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Archivo para domingo, 9 de octubre de 2011

Las juventudes veloces

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El signo más característico de las nuevas generaciones es el de la velo­cidad. Dentro de un mundo movido como el actual, los jóvenes, que tie­nen poco tiempo para el raciocinio, son dados a las carreras y las emo­ciones fuertes. El texto de estudios, otrora compañero inseparable del es­tudiante, ha pasado a segundo tér­mino. Valen más el televisor, el betamax, la discoteca, la moto. En el colegio y en la universidad se estu­dia de afán y sin mucho esfuerzo, con el pretendido intento de conquis­tar conocimientos al vuelo, como si fuera fácil estructurar la inteligencia y formar la voluntad sin poner algo de sí mismo.

Las juventudes prefieren vivir el momento y poco se interesan por el mañana. Son amigas del frene­sí, del suspenso, de la diversión esca­lofriante. Por ser el porvenir una in­cógnita, mejor no se detienen a escrutarla, y en cambio se solazan con el de­leite momentáneo. Quieren vivir la vida en un instante y buscan la pose­sión fácil lo mismo de la amiga que del automóvil.

Podría pensarse que estos jóvenes resueltos y bullangue­ros que pasan por las calles en grupos animosos, que ríen y alborotan, pro­testan y desafían, no se preocupan por ser los líderes del futuro. Con po­cas excepciones, estos muchachos vi­ven ausentes de disciplinas rectoras de la conducta y no cambian el pasatiempo por la am­bición de llegar a ser personas nota­bles en la comunidad. «¿Para qué tanto esfuerzo si mi papi es rico y poderoso?».

Discúlpenme los padres si les digo que son ellos los responsables de este  vacío generacional. Desde el propio hogar, el mejor ámbito de forma­ción que existe, las costumbres se dejan de­teriorar. Hemos perdido la capacidad de orientadores. Hay que educar con cariño pero también con mano dura si no queremos la frustración del im­berbe atropellador que en corto tiem­po se nos irá de las manos y termina­rá engrosando la pandilla del barrio. De ahí en adelante impondrá su soberana voluntad, ¡y que se defien­da la sociedad…!

Este muchacho, que será cada vez más díscolo conforme se le deja li­bre, se irá convirtiendo, sin adver­tirlo sus padres, en un peligro social. La banda de sus amigos,   que sabe de aventuras sexuales, de licor y marihuana, será su medio de aprendizaje, ya que la universidad de la casa quedó vacía.

Es posible que los padres dadivosos, que no calculan el daño de los bienes que se otorgan sin medida ni dirección, se consideren seres importantes por conceder la moto perturbadora, el automóvil destructor o los pesos abundantes, todo lo cual creará en el muchacho hábitos perniciosos.

Estas juventudes tan entregadas a las altas velocidades se juegan, por eso, la vida en un segundo. Todo lo consiguen fácil y asimismo lo exponen. Por las calles de Armenia, las más congestionadas de motos del país entero (esto no es exageración), nuestros acróbatas suicidas tienen enredado el tránsito y en crisis nerviosa a sus habitantes. Muchas tumbas se han levantando en estos arranques de la demencia y muchas heridas continúan sangrando en los hogares, pero no hay firmeza para cortar tanto barbarismo. Los padres de familia son cómplices, desde luego, de este desconcertante grado de locura.

La Patria, Manizales, 8-VIII-1980.

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Los huecos del país

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El viaje por carretera de Armenia a Cartagena, que acabo de realizar, hubiera sido más confortable sin las trampas del camino. Un país puede medirse por el estado de sus vías. En los Estados Unidos los huecos son inconcebibles. En Venezuela el petróleo mantiene verdaderas autopistas. Y en Colombia el café, que debe generar progreso, es un personaje improductivo.

Hay una pregunta que mucho se ha repetido: ¿Qué se hizo la bonanza cafetera? Habrá que agregar, en el caso colombiano, que esos profundos y traicioneros huecos que aparecen en el sitio menos pensado y en las mejores autopistas, simbolizan el alma nacio­nal. Un país que deja deteriorar sus carreteras está atropellando la vida de los ciudadanos.

En las temporadas de vacaciones las familias se desplazan a la Costa Atlántica y otros lugares de turismo en busca de descanso y las emociones de una naturaleza pródiga en paisajes y contrastes, en climas y sorpresas. Es una manera de escaparse de la fatiga y tropezarse con la muerte. A cada momento acechan al des­prevenido viajante los desniveles, los tramos carcomidos, los vacíos, los hundimientos del terreno, sin señales que adviertan el peligro ni trabajado­res que reparen los desgastes.

Las señales que orienten al viajero sobre las distancias de los pueblos y que en caso de confusión le indiquen la ruta precisa, o están borradas o nunca han existido. Sigo hablando de la carretera a la Costa, que es el mismo descuido que se observa en general.

Si en ocasiones aparecen las maquinarias oficiales es apenas para recordar que algo hacen los impuestos. Más adelante caeremos de nuevo en los baches que no se logran evitar y que rompen resortes y destrozan la paciencia.

Esos son los huecos no solo de un recorrido de Armenia a Cartagena, o de Ibagué a La Dorada, o de Tunja a Cúcuta, sino del alma colombiana que no logra mantenerse sana.

¡Pobre Colombia, tan descuidada y tan remendada! Si el viaje que hacemos por una de las tantas vías irregulares, convertidas a veces en verdaderas trampas morta­les, lo intentamos por los caminos del espíritu nacional, poco cambiará.

Colombia es un país de huecos e improvisaciones, no solo en su topo­grafía y sus obras públicas sino también en sus costumbres. Esos baches incrustados en la conciencia de los malos ciudadanos parecen repro­ducirse en las vueltas de las carrete­ras. Hay ineficacia para mantener las vías y también para impulsar el de­sarrollo y preservar la moral. El dinero no alcanza para las obras públicas porque ha desaparecido entre peculados y «serruchos». El ánimo se conturba, pero la protesta no pasará de ser un lamento en el vacío.

Las monstruosidades que se suceden con facilidad y que menos­caban el presupuesto y pervierten la moral pública, hacen dudar de nuestro destino. Oímos que las mafias, que todo lo corrompen, avanzan sobre Colombia como un ejército destructor. Los funcionarios públicos prefieren las trampas y no le tienen miedo al negociado, porque viven ausentes de principios. Primero la vida fácil, luego el servicio, parece ser la norma gene­ral. La gente se acostumbró a la molicie, a la improductividad, a la conducta irresponsable. Este vacío de la conciencia es peor que el peligro de las carreteras.

La inflación no se detiene y amenaza la estabilidad de los hogares. El dinero, todos los días más insuficiente para remediar las necesidades elementales, crea malestar y desesperanza. La canasta familiar sube mientras bajan las oportunidades de empleo y de una vida más digna. El techo y la educación no están al alcance del común de los colombianos. Frente a esta situación dramática, los padres de la patria toman sus valijas, llenas de viáticos oficiales, y se esca­pan por los caminos del mundo, más cómodos que los nuestros, sin baches ni sobresaltos.

Nuestras carreteras nacionales son un espejo del país: deterioradas, angostas, inhumanas, llenas de huecos…

El Espectador, Bogotá, 4-VIII-1980.

 

 

 

Una nueva Armenia

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Quisiéramos una nueva Armenia, distinta a la que se está levantando, muy briosa, pero con olvido de la dignidad humana. Todos los días vemos una casa vieja que se echa al suelo con ansias de modernismo, mientras los edificios y las mansiones emulan por ser más airosos. En la plaza de Bolívar quedó flotando, desde años atrás, una mole de cemento con pretensiones de gigante y sin alma por dentro. Es la constancia de lo que hace la inestabilidad oficial.

La ciudad crece por todos los poros, los vehículos ya no caben en las call­es y los servicios públicos no alcanzan para el conglomerado que avanza con ritmo desesperante. Todo se tornó grande, monstruoso, y el hombre se reduce cada vez más entre las arremetidas del cemento y las longitudes.

Los planeadores de Armenia, que hoy no se ven, descuidan al hombre. Le roban espacio para dárselo al urbanismo. Le escamotean las vías, la respiración, y le niegan la tranquilidad. Cuando son insuficien­tes el agua, la luz y el teléfono y no existen empleo ni oportunidades para la vida decorosa, el progreso material no cuenta. Primero el hom­bre, después el urbanismo.

Por eso reclamamos una Armenia mejor. Preferiríamos la antigua, quieta y confortante. Entonces la vida se tejía con reposo y había tiempo para la delectación. Las costumbres eran sa­nas y se ignoraban los acechos de los piratas urbanos. Ahora, con el pro­greso, las calles se volvieron enemi­gas. Comienza a recelarse de todo y de todos, porque la cara amable de la ciudad está desdibujándose.

A las nuevas generaciones les corresponde detener esta metamorfosis amarga. Armenia debe crecer, pero con ritmo proporcionado. Prime­ro hay que poner servicios, antes que lujosas mansiones. Primero las vías, después el torrente de vehículos. Las calles son el medio para permitir el desahogo y no deben ser cicateras como las actuales, que revientan los nervios.

En Armenia se debe pensar con criterio grande. Enredados los polí­ticos en menudas apetencias burocrá­ticas, descuidan lo primordial. Se ne­cesitan industrias para reme­diar el agudo déficit ocupacional. Se echa de menos una clase dirigente de avanzada, sin egoísmos ni inútiles ban­derías, que mueva los resortes de las altas esferas oficiales.

Ni si­quiera contamos con un ministro, porque no nos dejamos oír. Y hay que volver por los fueros de la moral públi­ca. A las posiciones deben llegar las personas más pulcras y capa­ces. Hoy los cargos son para los políticos, que por lo general no son ni los más honorables ni los más eficientes. El presupuesto es el soporte de las necesidades pri­marias de la comunidad. Cuando se vuelve la caja de milagros de los oportunistas, todo se derrumba.

En ambos partidos hay juventudes promisorias. Pero no se atreven, o no las dejan avanzar. Algunos comienzan a figurar con timidez. A esas juventudes, la esperanza del mañana, les corresponde to­marse el mando para que Armenia sea la ciudad que todos ambicionamos.

La Patria, Manizales, 30-VII-1980.

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¡Dejen gobernar!

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pasó la época en que el gobernador realmente gobernaba. El país, cada día más politizado, está convertido en el gran dispensador de cuotas buro­cráticas, y estas deben repartirse sin excluir a ningún grupo político, y además en forma milimétrica, según la fórmula del ex presidente Valencia, para que todos estén a gusto en el festín presupuestal.

Si el gobernador logra pasar la prueba de elegir su gabinete sin protestas, o por lo menos sin rompimientos, apenas habrá conseguido silenciar por dos o tres días a las casas de los partidos, ya que de ahí en adelante nace la batahola de los mandos medios, ejército voraz que nunca estará satisfecho y acudirá a cuanto truco sea posible para apode­rarse de la nómina.

No tiene gracia, en efecto, ser jefe electoral del barrio si después no se es jefe de rentas. Esto de no dejar títere con cabeza de la anterior administración es solo una regla simple del llamado clientelismo. A estas casillas, las más importantes del engranaje gubernamental, por ser decisivas para la suerte de los ne­gocios, llegan las personas menos indicadas, las más incompetentes y las más conflictivas. También podría decirse que las más deshonestas, patrimonio común de todos los parti­dos.

Los presidentes de la República se quejan siempre de los mandos medios al descubrir que son ellos los que entraban y asfixian la vida del país, volviendo inoperante la acción del Estado. Algunos suponen que esas zonas del poder son dominadas por la oposición, cuando se encuentran con el buey cansado de que habla el doctor Lleras Restrepo. Pero todos, al darse cuenta de que es inútil luchar contra este morbo de la burocracia, se resignan a la triste realidad y hasta terminan declarándose presos del poder, como el actual Mandatario, que así lo divulgó en su correría internacional.

En la reciente reunión cumbre del Gobierno en la ciudad de Cali varios gobernadores se lamentaron de que los políticos no los dejan gobernar. Más del noventa por ciento de su tiempo deben dedicarlo, según concepto uná­nime, a resolver cuestiones de índole burocrática, como quien dice, a de­senredar el ovillo que los caciques y sus lugartenientes mantienen ciego. El actual ministro de Gobierno deploraba el hecho de tener que nombrar gobernadores por simples referencias, o sea, por presiones regionales, y más exactamente, políticas, sin poder examinar muy bien las condiciones morales del candidato, su identidad con la comarca y su vo­cación para el servicio público.

Sin duda el señor Presidente, quien también se queja pero no logra reme­diar estos males crónicos de una democracia arrolladora e incompe­tente, termina también designando a sus agentes directos más por con­veniencia, o por simpatías políticas, que por convicción.

La nación, convertida en una baraja de empleos donde los políticos se pelean hasta el puesto de inspector de policía, de matarife o de portero, no llegará nunca a ser una organización eficaz. Si para ingresar a la administración pública solo se requiere una credencial política, no debemos ex­trañar los desastres. Para recomponer este tremendo deterioro del país se requieren titanes, y a los titanes tampoco los dejan gobernar. Un gobernador amigo me confesó que iba a desempeñarse como verda­dero gerente. Y es que si algo se necesita y se echa de menos en la administración es el gerente. Así lo hizo, y al poco tiempo lo tumbaron.

Si el diez por ciento del tiempo restante que permiten los políticos queda para resolver los grandes pro­blemas de la comunidad, ¿cómo aspi­rar a que el país marche bien? Ya se ve que para complacer los pedidos de la burocracia insaciable y no dejarse caer como el «gerente» de marras, los gobernantes carecen de tiempo, de personas y de capacidad para re­mediar las apremiantes necesidades de la salud, de la educación, de la vivienda, de las obras públicas.

Mientras Colombia pasa por an­gustiosos conflictos que re­claman mentes maduras y producti­vas, una tropa de burócratas, como quien dice, de gente impreparada, le echa diente a la nómina. Son los trashumantes de todos los presupues­tos, hábiles en exprimir la botija de la victoria y listos a cambiar de tolda cuando la buena estrella deje de alumbrarle a su jefe de turno.

El país está convertido en un enorme ovillo de donde todos tiran y nadie quiere aflojar. Los gobernadores pro­testan porque los políticos no los dejan gobernar. Las nóminas del ministerio y de las gobernaciones acaban de ser integradas con políticos profesionales. ¿Serán ellos capaces de no dejarse gobernar por los demás políticos?

El Espectador, Bogotá, 19-VI-1980.

 

Germinal: poema épico del trabajo

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la Francia de Emilio Zola, sacudida por hon­das conmociones sociales, el “yo acuso” con el que el novelista defendió la causa de Dreyfus pasaría a la posteridad como la constancia de una época conflictiva. Era la Francia de las guerras y las revoluciones, azotada por densos fenómenos, donde grupos enar­decidos se peleaban el poder.

Mientras unos querían sostener y más tarde restaurar la monarquía, otros intentaban llevar al trono la estirpe de Napoleón. Los socialistas hacían enormes esfuerzos por implantar la democracia, y sus opositores abominaban de este sis­tema. El país, enfrentado a otras naciones en pug­nas territoriales, de supremacía gubernamental, sufría los crueles episodios que hoy hacen la historia de un pueblo que, luchando por ser grande, debió antes desangrarse en la contienda.

Los reyes se sucedían en incesante afán por con­servar la monarquía y no se mostraban dispuestos a acceder a las causas populares. Carlos X, auténti­co Borbón subido al trono en 1824 tras la desapari­ción de Napoleón, acentuaría las medidas represivas y despojaría al pueblo de las pocas libertades que le quedaban. No tendría inconveniente en amor­dazar la prensa y reprimir toda manifestación demo­crática. A la postre tuvo que huir a Inglaterra para salvarse del cadalso.

Insatisfacción proletaria

En 1830 lo remplaza Luis Felipe, quien no supo concebir las reformas políticas que pedía la hora. In­clinó el poder hacia las clases medias superiores y fue el gran corruptor de los funcionarios públicos.

El país se desbordó en verdadera sangría financie­ra, con ostentación del dinero que se succionaba de las arcas oficiales y que se volvía el verdugo de los pobres. Francia, gobernada por los ricos quizá como antes no lo había estado con tanto impudor, abría cada vez más las compuertas de la tremenda insatisfacción proletaria.

Depuesto Luis Felipe en 1848, se pensó elegir un presidente que terminara con el imperio de la mo­narquía. El pueblo se decidió por Luis Napoleón, sobrino de Napoleón el grande. Creyó que en él encontraría respuesta a lascalamidades públicas, pero bien pronto se halló con nueva frustración, ya que el mandatario ungido con el voto de las masas terminaría atropellando las libertades hasta disolver los cuerpos legislativos, apresar a los líderes de los partidos y proclamarse amo supremo. Asumió el tí­tulo de emperador, con el nombre de Napoleón III, y con él concluyó la era de los Napoleones. Lamentable final.

La hora de la libertad no había sonado. Tras no pocos altibajos, donde inclusive el emperador ensayó la libertad de la palabra sin que el pueblo le creyera, Francia llegó al año de 1870 y en él se proclamó la República. Mas tarde la Asamblea Francesa estable­ció la constitución de 1875, de larga duración.

Eterna lucha social

Nacía la Tercera República en medio de nubarrones y temores, y a partir de entonces se afianzaba la paz que se prolongaría hasta 1914, cuando surgirían he­chos nuevos en los albores de este agitado siglo nuestro que conoce otra clase de conflictos, si bien la humanidad siempre ha estado y seguirá dividida por las diferencias del capital, o sea, la eterna guerra en­tre ricos y pobres, entre burgueses y proletarios.

Oportuno resulta este breve repaso de las carac­terísticas de la época para relacionar la intención con que fue escrita la novela Germinal, aparecida en 1885 y forjada por su autor con las experiencias de la revolución.

Cuando salió la obra, el pueblo apenas trataba de reorganizar su vida sobre nuevos principios, luego de haber librado intensos movimientos por la libertad del individuo y la dignidad de los tra­bajadores. El país se había desintegrado entre nu­merosas reyertas, y el hombre, pisoteado por la so­ciedad despótica y enriquecida a costa del sacrificio de los pobres, clamaba por su liberación. No tenía a su favor ni siquiera el poder de la Iglesia, la que en maridaje con el Estado era indiferente a la suerte de los desposeídos.

El duro pan de la subsistencia

En este clima escribió Zola su obra cumbre. To­mando como fondo la vida miserable de las minas, describe el drama de aquellos asalariados que deben renovar su miseria de generación en generación para poder subsistir.

Sometidos a los medios más rudi­mentarios, viven en repugnante promiscuidad de sexos y contagios, con el sol que apenas alcanza a alumbrarlos a medias, ya que la mayor parte del tiempo la pasan entre las entrañas lóbregas del socavón, donde parece que la muerte los arañara a cada instante. Expuestos a toda clase de peligros, y resig­nados además a inclemente destino, esos seres desprotegidos personifican la soledad del hombre que debe luchar, en terreno disparejo y colgado sólo de una esperanza de vida, por el pan duro que le tira la sociedad.

Familias completas de obreros van turnándose en las minas, como si éstas fueran un legado fami­liar, cuando son una tenaza contra la existencia. Al enfermar o morir los mayores con el organismo desti­lando carbón, los descendientes prosiguen la ímpro­ba jornada; y duchos en el arte de desafiar la muerte, poco parece importarles exponer sus carnes todavía tiernas a las durezas y los sofocos, si nacie­ron para llevar el yugo amarrado a la cerviz. Encima de sus cabezas sienten el taladro de la esclavitud, y más allá presienten la holganza y el derroche de lina­judos señorones que mueven acciones millonarias y disfrutan de comodidades sin límite, mientras ellos, que sudan el áspero trabajo, no tienen cómo aumentar la porción alimenticia, que todos los días disminuye.

El barrio de los Doscientos Cuarenta es es­cenario de la vida en común de un conglomerado humano que sólo conoce los fugaces placeres de parejas haciéndo­se el amor en el campo abierto, acaso la única liber­tad recibida desde niños, que practican sin mira­mientos ni vergüenzas, y sin temor a la procreación, porque las familias deben aumentar con nuevos brazos para el trabajo. Acuden a la cita clan­destina a la vista de los demás, porque reducidas las fronteras con las casas colmadas de habitantes, el amor se hace más fresco al aire libre. La virginidad, que es un mito, algo inexistente aun desde los pri­meros años, es muchas veces forzada por los propios progenitores que desde temprano empujan a las hijas a que consigan su hombre para reducir la carga familiar. Ellos hicieron lo mismo y será preciso continuar la norma.

Avanza la revolución

La población explotada terminará protestando cuando el jornal se reduce y las reglas del trabajo se vuelven más severas. Sucesivas gene­raciones han soportado el rigor de la minería, protes­tando apenas entre dientes, y acaso el viejo Buenamuerte se jacte de sus fuertes músculos y trate de dar lecciones de hombría que él mismo siente horadándole las entrañas.

Todos han visto el desfile de carruajes suntuosos que recorren el barrio y hasta han sido visitados en sus casas, propiedad de la em­presa, por la estirada esposa del patrono, deseosa de exhibir ademanes protectores. Tales poses, que no convencen, acentúan el sabor de la miseria. Las coci­nas de los obreros calientan cada vez menos, y hasta allí llegan los olores de las cenas opíparas servidas en la vecindad y que alborotan los estómagos vacíos.

La revolución avanza conforme se niegan los de­rechos. Es la regla más segura en todos los tiempos. Hay temor a la huelga, y es obvio que los obreros no están en capacidad de resistir sin el jornal oportuno. La incipiente caja de ahorros, fundada para la emergencia que habría de sobrevenir, es de precaria fuerza para remediar las angustias de diez mil obre­ros.

El novelista, que sabe interpretar el disgusto que sacude las calles de su patria, traslada a las minas el drama de la miseria –la miseria del orbe entero– y encarna en sus personajes, fielmente logra­dos, la cólera del hombre cuando se le vulnera su dignidad.

El acceso a la vida digna es apenas un requisito para vivir socialmente. No puede considerarse le­jana o novelesca la época de los emperadores para pensar que esos problemas no son nuestros. Donde­quiera que exista el capital mal administrado, donde haya desequilibrios e injusticias, lo mismo en la Francia del siglo XIX que en esta Colombia nuestra también convulsionada, se oirán gritos de rebeldía. Puede que al principio sea el grito tenue, como el que comienza a escaparse sin alientos de las páginas de Germinal, pero luego se acrecentará y crispará los nervios de la sociedad entera.

El hombre, a quien el propio hombre hace animal para sufrir afrentas y vejámenes, un día rompe las cadenas y se sacude el polvo milenario de su postración. Es entonces cuan­do resulta temible y se vuelve energúmeno. Ese odio acumulado que se le ha ido filtrando en las venas, que lo carcome y lo impulsa a buscar su redención, hace volar minas, exterminar propiedades y cometer increíbles desafueros. El hombre es como el río que debe buscar su cauce natural, o de lo con­trarío se desborda.

En esta dantesca epopeya del trabajo –la obra cumbre de Emilio Zola–, el ojo clínico del novelista pinta con dramatismo los contornos de la época, y el genio del artista traslada a todas las latitudes del mundo el conflicto del hombre sometido a torturas y recortado en sus fueros. De las páginas de la obra se escapa una palabra repetida que se lanza con furor y desespero: ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!… El eco retumba en esta época cuando la humanidad parece condenada a morir de hambre.

El dedo acusador

Germinal es por excelencia el poema épico del proletariado. Sus líneas son desgarradoras y humanas. Penetró a los recovecos de la conciencia al hablar el lenguaje universal de la mise­ria. La vida rústica de los mineros, con sus aparen­tes pequeñeces, le dio al novelista tema para enmarcar esta obra sublime puesta a consideración de los poderosos de la tierra. Zola tiene el suficiente talento para concebir también una dramática historia de amor, apenas consecuente con la tragedia del relato. El amor, que todo lo enaltece, parece como si redujera las tristezas de la ruda existencia.

No obstante haber sido escrita para su tiempo, hace cerca de cien años, la obra tiene vigencia en los tiempos actuales. La humanidad todos los días se compromete en nuevas aventuras y se desvía de los caminos seguros. El hombre sigue rechazando la injusticia y buscando la equidad.

Hay que volver a los clásicos. Los grandes nove­listas, como Zola, no mueren, porque su palabra se escribe para todos los tiempos. El escritor francés, que acusó a la sociedad de su patria, sigue con el dedo tendido hacia la sociedad del mundo entero que no ha sabido redimir al hombre, y cada día lo ex­plota más. No enseñó él a hacer la revolución, sino que quiso prevenir al mundo de sus desastres. Y pa­rece que el mundo no ha entendido la lección.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 8-VI-1980.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, abril de 1987.  

 

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