero está la pasión partidis­ta, después el bien de la Re­pública.

La empresa privada, aunque más protegida, no está exenta de esta metamorfosis del carác­ter. La gente ya no progresa por méritos sino por su capacidad de adulación e intriga. Cuando el patrono se solaza entre cor­tinas de sahumerio, es absurdo que exista rectitud. La falta de carácter todo lo destruye. Por eso el país tambalea.

No es aventurado afirmar que la primera necesidad de Colom­bia es imponer el carácter. Se necesitan personas capaces de protestar. El hombre de dig­nidad está ausente. Sin firmeza, sin convicción, sin coraje nunca saldremos de la derrota moral. Los casos aislados de decoro, de perseverancia en las ideas, son fortificantes, porque forman y estimulan.

No se puede aspirar a mucho con una personalidad atrofiada. Cuando vemos en el panorama del país personas moviéndose como titanes con­tra la mediocridad y la corrup­ción, a pesar de las impre­sionantes mayorías de gentes apáticas y caricaturescas, se fortalece el ánimo para aspirar a una patria mejor.

El talante debe ser un estado del alma, una postura irrenunciable. La integridad del hom­bre no puede claudicar ante prebendas ni fáciles conquistas. El futuro de Colombia se afian­zará cuando se eleve la escala del carácter.

El Espectador, Bogotá, 31-V-1978.

* * *

Misiva:

Felicitaciones por tu extraordinario artículo. Saludos de Héctor Villa Osorio, Bogotá.

 

Categories: Temas varios Tags:

Rasguños del sectarismo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En vísperas del desmonte del Frente Nacional nadie quiere confesar que la pasión partidis­ta vuelve a apoderarse de los hábitos colombianos. Por do­quier se escuchan, tanto de prominentes figuras de la política como de caciques de pueblo, censuras a los viejos rencores que dividieron al país en dos partidos irreconciliables.

Muchos afirman que sus posiciones no son sectarias y hasta agregan presagios sobre el surgimiento de una patria mejor al término del Frente Nacional, pero siem­pre que sea su propio partido, y jamás el contrario, el que dirija los destinos de la República durante el incierto cuatrienio que se aproxima, y ojalá duran­te interminables períodos de predominio de su causa.

Conservadores y liberales, en el fondo una misma cosa, y apenas diferenciados por ligeros matices de color, consideran por separado que su doctrina es la mejor y se ufa­nan de ser los abanderados de programas de avanzada. Al grito de los par­tidos vuelve a resucitar, casi sin propósito, el morbo del sec­tarismo y tal pareciera que veinte años de receso en la pug­na brutal y fratricida del pueblo no han sido suficientes para cicatrizar las heridas que flagelaron la vida del país durante épocas de dolorosa recordación.

Triste sería admitir que la terapia del Frente Nacional, habiendo  impuesto una tregua en mitad de la guerra de los partidos, no logró la cura com­pleta. El país actual es diferen­te al de hace veinte años, y mucho más civilizado, en el trato de los partidos, al de épocas distantes incrus­tadas en otros estilos de im­posible vigencia en nuestros días.

Ya, por lo menos, liberales y conservadores se saludan de mano. El milagro del Frente Nacional no puede desconocer­se cuando ha sido capaz de tor­nar corteses y hasta cordiales a enemigos furibundos que per­petuaban, de familia en familia y de generación en generación, el fermento del odio y la per­secución.

Duele, y hay que confesarlo con sentimiento patriótico, que ciertos lenguajes que se es­cuchan a lo largo del país, y no únicamente desde la tribuna de barrio sino desde respetables órganos de la prensa, estén azuzando al animal político que todos quisiéramos dejar sepul­tado para que no termine de­vorándonos. Los candidatos presidenciales se acusan mu­tuamente de sectarios y se declaran exentos de esa ali­maña.

Parecen olvidar que una manera de hacer sectarismo es el invocarlo. Las masas, que se dejan contagiar de las emociones que les transmiten sus jefes, ter­minan adoptando posiciones de prevención y recelo, cuando no de franca hostilidad para con su contendiente ideológico, quien en la más de las veces no pasa de ser el simple observador o el inofensivo practicante de la abstención o el escepticismo.

A liberales y conservadores solo debiera unirnos la suerte de la República. Los rótulos banderizos, en momentos tan azarosos como los actuales, no aportan ninguna fórmula reden­tora. Aparte del voto en blanco, a los colombianos poco les interesa, en su inmensa mayoría, votar por el peor can­didato con tal de complacer su recóndito afán de emulación partidista.

La gente movida por el sec­tarismo y ansiosa de hegemonías –no impor­ta de cuál partido, si en ambos hay barbaries y cruces–, de­fiende su intransigencia, sin detenerse a pensar si mañana tenga que llorar los infortunios del país y los suyos propios.

Cualquiera puede equivocarse. Lo grave es equivocarse por sectarismo, una fiera que suponíamos de­rrotada y que ha vuelto a arañar en el subfondo de las pasiones. Y ojalá que esos arañazos solo sean para recor­darnos el horizonte de barba­ries y cruces que los dos par­tidos, sin excepción, no pueden suponer que no resurgirá si se incentiva, y que nadie ha de desear para sus hijos.

El Espectador, Bogotá, 29-V-1978.  

Categories: Política Tags:

El reto de la vejez

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Jorge Luis Borges, que tiene 78 años, le teme a la vejez. Lo cual parecerá un contrasen­tido al pensar que una edad superior a los 70 significa una brumosa ancianidad. Borges, según todos los indicios, no es anciano, y así lo prueba la lu­cidez mental que le permite dis­cernir con talento y hondo es­crutinio los misterios del mun­do.

Poseedor de una de las men­tes más ricas en ideas, se mueve en medio de limitaciones físicas y palpa, con descon­suelo, un corazón joven que se niega a aplastarlo en la cúspide vital que no desea que se prolon­gue más tiempo. Por primera vez se queja en público de estar ciego. En el acertijo que coloca para quienes dudan que 78 años no son ancianidad absoluta, pregona el vigor de su corazón y se duele de tanta energía.

Este anciano de cabellos blancos y arrugas implacables no admite que la juventud de su espíritu no decline en forma paralela con su decadencia física. Es el suyo un corazón que camina perfec­tamente y que él, negándose a tanta normalidad cuando sus ojos están vacíos, lo rechaza por absurdo.

Se llega necesariamente a la consideración sobre si la ener­gía mental vale la pena con un organismo atrofiado. El espí­ritu de Borges, siendo luminoso, está perturbado. No quiere, como paradoja, un corazón sano. En medio del drama de su ceguera y el desborde de su es­píritu desea la muerte. Pide la bendición de un infarto car­díaco que la mayoría teme.

Filósofos de la vejez, entre ellos André Maurois, creen que la verdadera plenitud del hom­bre llega en el atardecer. Se recomiendan fuerzas internas que no siempre es posible en­contrar.

Cuando las enfermedades o las disminuciones hacen su inexorable aparición, surgirá el conflicto espiritual de quienes, como Borges, con una mente despejada pero intranquila, se horrorizan ante la perspectiva de la indeseable longevidad y se declaran fuera de combate a pesar de las fuerzas de su corazón. La obra maestra del ser humano es la de saber enve­jecer, contra las arrugas, las atrofias y las debilidades de tan penoso proceso.

Si la verdadera edad no corre con los años sino que la deter­mina el estado del alma, hay que invertir, en el caso de Bor­ges, la creencia de una posible juventud por el solo hecho de poseerse un corazón rítmico. Ya se ve que corazón y espíritu no son la misma cosa.

Para llegar a ser un viejo reposado y envidiable como monseñor Emilio de Brigard, el preclaro arzobispo de Bogotá que acaba de cumplir 90 años, ha de poseerse la luz que ilu­mina los laberintos de la vida. El pueblo colombiano admira la trayectoria de este apóstol de bien y prototipo de resistencia física. También el mundo de las letras admira las capacidades del escritor argen­tino, lamentando su limitación física.

Disminuido Borges por la ceguera en medio de su an­churoso universo de sobresa­liente escritor, abomina de la vejez extravagante que le deja ver demasiado con las luces de su espíritu, y en cambio le roba la penetración del mun­do con la ausencia de sus ojos. Monseñor Emilio de Brigard, dueño también de mente lúcida, llega sereno a la cumbre de los 90 años. Su salud no está resentida.

Estas dos ancianidades son diferentes. El corazón no late lo mismo para los dos respetables personajes. En el uno existe desasosiego, angustia, desespero. En el otro hay reposo y es­peranza. No es la intención entrar a discutir la conducta pesarosa del ilustre escritor ar­gentino y tampoco establecer paralelos o diferencias entre ambos. Son dos casos humanos que merecen reflexión. Ambos son dignos de ponderación. Sus carreras son distinguidas. A Borges se le compadece, porque su vejez es dramática.

Por fuerza se detiene uno con­fundido ante el misterio de la vejez, carta indescifrable que merece tanto respeto hacia quienes son privilegiados para gozarla, como fuertes para soportarla. Es el caso de Borges que carece de valor para sui­cidarse, según lo confiesa desde su oscura pesadumbre.

El Espectador, Bogotá, 2-VI-1978.
Revista Manizales, mayo de 1979.

Categories: Temas varios Tags:

Al rescate de Luis Tejada

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Veintisiete años de vida son referencia incierta para medir una obra. Son por lo general una frustración. La personalidad comienza apenas a madurar. Es la época de la indecisión, de los sueños, de los planes a largo plazo. Se dice que el hombre no es hombre del todo sino después de los 30 años. Cristo comenzó su obra cumbre a los 33 años.

La experiencia –la verdadera dimensión del mundo– nunca se ha obtenido en la juventud. Alber­to Ángel Montoya, despegando hacia sólidos ho­rizontes, pensaba que se comienza a dejar de ser niño cuando se principia a ser hombre. El juego del hombre, esa modelación de la inconsistencia en sig­nos coherentes y valederos, es el tránsito forzado de lo quimérico a lo compacto, de lo fugaz a lo eterno.

La muerte, que todo lo desquicia, hasta la más absurda senectud, no debiera interceptar el paso de quienes, apenas en el embrión de probables realizaciones, se asoman al porvenir con un caudal de espe­ranzas. Tal la nota desconcertante que impresionó al país de 1924, época de fecundas tertulias literarias y de relativo reposo, al conocerse el fallecimiento de Luis Tejada, considerado el mejor cronista de to­dos los tiempos. En la estupenda vitalidad de sus 27 años y cuando se aprestaba a iniciar jornadas intelec­tuales de más vasto alcance, cayó truncada por el destino esta mente nacida para el raciocinio y frustra­da en plena fertilidad de ideas y proyecciones.

Había, con todo, escrito ya páginas asombrosas movidas por su lúcida inteligencia y trabajadas con arranques juveniles y sentido crítico. Este filósofo de lo cotidiano que bien pronto despertó el interés del país con sus notas amenas y eruditas, estaba clavado en el corazón de su época y comprometido con un fer­vor comunista y algo aventurero que tenía en él al propulsor y al ideólogo sin dubitaciones.

Resulta sorprendente repasar el itinerario de este joven metido a periodista sin proponérselo, y de allí a revolucionario, que logra en sólo tres años formar liderazgo al lado de figuras como las de Luis Ca­no, Alberto Lleras, Ricardo Rendón, León de Greiff o José Mar, y provocar revuelo con sus incursiones ideológicas. Es la patria de los literatos y de la cla­se pensante que se proyectaría con enorme trascen­dencia sobre las generaciones futuras y le daría renombre a la suya propia.

No es Tejada tan sólo el intérprete y el abande­rado de filosofías que llegaban al país desde ultramar, sino el tajante buceador de lo minús­culo y hasta lo insignificante, que transforma lo tri­vial en relieves de meditación y donaire.

En el discurrir de la época frívola como la que vivimos en 1978, rodeados de extravagancias y lige­rezas de todo orden, tan diferente a la de Tejada, es intolerable para generaciones no seducidas por las inquietudes del espíritu dispersar tiempo que pueden consumir en los embelecos de la moda, estudiando la personalidad del cronista ya medio desterrado de los métodos pedagógicos. ¿Para qué Luis Tejada, se pensará, borroso periodista perteneciente a una bohemia generación de escritores, cuando tene­mos ahora a los genios que exploran los mundos del sexo, la droga y el erotismo? ¿Para qué Luis Tejada, tan distante del planeta veloz que se está quedando sin poesía a cambio de fugas inter­planetarias y emociones supersónicas?

Las juventudes actuales no conocen a Tejada, ni les interesa conocerlo. El mundo es ahora más rau­do, y por consiguiente menos profundo. Las precipitudes de una juventud ligada más con las fantasías de la era mecanizada y febril, que con la cultura que va extinguiendola embestida de los días, no tiene por qué detenerse en capítulos desdibujados por los preceptos de este mundo de tecnócratas. El humanista pertenece al pasado. Y es a ese pasado, por desgracia, al que no se recurre cuan­do los decaídos valores, y no sólo los morales, sino también los estéticos, aguijonean la conciencia de los nuevos tiempos, fosilizados por espantosa iner­cia mental.

Por eso hay que revivir a Luis Tejada. Hay que rescatarlo de entre las capas de olvido en que duer­men sus crónicas, que parecen haberse detenido en el tiempo por no encajar en la evolución que hoy trata de dislocar los moldes tradicionales de la literatura. Los literatos modernos, si así pueden llamarse, pre­tenden transmitir su mensaje no sólo con ausencia de puntuación sino con empleo de un vocabulario entre­cortado y epiléptico.

Hoy la literatura más parece de sofoco que de recreación. Los escritores con pruritos de novedad y tentados por la jactancia sacrifican la modulación de nuestra hermosa lengua española por signos estentóreos y estrafalarios que irritan la sensi­bilidad y que aparte de no decir nada, ni siquiera lo insinúan. Estamos de regreso a la edad primitiva, donde la comunicación era por señas.

Hay que sospechar del periodista que no lea a Tejada. Sus Gotas de tinta, que destilan sabidu­ría, una sabiduría elemental que sin embargo pocos periodistas son capaces de verter en sus artículos, son dictados de la mejor escuela. Tejada no tenía ne­cesidad de encumbrarse por regiones misteriosas, como lo hace tanto predicador de falsas erudiciones, para estructurar pensamientos sólidos y al alcance de todos entre breves líneas y precisas puntadas.

Las tesis que le inspiraba una aguda observación del mundo circundante las exponía con amena dicción y envidiable brevedad. De los motivos más sencillos, como el del perro sin cola que todos desprecian, o de la mujer mal vestida en quien nadie repara, expri­mía, como saciado en oportunidades que otros deja­ban pasar, pensamientos y conclusiones movidos por sutil cuerda poética y penetrante sicología. Cualquier día se pone a filosofar con una butaca y fabrica un tratado de tanta profundidad, que logra convertir aquel elemento inerte en ser anímico.

Tejada, con su prodigiosa inspiración afinada a fuerza de meditar e imponerse ri­gores mentales, y no tanto por hálitos extraordina­rios, sublimiza los sucesos comunes colocándoles el alma que la mayoría de escritores no encuentra. Crea, a golpes de cincel, situaciones y personajes imperecederos. Es, sin duda, para quienes fracasan ante la hoja en blanco, ejemplo de periodismo recursivo y henchido de ideas. En El Espectador, donde dicen que aprendió a leer, dejó cátedras de gracia y talento.

Conciso y penetrante, se impone la firmeza de eliminar y seleccionar, de redondear el concepto y pulir la expresión. Huye de lo efímero, de lo accidental, y rechaza temas que no tengan lar­go alcance. No puede seducir la materia frágil a quien tenía como disciplina avanzar, de crónica en crónica, hasta la confección de un libro, el único que logró editar. Los demás se quedaron perfilados en la mente.

Su actitud doctrinaria lo empuja a escribir temas sociales donde se confunde su sensibilidad con el propósito de mantener vivas las convicciones que abrigaba por la redención del proletariado y la digni­ficación del hombre. Su Oración para que no muera Lenin evidencia el fervor revolucionario con que se proponía acaudillar la transformación pacífica que fraguaba con otros líderes para contrarrestar los efectos del imperialismo norteamericano y defender a los humildes.

Sus objetivos quedaron interrumpidos por la muerte sin lógica que conmovió a la sociedad. Era una juventud de 27 años, fértil como pocas, que pro­metía inmensas realizaciones. Es absurdo que una sociedad que sólo de vez en cuando encuentra inteli­gencias tan luminosas y excepcionales como la de Tejada, se prive de sus luces. Lo que escribió es, por fortuna, bastante para aprender lecciones de hondo contenido y tomarlas como brújula de inspiración pa­ra los periodistas y escritores que carecen de tiempo y método para ejercitar la mente en fines perdura­bles.

La juventud sugestionada por los destellos del espacio y el frenesí del erotismo y la droga que envi­lece, necesita de Tejada para curar el hastío y la desesperanza. Habrá quienes dudan de que la signifi­cación de Tejada puede liberar a la juventud del va­cío y el escozor de esta época liviana que está embotando la inteligencia y deshumanizando al hombre. Pero si logran encontrarlo, el descubrimiento les sa­ciará su curiosidad.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 28-V-1980.
Revista Manizales, septiembre de 1980.

Tiempos de espejismo

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Estado ideal que todos quisiéramos disfrutar es el que prometen los candidatos pre­sidenciales. Nunca el país se ve más al vivo como en las vísperas electorales. Es entonces cuando afloran, con sus amar­gas realidades, las penurias que el pueblo no soporta más, y cuando los candidatos, con sus torrentosos ofrecimientos, pin­tan espejismos de inmediata desaparición.

Si desmenuzamos el lenguaje de cada uno de los candidatos, hallaremos diferencias de estilo y de presentación y muchas coin­cidencias de fondo. En líneas generales todos concuerdan en los halagos con que arman fan­tásticos programas de gobierno que el viento des­barata al día  siguiente. El viento, con sus trenzas lison­jeras, va y viene repitiendo fór­mulas y borrando promesas.

Todo se ofrece en una cam­paña presidencial. Los pro­blemas se extinguirán como por conjuro cuando el candi­dato llegue al poder. Bajará el costo de la vida, habrá acceso a la universidad, de pronto educación gratuita, se frenará la inmoralidad, se rebajarán impuestos a los empleados y se trasladarán a los ricos…

Días de prosperidad y de equilibrio, de oportunidades para todos, garantizan cada uno de los candidatos. El colom­biano tendrá vivienda, empleo, salud, educación. Todo a cam­bio de una papeleta. ¿Qué más podría esperarse de la vida? El viento lleva palabras y extin­gue espejismos…

Un candidato de la oposición suministraba la fórmula perfec­ta para acabar con la carestía de la vida. Era tan sencilla, tan elemental y casi ingenua, que a ninguno de sus competidores se le había ocurrido. Pero él la pondría en práctica como primer acto de gobierno. Con­siste, ni más ni  menos, que en congelar los precios de los artículos de primera necesidad y aumentar al mismo tiempo  los sueldos de los trabajadores. Tan solo, según él, se requiere un general estado de defensa propia en cada consumidor para no pagar un centavo más de los precios oficiales.

Con plataformas tan delez­nables pretende conseguirse el favor popular. Habrá, desde luego, quienes se dejen enga­tusar con estos sortilegios que suponen de avanzada, sin de­tenerse a meditar si el costo de la vida puede conseguirse por decreto.

Otro candidato atacaba la reforma agraria y presagiaba días de bonanza para este país agrícola de nuestros antepa­sados, si el pueblo le correspon­día con el voto. ¡La papeleta a cambio del paraíso! En su gobierno habría equidad en el campo para que el pequeño parcelero, desposeído y re­sentido, vuelva a tener precios de dignidad en sus cosechas, y el latifundista, aca­parador de los grandes recur­sos del crédito, se reduzca a las justas proporciones de la con­vivencia humana.

Todos los candidatos lanzan recetas milagrosas para que el país recupere el ritmo de producción que corresponde a suelos fe­races por excelencia, y el campesino raizal, perdido en las fic­ciones de los infiernos de ce­mento, regrese a sus fundos.

¡Promesas, promesas! Las mismas escuchadas siempre que hay necesidad de acordarse de la existencia del pueblo. En los momentos de la cruda realidad, cuando se pierde el empleo, y aumentan los im­puestos, y no se consigue universidad, y no aparece  la casita sin cuota inicial, y ni siquiera con ella, y el tendero es im­placable con la especulación que nadie detiene, y en las al­tas esferas trituran el presu­puesto, y se acentúan los de­sequilibrios sociales, es cuando el pueblo piensa que mejor hubiera sido votar por Regina, con sus malabares de pitonisa, o por Goyeneche, otro ilusionista, ahora tristemente olvidado en su decadencia vital.

Ambos, auténticos ex­ponentes de un país folclorista. Mejor no haber votado, o haber votado en blanco, concluye esa inmensa población de escépticos que perdieron la fe en los gobernantes. Realidad dura, pero al fin realidad.

No hay que hacer demasiadas distinciones en los programas que se exponen en estos días de ajetreo proselitista. Las diferen­cias están en otra parte. O dentro del tarro, como dice alguna propaganda. Los lugares co­munes son frustrantes. La repetición empalaga. Los ademanes, las poses y los trucos no convencen. El pueblo, mientras tanto, mira con angustia el porvenir. Trata de hallar una esperanza en la oscuridad.

No se crea que esta nota es derrotista. Es, en cambio, un reto de gobierno para el próximo presidente, cualquiera que sea, para que desde ahora se prepare a enfrentarse con el desgano del pueblo des­creído que aumentará su animadversión si de nuevo lo engañan, o su marchito entu­siasmo, si le cumplen siquiera el veinte por ciento de lo que le prometieron.

Es esta la triste radiografía de Colombia. ¿Por qué ignorarla? La gente se esfuerza por encontrar el candidato que le dé soluciones. La verdadera transformación la conseguirá quien sea capaz de devolver la fe a los colombianos.

El Espectador, Bogotá, 6-V-1978.

Categories: Política Tags: