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Archivo para domingo, 9 de octubre de 2011

Una esperanza trunca

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuesta trabajo aceptar una muerte prematura, sobre todo cuando la ju­ventud sonríe henchida de esperanzas, de entusiasmos y confianza en el futuro. Ser joven no es tan solo estar comenzando a vivir, sino ante todo tener el alma fresca. La edad de la ilusión, aquella en que el mundo resulta una dulce expectativa y donde es imposible presentir contratiempos y menos desgracias, porque el dolor está descartado, será una contradicción, por no decir que una mentira, si cae tronchada por los asaltos del destino. En ella todo se ve promisorio, y hay además derecho a lo mejor. En las jornadas siguientes, cuando la reali­dad cambia de color, es más tolerable la tragedia, si bien esta será incom­prensible en cualquier época.

Una juventud de 23 años como la de Daniel Morales Benítez, rebosante de lozanía física y vigor espiritual, y por eso admirable, era la página en blanco que Otto y Livia, sus ilustres artífices, crearon para llenarla con amor. La cerró el hado siniestro. La suerte, cuando se obstina, todo lo cambia. En ocasiones parece como si se saciara haciendo sufrir a los seres buenos. La razón se resiste entonces a entender los designios inescrutables que man­dan el dolor donde antes reinaba la alegría. Pero también es cierto que las almas justas se purifican en la adver­sidad, la cual, si aflige el sentimiento, también fortifica el espíritu.

Esta familia Morales Benítez, de tan honda raigambre en la historia del país, pierde un miembro entrañable apenas en el embrión de su existencia fecunda. Es una risa menos, pero una virtud más. Porque sacrificar un hijo que se había formado en el calor del hogar modelo, de cuya savia había él extraído la certeza de ser hombre, es entregarle al Dios de los justos un jirón de la propia existencia. Se deposita también en el altar de la patria, a la que Otto ha servido con ilimitado afecto, una ofrenda estoica. En la antigüedad los guerreros, para probar que lo eran, se sangraban el corazón.

Daniel, que ya resolvió su problema vital, es el escogido de los dioses que levanta el vuelo, sonriente e inconta­minado. Deja perplejo el corazón de sus seres queridos y de quienes hemos estado cerca a la casa hidalga, pero dentro de estos reveses que no hay forma de desviar, el saberlo una con­ciencia recta, una factura de su propio padre –se dice todo–, consuela la hora triste. El destino no siempre teje toda la existencia, y cuando se ade­lanta, acaso haya que entenderlo como un privilegio, si el camino es penoso.

La patria esperaba mucho de él, y no lo disfrutó. Livia y Otto, y sus herma­nos Adela y Olimpo, que lo disfrutaron a plenitud, se confortarán, sin duda, con la fuerza que dimana de los seres superiores. Si su pena es grande, están rodeados de la solidaridad del país, y sobre todo de sus amigos más cerca­nos.

El Espectador, Bogotá, 17-V-1980.

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Misiva:

Con todos los míos agradézcote nobilísimo homenaje. Otto Morales Benítez, Bogotá.

 

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A mitad de camino

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Algún espíritu travieso debió de meter­se en la cuna de José Jaramillo Mejía para crearle esa sutil perspicacia con que trama la vida. Su porte personal, desenvuelto y ágil, se traslada, en la li­teratura, a una prosa que fluye sin dificultades, espontánea, a veces juguetona, otras maliciosa, y siempre amena y coloquial. Quizá su mejor virtud, des­cubierta con solo recorrer pocas páginas del acopio de escritos periodís­ticos que conforman su reciente libro A mitad de camino es el de la auten­ticidad, esa desenvoltura para recrear­se en hechos y paisajes, pintar costumbres y definir temperamentos, que lo hace accesible al lector.

Nada tan aislante como el estilo afectado, que se destapa al primer golpe, y que por ser artificioso castiga la fluidez, la primera norma que debe cuidar el escritor. La literatura es, en síntesis, coloquio, y jamás debe ser tortura. Las prosas de Jarami­llo Mejía, elaboradas sin apremios ni rebuscamientos, brotan al natural, pero además llevan ritmo y humor. No a todos los escritores, y de una vez hay que afirmar que Jaramillo Mejía lo es, aunque él pretenda mostrarse como aficionado, se les cuela ese duende que prende la chispa de la inspiración y marca el estilo.

El escritor no puede improvisarse, como no es posible conseguir licencias de poeta. Tampoco el periodista es mejor por poseer tarjeta, y muchas veces se desvía por culpa de ella. Ya se ve que Jaramillo Mejía, para quien no alcanzó el reparto oficial, no necesita de tarjeta para escribir excelentes crónicas. Esas crónicas, hilvanadas en los parént­esis que le permite su oficio de empre­sario, demuestran que el periodismo va por dentro y se defiende solo, cuando hay casta para esa profesión.

Comenzó practicándolo en el Instituto Universitario de Caldas co­mo editor de Liberación, periódi­co que se daba el lujo de aparecer cada semana, hasta su inevitable extinción por apuros económicos; lo continuó con la revista Gentes y Letras en Armenia, en la que escribía hasta las cartas de los lectores, según lo confiesa, y no queda difícil deducir que también las contestaba; después llegó a El País y Occidente, y finalmen­te a La Patria, de cuya escuela es dis­cípulo aprovechado.

Cuando se posee vocación para las letras, el resto es fácil. No habrá obs­táculo que no logre vencer el batalla­dor de la cultura. Jaramillo Mejía, espíritu inquieto, siente que en las ve­nas lleva suelto su diablillo juguetón, ese que le permite soltarse de corrido en agradables prosas y llegar a la gente con gracia y desparpajo, ganándose simpatías.

Su compañía laboral, La Nacional de Seguros, que entiende la importancia de un ejecutivo que sabe ser al propio tiempo literato, condición nada común, premia el esfuerzo al lanzar a conside­ración del país las realizaciones de quien «a mitad de camino» reta la im­productividad de otros. El vicepresi­dente de la entidad, doctor Ignacio Piñeros Pérez, exalta con palabras elocuentes el sentido de vivir con idea­les, única manera de superar la rutina y la mediocridad de las mentes prosai­cas.

El idealismo, que es creador, permite romper barreras para elevar el espíritu. Por hombre idealista debe en­tenderse el que dignifica la vida, el que despeja con su lucha los abrojos del camino, el que se esfuerza para que los demás encuentren horizontes. En el caso de José Jaramillo Mejía, gran ejecutivo y gran humanista, ahí está su ejemplo en el recodo de su existencia prometedora, hablando el lenguaje de los hechos positivos.

La Patria, Manizales, 14-VI-1980.

 

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Augusto León, poeta

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Quién en su juventud no ha pecado en poesía? ¡Estado delicioso este de poder prender el acróstico en el corazón de la amada! La vida nos hace románticos a los quince, a los dieciocho años, la edad del pestañeo seductor, del flirteo audaz, de la eterna primavera. Quien después de los veinte años sigue escribiendo versos, es poeta. Ya no retrocederá. La vena puede mantenerse oculta, adormecida o en remojo, pero no se interrumpirá.

Augusto León Restrepo Ramírez, el ilustre exdirector La Patria, glosador de la vida cotidiana, buen prosista y además político, publica a sus 39 años sus primeros versos. Siempre ha sido poeta. Era la suya una actitud discreta, quizá temerosa, que lo mantenía como vate clandestino que apenas osaba libar entre amigos la copa romántica que se escapaba de la mano, hecha canción y quimera.

Se descubre ahora ante la opinión pública, rompiendo sus timideces –primera condición del novel artista–, con un breve y delicado acopio que confirma su sensibilidad poética.

Las letras de Caldas cuentan con un nuevo bardo que en su primera salida muestra calidad para lanzarse en conquista de futuros laureles. La vida del poeta no es, no puede ser fácil. Si en la poesía se compendia toda la literatura,  se trata del arte más exigente. Ya dijo Valencia que es preciso sacrificar un mundo para pulir un verso.

Y Augusto León, con su estro inflamado, repasa la existencia del hombre en los quince poemas que acaban de aparecer en la serie de Escritores Caldenses. Su palabra es de hondo sentimiento. Es su palabra emo­cionada, con ese ardor de los primeros versos, cuando ya se ha pasado por los arrebatos de la juventud y co­mienza a probarse el néctar de los dioses.

Siente la vida como una esperanza y sabe que vivir inútilmente es negar la claridad que se hallará en el paso siguiente. Si le ha tocado conocer la desesperanza de este siglo veinte, hecho de odio, de soledad y angustia, preten­de redimir al hombre de la guerra del napalm y del conflicto del alma, para dispensarle un bálsamo y enseñar­le la luz.

Augusto León, el poeta que mira por encima de la guerra, pero que va marcado por esta época brutal, se detiene ante el compañero caído para tomar aliento, pa­ra dar el paso siguiente, el que descubrirá la claridad. La esperanza es cierta, lo afirma con convicción. Su grito sale de la propia soledad del ser. Y si define el tiempo como un invierno eterno, con más sombras que lu­ces, es porque su canto busca la vida.

Se me ocurre que Augusto León es el poeta de la esperanza. Y no sólo en el sentido de ser una revelación, una página que se abre como una promesa, sino porque sus poemas son afirmativos. Las palabras que no tienen coraza –título de la obra– le muestra al hombre su angustia, su postración, sus derrotas, pero sólo para hacerle conquistar la alegría.

La Patria, Manizales, 5-X-1980.

 

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La máquina del escritor

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No era una máquina cualquiera. Había estado en mil batallas. Conoció los yermos caminos y las serenas planicies. Trotó, como jamelgo curtido, por densas geografías y no se fatigó trepando montañas, ni se despeñó desafiando precipicios. Se encabritaba a veces, como queriendo sublevarse, cuando sentía la rienda dura, pero luego bajaba la testa, sumisa y reflexiva. Su amo, cual otro quijote andariego, le templaba el nervio para que mejor respondiera.

La amaestró en los pasos castellanos. La puso a correr aventuras por anchos senderos y le enseñó a ser arisca para el peligro, y también briosa en campo abierto. Y de tanto andar y meter el hocico en todas partes, terminó cargando en la grupa, como jinete de rutina, a Azorín. Se tropezó con otros personajes que había visto lejanos y que terminaron siendo familiares: Unamuno, Baroja, Juan Ramón, Cervantes…

Era, más que una máquina, un heraldo. Supo de amores y de odios. De vientos frescos y melancólicos atardeceres. Cuando le daba por declarar la guerra, su dentadura letrada vomitaba fuego como lanzando bombas demoledoras. Y cuando amaba, toda su armazón se esponjaba y emitía ondulados sonidos que en­cendían las medias luces de los cuadros románticos. La piel se le erizaba con el sentimiento. Parecía entonces que no hubiera sufrido los enconos del combate.

Hecha para la tempestad y el reposo, su contextura se dilataba o se comprimía de acuerdo con la hora. A alguien se le ocurrió verle ojos azules, los ojos de la emoción, pero quizá la estaba metiendo demasiado en el pe­llejo de su dueño. Aunque es posible que los tuviera. Tal era el tempera­mento de esta noble herramienta de trabajo que desapareció, en la noche oscura, sin dejar rastro, y no por infidelidad, sino por ajena bribonada.

No era una máquina cualquiera. Era el brazo derecho de Humberto Jaramillo Ángel, el escritor y el poeta. Para qué decir que era también su diosa protectora. La consentía como a la niña de sus ojos. El escritor se amaña más con la máquina vieja. La pobre, huérfana y desarropada, se acordaría en su desamparo de las horas intensas y las cálidas tertulias. Debió sentir nostalgia de las cabalga­tas por la vieja España. No vería más a Platero ni se tropezaría con Sancho. Y antes que claudicar, se derritió el pecho con el plomo que ya no produci­ría más cultura.

La máquina del escritor ha muerto. Murió en manos sacrílegas. La máquina del escritor –de Humberto o de cualquier artista– va pegada a su propio estilo. Se anida en su alma, y con esto se dice todo. Cuado se cambia de máquina es como si se cambiara de piel. No importa que sea vieja y achacosa, si es la compañera más próxima, más fiel de las duras vigilias. Es quizá la única confidente que nunca traiciona. Soporta malos tratos y los sufre en silencio. El malandrín ignora que robarle la máquina al escritor es como perforarle el alma.

Cuando Humberto pulse otras teclas, algo se le rebelará en su interior. Me contó la noticia con pena. Seguirá escribiendo, sin duda. Y sabrá que algo ha muerto en él.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1980.

 

El reino de los románticos

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de esos correos que van y vienen, caprichosamente, me trajo desde la vecina Pereira el li­bro que su autor deseaba obse­quiarme.  Se  titula De las zarzas  y la vida y lo escribe José Ruiz Valencia, alguien con alma romántica y con indudable valor para publicar sus cuitas en este mundo que se ha olvidado de los poetas.

Deseabasaber si su libro me interesaría: me lo pre­guntó primero por carta y luego me hizo la remisión. El correo, curiosamente, demoró treinta días de Pereira a Armenia, pero al fin fue rescatado. Eso me da pie para pensar que el poeta anda des­pacio, con envidiable parsimonia en medio del planeta que per­dió la moderación. Qué tal si a los románticos les diera también por correr, por desesperarse, por romper la lira.

Alguien me decía que el roman­ticismo se acabó, que no cabe en el momento actual de estrépito, de confusión, de metamorfosis. Y yo le replicaba que ahora es cuan­do en verdad se necesita de los poetas. No de los que hablan con estertores, con signos más que con palabras, sino de los que tie­nen cuerdas sentimentales.

Tampoco, claro está, de los cur­sis. Se requiere armonizar la vida para detener la catástrofe de nuestra humanidad desbocada que se está extinguiendo por falta de poesía. Se echan de menos los poetas de pueblo, los que sean capaces de componer un acróstico, los que declaren su amor en verso en lugar de declarar la guerra… El mundo se deshace entre fri­volidades, se despeña entre vicios y vulgaridades. Lo salvará el último trovero, el que nunca se acabará, el que todavía sacrifica un mundo para pespuntear una redondilla.

Mi amigo el vate defiende sus soledades proclamándose un roble solitario. Siente las incle­mencias del medio ambiente, pero mantiene templada su alma. Ha coronado reinas; le ha cantado a la tierra, se ha emocionado con la luna, conoce las embriagueces del amanecer, ha llorado con las duras partidas. Y además es músico. O sea, el completo romántico. Lee desde la niñez autores sentimentales para que le entonen la inspiración. Su hija Lucero –evocación de albo­rada– dice al comienzo del libro que está hecho de versos, perga­minos y bambucos.

Me gusta saber que los poetas románticos no se extin­guen. Si desaparecieran, se aca­baría el mundo. El pueblo los necesita. El tiple es mejor que la metralleta. El verso, aunque sea imperfecto, es preferible a la barbarie que el hombre siembra con sus necedades. Algunos, co­mo mi contertulio del otro día, creen que es un género proscrito. Ya se ve que no es cierto. En Pe­reira, o en Leticia, o en la tienda de cualquier camino de vereda surgirá una voz bohemia de ro­manticismos inagotables que se niega a silenciarse. El sentimen­talismo podrá ser a veces ingenuidad, pero a nadie le hace daño.

La Patria, Manizales, 9-V-1980.

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